La tarde y el vaquero: una conversación

—Pásame eso de ahí.

—Qué.

—El coso.

—Qué coso.

—El coso de ahí.

Podría haber empezado así, y terminado con un estrangulamiento doméstico a la hora en que la luz de poniente aprieta el hígado y la cabeza parece un granero con demasiado heno y pocas mazorcas.

No es fácil para él pasearse por el sendero estrecho con el lazo colgando y tantas ganas de apretar.

Algo así. Un anochecer de luna nueva, cuando uno ya sabe que habrá más estrellas de las que le han enseñado a soportar, pero todavía hay luz afuera, una luz rosada, como de durazno. En los rincones de la casa se amontona la sombra y una no tiene ganas de levantarse y entonces pide que le traigan el coso de ahí.

¿Sabía ella lo de las ganas y el fiel lazo triunfador? ¿Le habían explicado que hay una hora clave, una hora pico, una hora punta, una rush hour de vértigo en los alféizares? ¿Que hay que quedarse en silencio cuando ya se han callado los pájaros y todavía no han hablado los grillos? ¿Podía ella adivinar que los lazos enmohecidos a veces están esperando una palabra mágica para salir a girar en el aire?

¿Y los látigos, las fustas, los pañuelos grasientos en torno al cuello, las bimbias, esas ramas flexibles con las que los pobladores trenzan vallas contra las cabras como coronas de flores para las chicas?

Y la navajita plegable hundida en el bolsillo también tiene un conjuro. Y la espuela que le raya el suelo envejecido de la casa está atenta.

Incluso las uñas descuidadas podrían, en caso de necesidad, rasgar aquello que hubiera que rasgar para volver al ritmo de la casa, ese en el que las cosas se hacen mágicamente y algo huele bien dentro del horno y alguna otra cosa huele bien por la noche encima del jergón y entonces no hay nada más que hablar

Ni hay que andar pidiendo cosas que no correspondan, porque cae la noche y lo pequeño y muy usado corta y aprieta como las palabras pequeñas e imprecisas que también son armas.

richard_prince1

Image by Richard Prince.

La emperatriz palúdica y la jardinera irresoluta

Viven aquí las dos. Se miran con desdén. No se entienden, y no hacen ningún esfuerzo por darse conversación. Cada una elige sus propios cautiverios.

El primer día, la emperatriz palúdica encontró un escarabajo de oro. Muerto. Lo guardó en una cajita sobre la chimenea, junto a las petacas de metal. Su pasatiempo es bajar al pueblo, o tomarse una cocacola en el café de la rotonda, donde para ser cool hay que llegar en tractor, y hay un gato que duerme entre las dalias, y un aljibe donde flotan los peces dorados, muertos, por haber comido demasiado pan y peras caídas del peral.

Hay demasiadas cosas muertas a su alrededor.

Conduce con pericia un carro color plata y podría hacer las veintidós curvas con los ojos cerrados. Abajo, en el pueblo, el escudo tiene dos leones de piedra con falos erectos, y los restaurantes sirven mantequilla salada con nombre como Mimosa, o Primor.

La emperatriz se despierta pensando en pasteles, los ojos opacos como una ciénaga, y mientras muerde bollo tras bollo relleno de crema se pregunta si no es la elevada tasa de azúcar en sangre lo que atrae a los mosquitos. Eso, o tiene la epidermis más dulce del condado. Pasa largas horas frotándose la piel con talco mentolado y culpa al picor por los libros sin abrir, los libros sin leer, la biblioteca abandonada.

La jardinera irresoluta no se cansa jamás de los cambios de luz. Es levemente agridulce esto de vivir boquiabierta y con la garganta seca por el asombro silencioso.

La emperatriz opina que no se puede pasar una la vida celebrando lo evidente.

La jardinera intuye la reprobación de la otra y calla. Querría expresar gratitud pero no dice nada. Cae la lluvia y ni siquiera eso empaña lo que ve. Este agosto tan anómalo ha hecho crecer las matas de hinojo silvestre, que son enormes pelucas de niebla verde en medio del jardín. Se compró una hoz pero no se atreve a usarla. Le teme a la visión del muñón futuro, pero también desprecia el concepto de domesticar un jardín salvaje. La menta, descontrolada, repta en manada sobre las demás hierbas. Las flores moradas del trébol cabecean, pesadas de semillas y abejorros. Crece la hiedra en la verja.

La hiedra de nombres fantásticos, murmura la emperatriz. Hedera helix, Hedera poetica.

La jardinera calla. Hay también una enredadera de campanillas blancas, y margaritas, y esas flores violeta que los gringos llaman buttercup. No tiene estómago para segarlas.

Hay que tener visión eugénica, brama la emperatriz, y cortar las gramíneas insulsas, las espigas tan feas, pisar fuerte con el cuarto menguante en la mano.

La jardinera aprensiva se muerde una cutícula. Dejará que el jardín abrace, como ella, la teoría del caos. A lo sumo intervendrá plantando romero rastrero, dividiendo aun más el tomillo, que llegó en maceta y que rápidamente fue uno y trino y ahora se arraiga en cinco puntos al mismo tiempo, milagros cuánticos en su franja de tierra. Los pepinos todavía no tienen espaldar y han enrollado todos sus tentáculos en la misma rama endeble. Cuando ve tanta obstinación y exuberancia en un jardín que crece hacia donde mejor le parece se da cuenta de que siempre será una jardinera culposa y blandengue. Se pasea por el caminito de tablones que hizo la primera tarde y deja caer la mandíbula por la admiración a diestro y siniestro, como una emperatriz repartiendo miradas condescendientes entre sus súbditos. Pero ella está enamorada de todos y cada uno de sus súbditos.

La verdadera emperatriz eleva sus ojos al cielo y se va adentro a preparar un curry de vaca.

La otra acaricia una hoja de remolacha. No tiene dinero para herramientas, se repite tercamente, y sin pala, sin rastrillo y sin azada su destino de jardinera no intervencionista está sellado para siempre. 

La emperatriz palúdica relojea desde la ventana de la cocina mientras mezcla yogur y pepino. Mire donde mire crecen nuevos brotes de trébol y el musgo se afianza entre los adoquines. Llueve sin parar desde hace dos días. El jardín parece hincharse y respirar en la bruma.

La emperatriz llama a la mesa con un grito formidable que reverbera en toda la casa. Cada tanto, cuando pasa frente a una ventana (hay muchas ventanas), se ve abducida por el verde y la niebla y se queda en el sitio, mirando, mirando, con la cabeza llena de pájaros y perfume a eucalipto en la nariz. Pierde así muchas horas al día. Vuelve en sí moviendo la cabeza despacito, como si la garúa se la hubiera llevado lejos. Se entretiene pintando con sellos de papa y maldiciendo las imperfecciones del parquet. Barre con la cola de su vestido el camino de miguitas que la conduce hasta el cuarto prohibido, y masculla incoherencias a lo largo del corredor, pero no se atreve a llamar a la puerta y vuelve sobre sus pasos con un montón de besos caducados en la boca.

the empress

Image: The Empress, by FloriographyTarot

Abejas

En enero de 2013 escribí este poema, que rodó muy rápido. Fue estrenado en Palma, durante una magnífica velada de Estación Spoken Word, la noche de los lyrics, y cayó alguna que otra vez en las jams de poesía de Los Diablos Azules que organizaban Carlos Salem y Maria Helena del Pino en Madrid.

Por algún motivo me acostumbré a decirlo, aunque ya no soy aquella ameba cloroformada por el invierno vital. Pero sí sigo siendo de esas que saben aunque digan que no saben. Por suerte cada tanto aparece un poema y nos lo recuerda.

Y llegó la anunciada primavera, y nuestro querido Carlos Plusvalías, al frente de la nave de Beringola TV, me filmó y me dejó explayarme y mover mucho las manos al declamar, que es lo que mejor me sale.

El resultado, aquí:

 

 

Presentación en la Fira del Llibre de Palma

como agitar

 

El próximo viernes 6 de junio estaré declamando en la Fira del Llibre de Palma gracias al colosal trabajo de las wonder women de Ulls Sadolls y Los Oficios Terrestres, que me invitaron a participar de esa telaraña loca y pegajosa que es Texturant Feminismes. Entusiasmada es poco. Agradecidísima, también. Voy a contarles a todos cómo se agita el mar debajo de faldas y polleras, y aprovecharé para presentar mi nuevo zine, Síntoma, una petite plaquette ilustrada. Más info muy pronto. Qué ganas, pardiez. Nos vemos ahí, amigos illencs.

Primavera uno cero uno


Todavía es primavera de este lado del mar. Alguien se sienta a los controles y comienza el deshielo. Un buen momento para salir de la hibernación, bueno como otro cualquiera. 
A veces las momias optan por rascarse el picor debajo de la venda.
Extrañábamos el olor del papel y la tinta, extrañábamos la tijerita y la plasticola, el colocarse con el propio anhídrido carbónico, el aire moviéndose delante de los labios.
Volvemos, despacito, a la silla y a los sutiles engranajes que nos meten en algún casillero de la personalidad múltiple. Volvemos con cosas para contar.
Pronto, más noticias. Por ahora, una imagen de ayer a la tarde, del making of de lo que se viene. Parte de lo que se viene.

macky beringola

Cómo escribir una canción de amor adolescente

 

 

Hace unos meses, en medio del verano, La Chica que Quería Irse sucumbió ante una canción de amor adolescente. Con hermosa puntería, fue demoliendo sus defensas, una a una. No la conocía. Hay tantas cosas que no escuchó aún. Y entonces, de repente, Thirteen.
En Thirteen piden permiso para irte a buscar al cole, y a la pileta. Después de todo tienen trece años.
En Thirteen piden también permiso para querer. Enternece porque hace tiempo que las cosas no se hacen así.
Se embanderan, el rock n’ roll está aquí para quedarse, dicen. Cuéntale a tu padre lo que dijimos sobre Paint it black.
Resplandece el final. Brillan esas preguntas que todavía no sabe si son adolescentes o no.
¿Me dirías en qué estás pensando?
¿Serías un fugitivo por mi amor?

Pedir el gran gesto, la escapada. Fly fly away. Y retirarse sin rechistar si la respuesta es no.
I won’t make you.
Enternece porque ya no se acaban así las canciones.
A La Chica Que Quería Irse le gustó Forrest Gump y lloró mientras Jenny apedreaba la casa de su padre y caía como la Christina de Wyeth.
Se reconoció en su plegaria.
Good Lord, make me a bird so I can fly fly away.
¿Qué diferencia hay entre una plegaria y una canción?
Las mejores canciones, dicen sus amigos, necesitan un solo estribillo que no se repita nunca.
Las mejores canciones, dicen sus amigos, empiezan con un estribillo que se repite muchas veces.
Sí, y sí.
¿Y una canción que empieza y no se sabe cómo termina? ¿Y un recurso que fuera como el fade-out pero que no fundiera a negro? ¿Un efecto que no te llevara de la manito hacia el silencio? Un shine-on. Un flash-out. Un reverb-it-all, second star to the right, and straight on till morning.

Canción para mi menopausia, II

 

 

(segunda parte)

cuando vengas
tendré que archivar para siempre mi reclamo
a aquel
que me llama en semanas
alternas
por haberse perdido mi ovulación
y su alarde primaveral
su manía
de ponerme las tetas
como faros traicioneros
que encandilan a navegantes
tetas leudantes que buscan manos panaderas
que me enmantequen
y me enharinen

 

beth hoeckl

Collage por Beth Hoeckel.

 

Vulcanología 101

 

 

Quiero decirlo, sacarme los tacones y decirlo.
Ojalá pudieran ver este montón de peces que quedó en la orilla después de la marea. Cada uno de los peces se ha tragado un dolor como un anzuelo. Cada pez, sin ser pescado, se quedó en la orilla para que yo me haga un vestido plateado, después de haber estado caminando sobre estos pies doloridos, como la cola partida de una ex-sirena cualquiera.
Animalitos unicelulares, duele siempre salir de la charca.
Los primeros pasos desgarran las plantas de los pies nuevos de las sirenas. Los primeros zapatos del verano aprietan los pies con ternura de grillete.
Huele a verano ahora, de repente. Siempre tendré el hemisferio cambiado.
Me gustaría decirlo, tragarme un litro de gasoil y un fósforo, vomitar fuego y encender las cortinas de todas las casas. Que mi debilidad, great ball of fire, enhebre una constelación de ventanas llameantes que pueda ser vista desde el espacio exterior.
Que alguien en un asteroide ahí afuera diga
-Son fuegos que encienden otros cazadores, por la noche.
Que otro, a su lado, le conteste
-Son fuegos que se les escapan a los dragones cuando han permanecido en silencio mucho tiempo.
Quiero decirlo, quitarme los pantalones negros y decirlo.
Prender fuego a la casa. Soy mi propio muro. Soy mi propia viga.
Me gustaría decirlo, quitarme la lencería de liquidación y decirlo.
Después de la marea y el show de tragafuegos lanzallamas, me gustaría que mi fuerza, great ball of fire, fundiera el espejo y mi imagen en él, como hacen los volcanes, que funden la roca para hacer música y nubes de azufre.
Animalitos pintados al óleo, duele siempre desdibujarse.
Los días de luz cegadora te diluyen los rasgos con eficacia de trementina. Nadie sabe bien si es mejor trazar los nuevos gestos con lápiz o tinta. Y no hay que perder de vista que hay gestos por trazar.
Está todo por hacer. Me gustaría decirlo. ¿Lo estoy diciendo, acaso?
Pero me voy a morder la lengua (podría necesitar ayuda). Me voy a agarrar los dedos con la puerta antes de escribir una palabra de más.
Animalitos manuscritos, es siempre una fiesta decirse.
Me gustaría decirlo. En cambio doblaré la ropa limpia, y ordenaré los libros, y tostaré pan y subiré escaleras.
Y esperaré. Como el vientre de la tierra, como los cráteres de los volcanes y su baile de fuego y rocas.
Porque conozco la manera correcta de temblar.

volcano

Apnea y ajá

 

 

Mirá mi mano, dice. A la cuenta de tres la respiración se detendrá. O mejor, se ralentizará hacia un estado en el que pareciera que no hacen falta los pulmones. Algo respira ahí afuera y una se queda quieta hasta en lo que concierne a la actividad pulmonar, porque ¿para qué interrumpir la transmisión con nimiedades como seguir viviendo?
Esa es la sensación. Podría morir ahora, y estaría perfectamente bien.
Me pasó dos veces esta semana.
Hace un rato, con Safe European Home en los auriculares, maleta en mano, en una estación gris con gente gris. Me giro y veo uno de esos cielos que se le escapan a la ciudad en la que vivo. Un happening translúcido, una cúpula rosa y gaseosa sobre otra cúpula de cristal. Y a mis pies las vías del tren, vías que comienzan y siguen y no se detienen hasta llegar una casa donde me están esperando con abrazos.
Y entonces me olvido de cómo respirar, o tal vez es que el mundo últimamente me hace tanto la gamba que se mete en mi tráquea sin que me dé cuenta, y me hace de pulmotor para que yo pueda gastar la moneda de este momento en licuarme con el bajo de Simonon y sentir el peso de la valija en la mano y frotar la córnea contra el cielo y las vías y una neurona contra la otra para hacer fuego en una sinapsis pequeñita que se traduce (como una voz que habla dentro del pecho) en “podría morir ahora y estaría perfectamente bien.”
Y la vez anterior: un coche a mucha velocidad, una serie de curvas, la fuerza centrífuga, sol, ese sol que te pone la piel un poco tonta, y cerrar los ojos y abandonarse al balanceo de las curvas y música como humo acariciándote los brazos y otra curva y chocar.
Pero chocar contra algo tan cálido que se apaga la cabeza y te tragás al mundo como si fuera la espina de pescado definitiva.
Mirá mi mano, dice. A la cuenta de tres flasheamos en tándem.
A cambio ofrecés todo el aire que te queda para que lo use alguien que realmente lo necesite, para que lo respire alguien a quien aún no le toque la apnea del darse cuenta de que todo está como tiene que estar y está perfectamente bien así.

 

 

oldrich-kulhanek 20

 

Dibujo por Oldřich Kulhánek.