Menú de noviembre

Noviembre, mes silencioso en Champawat, con probabilidades de tormenta en el mundo real y aledaños.
En el menú de este mes tenemos:

– escribir sentada delante del fregadero sólo porque la luz es perfecta
– palmeras bajo un cielo helado, crujiente de estrellas
– desconocidos con flor de lantana
– pelar un montón de maníes para un plato tailandés
– escuchar minto
– niebla sobre los naranjos
– papas fritas a caballo y pan para mojar
hacerle cantar blues a la devota esposa de Rama
– gatos sin nombre
– distancia amplificadora vs distancia lacerante
– un sofá con luz naranja
– vermú y lágrimas
– un jardín de trébol y capuchina
– el grado de verosimilitud que necesita una telenovela
– empezar una maratón y abandonarla
– amigos más atentos y organizados que la Guardia Pretoriana
– morder una coca de patata y que una nevisca de azúcar caiga sobre tus jeans
– complejos programas de centrifugado y sus muchas lucecitas
descubrir un tema de Chuck Berry a través de una versión, a esta altura del campeonato
– deseos de alféizares con nieve
– escribir pequeños textos con mimo y dedicación, como quien rellena una solicitud para obtener el carnet de Bella Durmiente 2.0
– karaokes con plus aditivo de salvación eterna
– un montón de niños sabios: nenas con falda de rayos, nenes que caminan solos, nenas que claman por su autosuficiencia, nenes con guitarras miniatura, nenas a punto de asomar la cabeza al mundo
– aturdirse con auriculares todo el día vs la desgracia de quemar los auriculares en la estufa
– flores y flores de la planta más dulce
– cabañas para escribir que ascienden a la categoría de cielo protector
– no pedir bolsa en el supermercado para ahorrar 2 céntimos, y pasearse por la avenida con una botella de vino en la mano, y un pan.
– viajes astrales low cost
– la certeza de que 40 días es lo que duran el diluvio universal, las tentaciones en el desierto, las estancias con amigos después de resucitar.
– caminar al lado del mar hasta romperse los talones
– abrir la mano para dar, pero también para recibir y para aceptar la pérdida
– y todo para no entender nada

De postre:
– tarta tibia de manzana y romero
– muffins de arándanos
– chupetín Kojak en el cine
– leche con miel para no dormir

 

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Image: Light projection by Tony Martin

También a la del mandarino

Este texto fue publicado en el número 33 de la revista Agitadoras, en mayo de 2012.
 

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Las manzanas no caían porque no entendíamos nada. Había cuestiones a considerar: peso, volumen, gravedad. La sensación que dejan en la palma de la mano. No sabíamos lo que es estar colgadas de un árbol mientras la gente sopesa tus curvas y tus turgencias con dientes afilados como cuchillos. Los dientes se afilan solos, por el uso constante. De repente era verano, ese verano que habíamos esperado tanto, y las manzanas no se animaban a posarse todavía en las manos de los desconocidos. Una habla de posarse y piensa en cosas livianas, como un gorrión. Nunca fuimos gorriones. Habíamos soñado con este momento. Nadie se imagina lo que era intentar respirar como si nada, mientras buscaban el cuchillo bueno delante tuyo. Según la casa, el cuchillo bueno estaba mezclado con los demás cuchillos, o se guardaba todavía en su estuche original, en un cajón separado. El azahar nos enloquecía la piel y anhelábamos que llegara el verano. Yo sostuve siempre que se le llama azahar a la flor de todos los cítricos, también a la del mandarino. No sé si esto es verdad. Habíamos deseado que llegara ese momento. Los momentos se alargan o acortan de acuerdo a la intensidad con que los pienses. Habíamos soñado con la penumbra larga de la siesta, y nos habíamos tocado enteras. Era dulce siempre, húmedo la mayor parte del tiempo. Sólo unas semanas antes, cuando el azahar nos enloquecía la piel, lo habíamos deseado. Teníamos por costumbre mirar hacia afuera y desear que viniera la vida a buscarnos. Pero conocíamos las manos propias, y no contábamos con las manos nuevas.
Es lo de siempre. Acostumbrarse. Las cosas se vuelven hábito rápidamente, sobre todo a la edad en que una piensa que puede morir de amor cada noche. Nos derretíamos en la penumbra alargada de la siesta, se nos deshacían las manos. Habíamos llegado al punto de no retorno. Las manos nuevas raspaban, y eran grandes, y no hacían lo de siempre. Nosotras conocíamos las nuestras, nada más. Hay gente que mide la vida en cantidad de sorpresas. No teníamos forma de pedirles a las manos nuevas que hicieran lo de siempre. Y las manos nuevas lastimaban. No sabíamos pedir lo que queríamos. Estábamos mudas, no nos habían enseñado a pedir. Vendrían otros veranos, pero no lo sabíamos. Si sólo hubiéramos entendido que era posible pedir. Pide y se te dará, ¿no es cierto? Creo que nunca prestábamos atención en catequesis.
Pensábamos que sería nuestro último verano y nosotras ahí, con las manzanas sin vender. A esa edad, los veranos futuros quedan muy lejos. Había ventanas que se abrían para mirarnos, y luego se cerraban a toda prisa, sin darnos tiempo a calcular el efecto que había tenido esa mirada. A mí siempre me miraron menos que a ella. Era imposible que pasara el verano y quedarnos con las manzanas.
La mirada nos enloquecía la piel, el verano con sus flores locas, con el perfume a sol en los antebrazos. Se abrían y cerraban las ventanas, y no sabíamos si habíamos perdido la oportunidad de subirnos al verano. Me gustaban los botes de remo, los caballos bravos, los árboles a los que podía trepar sin ayuda, las escaleras de mano contra la pared. Abrirse o no a los dientes, a las manos nuevas. Abrirse a las flores locas de las miradas, el sol en los brazos. Quemaba mucho el sol y todavía no era verano. Por más que abrieran todas esas ventanas nadie podía ver lo que teníamos debajo de la piel. Ella se deshacía más que yo. Dudar antes de caer en las manos nuevas. El miedo de los cachorros. Miraban mucho pero nadie veía. Las manzanas acabaron por caer, pero ya no era lo mismo.

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Imagen:Orange Blossom Orchard, byRebecca Artemisa

Bradbury se fue un martes

Hace mucho tiempo, en la casa de una escritora que amé, me dieron un libro para que me entretuviera y dejara hablar a los mayores. Querían que me callara, pero todos me hablaban como si fuera adulta.

—¿Te gusta Bradbury?—me preguntó ella.

El libro que me dio fue Fantasmas para siempre, el volumen que hicieron juntos Aldo Sessa, un gran fotógrafo y artista argentino, y Ray Bradbury. No recuerdo mucho de esa tarde, además de las carcajadas de las mujeres y la taza de Lapsang Souchong que me hicieron probar y que me destrozó las papilas gustativas. Ahora siempre guardo una lata en la despensa. Tres hebras de Lapsang Souchong, como tres hebras de pelo con propiedades mágicas, transforman una taza de cualquier té negro en un salto a otra dimensión.

Sí recuerdo haberme sentido muy molesta por esa pregunta. Yo era una nena repelente, y no podía soportar no tener todas las respuestas (y por lo que dice mi primera entrada en este blog, creo que mi hermana melliza muerta sigue rogando tenerlas todas).

Yo de pronto necesité saber si me gustaba Bradbury, pero ese tarde me distrajo el té ahumadísimo, la rabia de no poder participar de la conversación, las ilustraciones de Sessa.

No pasó mucho tiempo, sincronicidad mediante, antes de que otra adulta me regalara su copia de Crónicas marcianas. Tal vez porque yo sólo hablaba de Marte en esa época, de mi querido Carl Sagan, de un libro, Cosmos, que insistía en mostrar otras orillas que yo ya visitaba en sueños, religiosamente.

Leí Crónicas marcianas un verano en que pretendí tapar el agujero interior con demasiados sándwiches de panceta, tomate y mayonesa.  Leer a Bradbury sólo contribuyó a hacer crecer ese agujero, ese anhelo.

Yo necesitaba un cohete para salir de allí lo más rápido posible, y me subí al verano del cohete muchas veces, durante muchas siestas. Me hubiera gustado tener un traje de marciano para transformarme en otra cosa, en otra persona, una persona a la que alguien quisiera abrazar.

En alguna de esas tardes llegué a esta página.

Me quedé mucho tiempo mirándola como la miro ahora, porque desde hace dos días no dejo de mirarla, para no perder pie.

Sigo enamorada de esa página en la que un escritor lleva volando a un poeta de otro siglo a una avenida embaldosada en Marte. Ahora algo dentro de mí llora a través del tiempo. El cuento se llama Aunque siga brillando la luna, fue publicado por primera vez en 1948 y está ambientado en junio de 2001. El poema es de Byron. Once años después de que el capitán y Spender y Biggs hayan sentido el viento marciano, es otra vez verano, y miro la página en la que el tiempo se transforma en un extraña cinta de Moebius. El aire se agita en torno a las palabras.

El otro día tuve que ir corriendo a la biblioteca para dejar de pensar en que Ray Bradbury se había ido de paseo bajo la luz de otras lunas. Si mi vida fuera un libro de Bradbury, el martes pasado en la sala de lectura de la biblioteca, entre tantos adolescentes estudiando economía para intentar llevar a este mundo al cataclismo final, me hubiera encontrado a alguno leyendo a un poeta de otro siglo.

Me hubiera encontrado a una persona muy joven, con el nombre y la cara de alguien que quise mucho. Y yo hubiera entendido inmediatamente que era Bradbury detrás de su traje de marciano, ese que te permite transformarte en otra persona, una a quien alguien quisiera volver a abrazar.

PD: Crónicas marcianas volvió a mí, hace pocos meses, con otro nombre, un nombre querido escrito en la primera página. Estuvo en la biblioteca de una amiga mucho tiempo y lleva sus marcas, sus palabras. Tengo la fortuna de que mi vieja amiga sea poeta, que devuelva los libros prestados y que este libro se transforme, entonces, en una gran fiesta de reencuentros.

 

La cura para el tránsito de Venus

Será por las noches de invierno en una casa hostil, la luz de la calle golpeando en los cristales de la puerta, en lugar de iluminar, como ustedes bien saben, esa canilla que gotea hacia la nada. Será porque las condiciones no estaban dadas ni siquiera para poder sentarse en la mesada de la cocina. Será porque dolían los silencios telefónicos. No bastaban las horas, no servían las explicaciones. Ya nos habíamos dicho todo y sin embargo había que seguir escuchando. Una voz que cura la ausencia de otra voz. Y la canilla goteaba.

Se puede dibujar un rostro con las manos, estirar los ojos con dos dedos, y esperar una sonrisa que nunca nos dio calor. Una sonrisa que habla de lo muy rotos que tenemos todavía los corazones, a pesar de los años, a pesar de las armaduras sucesivas, a pesar de las palmadas en el hombro y lo muy machos que nos hemos vuelto todos.

Será que seguimos jugando al mismo juego estúpido. De repente ser cínico es sinónimo de ser cool. Hay que ir a los conciertos con el labio superior tieso, con la enciclopedia abierta bajo las narices del prójimo. Hay que seguir pendientes de la mirada del otro. ¿En serio? ¿Ante la música, que tiene la virtud de borrarnos de la faz de la tierra, al punto que sólo queda la sombra del fantasma del escuchador?

Qué nos queda a quienes vamos a los conciertos a enamorarnos de nuevo, a abrir heridas de nuevo. Yo no lo diré si no lo dices tú primero.

Leo en la prensa que está mal visto reconocer las canciones con una exclamación, emocionarse antes los primeros acordes de un tema que hace quince años que no escuchas en directo. No sabía yo que hay que ir por la vida con tanta coraza, tanto antifaz.

Será porque en los conciertos me vuelvo esponja.

Será porque ese sonido de bajo me sigue llevando a la cama, porque me duelen los agujeros que dejaron tantos discos girando en la nada, porque sus canciones fueron gelatina roja y también una lenta viscosidad plateada escurriéndose hacia el pozo de donde vienen los malos sueños. Y yo siempre, siempre seguí esa baba de gasterópodo. Habrá otros que sigan las migas que deja el gurú, ese que nos dice qué es exactamente lo que deberíamos haber sentido ante la música. No me pidan eso.

Para mí, tres horas de The Cure fueron pocas. Gallup brillaba (después de todo, tiene la píldora mágica, el control completo, el mapa que lo guía al mejor sonido de bajo de la galaxia). También me dio la sensación, cada vez que Smith sonreía, de que conocía mi secreto. Pero tal vez deba rendirme ante la evidencia de que soy y seré carne de fan club.

 

Llegar tarde

Este texto forma parte del número 34-junio 2012 de la revista cultural Agitadoras.
 

 

Tell me why
Is it hard to make arrangements with yourself
When you’re old enough to repay but young enough to sell?
Neil Young, Tell me why (After the Goldrush)

 

Ella:

Llegar tarde significa que mis tiempos son muy cortos, que cambio tanto que no podés seguirme.
Si me caigo te caerás conmigo. Así de cortos pueden llegar a ser mis tiempos.
Nunca me encontrabas. Siempre estaba ocupada con espejitos y cuentas de colores, reafirmándome en mi postura de urraca atraída para siempre por el brillo del latón y otros metales pesados.
¿No?
¿No?
¿Nocierto?

 

Ella:
Llegar tarde es ser incapaz de alegrarme por tu noticia. Vas a ser padre, o tal vez ya lo sos, quizás cargues en la espalda más de un niño.
Es también pensar, muy seriamente, aunque tal vez sea incapaz de pronunciarlo:
— Mejor, no te será tan difícil abandonarlos, un hombre puede dejar a sus hijos relativamente atrás en el camino sin sentirse demasiado lastimado, por lo menos hasta años después. Imaginate cuánto más complicado si los hijos fueran míos — y después te sonrío con esta mandíbula de yegua que Dios me ha dado.
Mi cabeza llega tarde, funciona todavía con mecanismos quinceañeros, patéticamente injertados en un cuerpo que hace rato que pasó el punto sin retorno. Mi cabeza todavía se preocupa por tus ataduras versus una supuesta huida romántica como la de las películas del domingo.
A veces llega el sacudón. Mis mejores amigos yacen en cajones de madera y en tardes de neblina y tedio, como esta, veo levantarse sus voces:
—Infeliz — dicen. —Está teniendo hijos con otra y querés seguís buscando el cruce de caminos, la carretera que los llevará lejos.
Momentito, perdonenmé: el cruce de caminos existe, yo estuve ahí una noche, una sola. Y porque estuve ahí sé que al nuevo padre de familia le vendí todo lo que tenía para vender.
Hablemos de maneras de recuperarlo. De refinanciación. Hablemos de dación en pago.

 

Nosotras:
Llegar tarde es asomarse a toda esta parafernalia de compartir, mencionar y publicar, colgando nuestras letras de endebles armazones virtuales como si lo hubiéramos hecho toda la vida. A veces nos parece que somos demasiado mayorcitas como para meternos en el arenero donde gatean muy sueltos los párvulos de mejillas de rosa. Demasiado baqueteadas como para tener que avergonzarnos de saber caminar. Aunque estos pies no nos hayan llevado a ningún lugar extraordinario. Aunque hayamos volado tan bajo que siempre haya parecía que estábamos a punto de estrellarnos.
Este mundo no premia a los que llegan tarde, a los que caminan lento. En cambio nos empuja a ser competitivos, a esperar el comentario salvador como recompensa, maná del cielo.
La gente es mala y comenta, decían en el barrio, cuando éramos chicas. La gente sigue siendo mala y sigue comentando, y sin embargo esperamos ese comentario, esa maldad. Tememos el silencio.
El silencio duele y nos pincha el culo.
Vemos llegar los comentarios muy orondos, con su ruido de espuelas, y ya sabemos dónde se clavan las espuelas en aquellos potrillos que van lentos a la línea de llegada.
Este mundo señala con el dedo a los que no se presentan en la puerta el primer día de clase con la cara limpia. Este mundo nos castiga por no estar al tanto de dónde queda el horizonte, pero nos lo cambian tantas veces a la semana que no logramos mantener el foco. En este mundo, creemos a veces, la ausencia de foco es una bendición. Nos permite saltar entre angustias ajenas, delfines moribundos, tribus a punto de extinguirse, fotos con efecto vintage y saliva mal dirigida.
Hace falta llegar temprano para saber dónde queda toda la saliva que nos merecemos.
En estas tardes tan grises, con el horizonte tan bajo que parece un toldo, ansiamos de repente la lectura. Nosotras, que tuvimos tanto tiempo el cuaderno en un cajón.
El cajón del que hablamos es un cajón real. Se puede ver claramente con todos los ojos, los físicos y los que aparecen cuando apretamos los carpos contras las cuencas; es un cajón de verdad, un cajón barato de madera, no algo que fabriquemos ahora para que funcione como una frase hecha. En ese cajón el cuaderno era rey de reyes.
Sacar el cuaderno del cajón y el texto del cuaderno es venderse en un cruce de caminos al que no se puede llegar tarde.

Ella:
Ya cliqueé. Ya voté. Ya te puse un megusta. Perdoname, no tengo cambio.

 

 

 

Imagen: “Red Car”, por Stacey Rees.
 
 

Plegaria para la mañana después

Bajo la vista. Uñas moradas aporrean las teclas y sólo se me ocurre rogar que sea otra, otra más lista y más brillante la que esté escribiendo esta historia por mí.

Le pido por favor al cosmos que haya enviado a un ultracuerpo lo suficientemente lúcido para ocupar mi lugar.

Le pido que la otra tenga todas las respuestas en tiempo real, que sepa de memoria las fábulas que se cuentan al oído en ambos hemisferios, en las tundras, bajo las auroras boreales, en la pampa bajo el ombú y el lucero, en las áridas llanuras australianas. Que sepa contar historias con muchos estratos, como capas geológicas perfectamente delimitadas, como anillos anchos en un árbol alimentado con cuerpos en descomposición.

Querido Ganesha, queridos Joe y Joey, que la que venga a reemplazarme sea más buena que yo, más simpática. Que use mis cuadernos con soltura, que tenga tendones sanos en las muñecas, y los callos de los dedos ya formados, sobre todo el callo del interior del dedo medio de la mano derecha, tan útil para apoyar la pluma.

Díganle que yo me retiro, porque de ahora en más enmudeceré. Que renuncio al privilegio de decir lo que los demás no quieren oír.

Díganle que no se me permite decir nada más, que han aparecido los pequeños enanos fascistas que habitaban en mi interior y que han dictaminado que toda mi prosa es subversiva. Luego aparecieron los compañeros montoneros y me juzgaron por haber tomado el santo nombre de la subversión en vano. Luego aparecieron los indies y lo transformaron todo en una balada con anteojos de pasta y barba pelirroja.

Y camisas leñadoras, esas que le quedan bien a todo el mundo. Le quedan bien a los punks, a los perdiditos del grunge, a los cantantes folk.

Ante tanto poeta, tanto rapsoda suelto, ¿qué hago yo aquí?

Me retiro entonces, me voy cantando bajito.

Ah cómo. Me dicen que esto era el primer post, la bienvenida, el gran comienzo. Que del otro lado de la puerta hay guirnaldas y farolitos de colores, y canapés, y gente a punto de romper a aplaudir, a punto de romperse la garganta gritando “aquí estamos”. Gritando “quién te dijo que vamos a leerte”. Gritando “quién te creés que sos, tilinga”.

Da igual. Empecemos fracasando. Que se encargue ella, mi hermana melliza muerta, la que escribe mejor que yo. Después de todo, nadie notará la diferencia.

Yo ahora vuelvo, que tengo que ir a ver cómo cuaja la gelatina. Ustedes quédense acá, que ahora pasará alguien a servirles un vasito de algo.

Que se diviertan.