Quebrantahuesos

Este texto fue publicado en octubre de 2012, en el número 87 de la revista La Bolsa de Pipas.

Yo conozco el secreto del universo. Consiste en que las personas retocen en manada hasta que se cansen de retozar. Y consiste en que luego, de dos en dos, se aparten del grupo para buscar una charca donde remojarse, y se frieguen las espaldas mutuamente, y se golpeen con ramitos de abedul y se salpiquen con agua dulce y, una vez eliminado todo rastro de sudor previo, golpeen cadera contra cadera hasta que se borre del todo la noción de una carne intermedia. Lo que importa es el hueso. Los vasos comunicantes y la sutil nervadura que atraviesa nuestros tejidos sólo están ahí para enviar al cerebro la información de que hemos conseguido volar en un ave infernal hecha con los huesos del otro.
He volado tanto sobre tus huesos, mi amor. Atada a tus huesos voy. Con la cabeza gacha he querido encontrar el tuétano debajo de las capas de músculo y piel. Es una búsqueda para agotar el aislante, el término medio. Es hueso lo que busco.
Aunque no lo creas, de pronto, en esta época del año en que la brisa fresca los ha dejado tan desolados, hay insectos. Parásitos, amor. Se han enterado de que soy especialista en romper caderas. Lo adivinan en la blancura de mi sonrisa, en la salud de mi dentadura, pulida de tanto comer carne y chupar cartílago.
Y merodean, me buscan, se afiebran, sospechan. Suponen, mirando el trozo de piel que descubre este vestido, que lo de abajo está preparado para ellos, listo para la cata. Se olvidan que todo vestido podría, llegado el caso, ser mortaja. Que es sólo un cuestión de tiempo que esto de aquí empiece a oler y a apolillarse, que mis óleos se pongan rancios, que las líneas de mis tatuajes se hinchen y desdibujen en la dermis. Quieren ganarle al tiempo, clavar la bandera antes de que venga la gran inundación, quieren ser los primeros. Ay. Ni siquiera tú fuiste el primero, amor, que me levantó la falda y encontró este drama. Ya han huido otros, asustados.
Llega el otoño y de pronto se dan cuenta de que no han hincado el diente en ninguna pechuga en lo que va del verano. O sí, pero siempre huelen tanto mejor los pollos del gallinero de al lado.
Y yo, que monto águilas y duermo bien por la noche, lo sé. Yo, que como mucho por la mañana para mantener estable la glucosa que me nutre los pliegues de materia gris, lo entiendo. Yo como sólo por la mañana para tener el estomago vacío para ti, amor, que siempre olvidas la llave de la puerta de calle.
Yo siempre llevaré esta camisa con ojales almidonados, y siempre tendrás que forzar para abrocharme. Es una promesa.
No dejaremos entrar a los insectos. Sin embargo una vez te dejé entrar a ti, aunque tuvieras vocación de cascarudo. A pesar de eso, la puerta se abrió para que pasaras y vi que tenías alas después de todo, que me dejarías subir a tus huesos, después de todo.
Hacen apuestas en la calle, amor.
Calculan el tiempo que les llevaría. Usan palabras para definirte a ti, distintas a las que usaría yo. Se preguntan si seré buena. Sospechan que escondo algo. Que hay algo que no encaja. No seré yo quien les diga lo que encaja. No les contaré cómo me doy cuenta de que voy llegando al hueso. No les diremos nunca hasta qué punto nos hemos horadado mutuamente.
No les mostraremos este encaje de coral, esta puntilla petrificada que llevamos por dentro.
No sabrán cuál de los dos ha trabajado más en esta simbiosis, no sabrán quién le debe a quién la vida entera. No sabrán qué te vi, qué viste en mí, cuál de las dos miradas cotizaba más.
No podrán ponerle precio a esto.

leif podhajsky

Image by Leif Podhajsky

 

 

El gozo

Este relato fue publicado en el número 84, enero-marzo 2012, de la revista literaria La Bolsa de Pipas.

 

El gozo, pone ella.

Es como intentar escribir un informe de dos páginas titulado El western.

Tenemos tanto de qué avergonzarnos. ¿O no, mascarita? Te conozco, pájaro aviador. Conozco tus trucos. En realidad creo que ya me lo has dicho todo, con tu manera de mirar culos y de agitar banderines para explicarme lo que pasa.

Me da ganas de beber algo para que dejes de aclararte la garganta. Dame un pedazo de aquello que escondés entre tus molares, rumiante de mi vida. Dudás, vas, venís. Hasta cuándo, vos y este vaivén de bolero.

Las maracas se me acercan espantadas, se me encajan debajo de la mandíbula y me piden por favor que deje de mentirles a todos con títulos así, que haga un esfuerzo por ser más sincera, que no baile yo también este eco atroz.

Hay pequeños milagros extendidos entre vos y yo, los tracé cuidadosamente sobre papel de calcar en clases de control mental y magia blanca. Prendí velas a santas con nombres de telaraña, con tal de que esos milagros llegaran a buen puerto. Con tal de recibir el gozo de tus manos.

Enumerando todo lo que hice, aparece un nuevo perfil en el papel. Es el mío, pero más cansado, menos firme. Un perfil con el óvalo caído, con la molécula de colágeno ya desintegrada, como los buenos estofados después de tres horas de cocción a fuego lento.

Yo ya no me quemaba mientras intentaba unir nuestras vidas. Simplemente le desprendí las branquias a los peces, hurgué dentro de los vientres vacíos de otra gente para ver si ahí se escondía algo que me recordara a vos. Me subí a montañas rusas, esas que me daban tanto miedo, comí bortsch, y el equivalente soviético de los pierogi, para calmar el hambre. Colgué pequeños cuernos napolitanos, rojos y furiosos, en los dinteles de las puertas, para soportar las noches de primavera. Me depilé con caramelo caliente porque lo leí en una revista femenina, y aullé tu nombre mientras los médicos arrancaban las tiras de piel con ese color tan bello, como la sangre coagulada después de las palizas. Pude ver lo que había debajo de mi piel y no estabas vos, las venas no dibujaban tu nombre con firuletes de sangre. Que alguien me lo explique.

Y se supone que esa, la de la piel quemada, la de la carne floja y los cuernos napolitanos soy yo.

Extremadamente perdida en las cerrazones, quién sabe, mi vida, por dónde andaré. El problema es que me sigue pareciendo mal la vida sin vos. Aprendí a tirarme las cartas y las consulto cinco veces al día, con cada comida.

Ahora saco escalera de color.

Quiero saber por dónde caminan tus pies, escribí una mañana en un cuaderno, y esperé. No obtuve respuesta, claro. De todas maneras no hubiera sabido qué hacer con esa información. Esto fue hace muchos años, antes de la invención de los teléfonos con posicionamiento global. Sólo me quedaba encomendarme a los ángeles, y probablemente algún ángel sumamente sincero hubiera venido a decirme que tus pies caminaban hacia la casa de ella. Que alguien me lo explique.

Abro mucho los ojos mientras busco otras escaleras de color, pensando que así activaré alguna función oculta de la memoria, un plus aditivo, algo que me brinde más detalles de lo que tenías puesto, por ejemplo.

El pelo se me cae tratando de recordar si usabas camisas de manga corta, o remeras, nomás.

Creo que añoro demasiado esa tarde de verano en la que me paseaba en zuecos por delante tuyo. Agitaste muchos banderines esa tarde, y por mucho que todavía los vea flamear frente a mis ojos no puedo hacer nada por tapar la verdad. Y la verdad es que esa piñata estaba vacía. Metimos la mano los dos, pensando que saldrían caramelos, pequeñas galletas de la fortuna. Tu fortuna estaba en blanco y a mí no me tocó ni una galletita.

A mí no me tocaste. Bueno, un poco, por encima del pantalón, pero había más cosas que tenían que pasar y no pasaron.

Y me quedé sin galleta, arañando el paquete, metiendo la mano en un lugar de donde saldrían ciempiés, y escarabajos.

Algún día, si el mapa del gozo no está errado, nos encontraremos. El mapa dice que será allí donde a los amantes se les cambian los nombres. Muy bien. Allí será, entonces, y yo estaré esperando. Pero cuando nos encontremos tenés que poner algo de tu parte. Tenés que decir eso que venís rumiando hace tantos años.

Mirame a los ojos, como me mirabas antes el culo, y animate a decirme amiga querida.

Gallina.

Image: Hole in history, by Joao Figueiredo.

Mutación

Este fue mi primer cuento publicado, y apareció en el número 78 de la revista literaria La Bolsa de Pipas, en julio de 2010.

 

 

Un traguito para mojarme los labios, decía Madre en las fiestas, y mis hermanos me miraban aterrorizados. Yo siempre me encargaba de todo.

Tengo un mundo de sensaciones. Voy a visitar a mis hermanos, en tres visitas consecutivas, por orden de aparición. Llevo masas frescas para todos, menos para Rubén, que todavía no puede superar lo de los pañuelitos de crema. Para él, entonces, pequeñas facturas vienesas, muy almibaradas. A veces un par de revistas. Cantarock, Toco y Canto. Un as de la viola, el Rúben.

Después de varios traguitos y labios mojados sobre mojados, Madre se empezaba a acordar de Abuelo, de las polkas y del rebenque. Terminaba escondida abajo de la mesa y todo el mundo pensaba que se escondía de Padre. Es una complicación cuando las madres llaman por igual a sus maridos que a sus padres, ¿no creen? Papá. Asexuamiento sin dolor, en un solo paso. El marido para siempre exiliado. Helpless por tres. Después, cuando yo ya la había sacado de debajo de la mesa (mis hermanos aún mirando aterrorizados), había que volver en el 404 ruidoso y silencioso al mismo tiempo, con el flan o el budín de pan todavía en la garganta, pero ahora con un gusto agrio de tanto mezclarse con las lágrimas de mamá, el aullido lento que parecía venir del asiento mismo, ella acurrucada casi en el suelo del auto, los sollozos bañando el aire. Hasta que todos nos sentíamos como si estuviéramos metidos hasta el cuello en una laguna turbia. Mar Chiquita, el limo pegajoso en los pies. Papá manejaba apretando los dientes. Manejó apretando los dientes hasta el día en que se fue. No estaba ahí para verlo, pero me gusta pensar que se fue con la mandíbula relajada, silbando algo que no fuera una polka.

—Estaba casi ahí, en lo alto de las escaleras, con su grito en la lluvia.
—Rubén.
—¿Te despertó para decirte que era sólo un cambio de planes?
—No traduzcas, Rubén.

Rubén quería una chica canela. Todavía no se recuperó de haber escuchado Harvest, ni Cinammon Girl. Piensa y piensa. Barrunta. Cómo serán los besos de una chica canela. De azúcar quemada, seguro. Examina. Todos esos golpes de guitarra del final, que no tienen nada que ver con la canción, según él.

—No tienen otra razón de ser que inquietarme. Y hacer que me pregunte por qué Neil los habrá puesto ahí.

Neil es Neil Young, hablamos de él como si fuera un hermano más. Y tal vez lo sea. No sabe por qué Neil puso los golpes de guitarra ahí. Lo dice como si Neil hubiera puesto los zapatos sobre la mesa para que él los encontrara cuando entrara en casa. Pero Rubén ya no sale.

No podemos estar todos en la misma habitación. Ya no. Por eso las visitas por separado. Mis hermanos mayores lo superaron bastante bien. Rubén no. Es delicado, como cuando la cinta del cassette se queda enganchada. No se te ocurre hacer demasiada fuerza para evitar que se rompa, y entonces acabás por  dejar la cinta ahí y clausurar el pasacassette. O eso o perder la cinta para siempre. Entonces dejamos la cinta ahí, y ya no tenemos más cassette ni pasacassette. Ahora cantamos nuestras propias canciones. Eso es lo que decidió Rubén. Después de todo, ya no iba a ser lo mismo.

—La chica canela desmejorando por la tarde con probabilidades de crisis.

—Ya fue, Rubén. Cantá otro rato, dale, que me tengo que ir.

Neil grabado de la radio sobre un viejo cassette de los Parchís. El otro truco de la cinta scotch, sobre los agujeritos del cassette, para transformar un cassette grabado en un cassette virgen. Sabiendo todo el tiempo, sin embargo, que las canciones siguen ahí, debajo de las otras canciones. Trocitos de metal flotando en un río de plástico. La batalla de los planetas. Mutación.

 

Le pregunto a mi hermano mayor si se acuerda todavía de las canciones de los Parchís. Claro, no fue hace tanto, me contesta. Le pregunto a Tato, mi hermano del medio. Me las canta. Le pregunto cómo se acuerda de las letras. Se encoge de hombros. No me pasaron muchas cosas en estos años, me contesta, con un pañuelito de crema mordido en la mano. Tato se casó, se compró el coche, la casa y el perro. Hijos no. Tanto no.

A Rubén no se me ocurre preguntarle esas cosas. Tiene mucho tiempo libre.

La única vez que le llevé los pañuelitos de crema Rubén empezó a recordar. Él había ido a la panadería a comprar medio kilo de figazas. Esa noche habría sandwiches de lomo para todos. Rubén vio los pañuelitos de crema pero no le alcanzaba, Madre nunca le daba monedas de más. Volvió a casa enfurruñado y la vio, apoyada junto a la pileta de la cocina, la botella de ácido en alto, el gesto inútil de taparse una nariz que ya casi no estaba allí. La piel goteando como crema.

—La chica canela con lloviznas ligeras tendiendo a piel ampollada por la noche.

A veces Rubén imita, interpreta. Mutación. Tormenta volcánica. Pequeña mutilación nocturna.

—¿Cómo vas a tocar ahora, Rubén?

—No me dolió.

Lo miro. Me acuerdo de cuando era chiquito, tan orgulloso de sus ojos pardos. Se le volvieron color canela con el tiempo, de tanto mirar para atrás. De tanto mirar desde lo alto de la escalera. Son los genes, decía un novio mío. En su fanatismo coleccionan brotes como quien memoriza polkas cada vez más veloces. Más violentas. No es eso, pienso yo, pero nunca se lo dije. Ni a mi ex novio ni a Rubén. A los otros no hace falta decirles nada. Basta llevarles masas frescas. Pero a Rubén hay que decirle cosas. Cada tanto hay que recordarle los pequeños gestos. Hay que prometerle que la chica canela está bien. Hay que contarle historias con chicas canela. Las chicas canela salen descalzas al jardín, se tapan los ojos, enceguecidas por el sol. Después estiran las manos hacia el cielo para sentir el calor.

 

 

 

Imagen: “The disappearing boy”, by Kai Samuels-Davis.