D.

 

 

volveme laurel
para que no duelan las flechas de plomo             del desprecio
que me niego a sentir
volveme árbol perfumado
que brote de las muñecas algo más que sangre triste
jarabe pulsátil de temblores
volveme rama verde
mirame mientras canto
la canción de los árboles mareados
transplantados de pronto a un jardín nuevo
las raíces cortadas
por la gracia de un dios menor          ciego de sexo
muertito de miedo
volveme laurel
pedile
a la tierra
que me duerma
los pies
que se estén quietos
que descansen por fin en la negrura
que se crean que ahora sí
que ya han llegado
volveme laurel              y que esta historia sirva
al menos
para que venga una nena          a arrancarme
un mediodía cualquiera
dos hojas fragantes para el tuco.

 

pimage_783_0_0

Uretra Franklin

 

 

 

 

este pis aparece cuando vos
torpe siervo de la estructura
me desplumás así
dejando que me mire en el espejo
sin haber untado previamente
la lente con amorosa vaselina
de la de difuminar los poros
descuidame así
desapareceme toda
y yo volveré
en orina salvaje y recurrente
en pis territorial
como una perra agachada en la baldosa
en la cama y en la silla
murmurando
acá         y así
y acá también
y acá también
todo esto mío
es que acaso no lo ves
todo esto mío
y mi pis para marcarlo
este pis repetitivo como un río
que no se detiene nunca
esto y esto
todo mío
acá también
no ves que este es mi metro cuadrado
y deberías honrarlo
y dejar de hablar de otras
no ves que estas son las tres horas y media
que me corresponden por decreto y por cistitis
y no hay tiempo para palabras que no me ensalcen
y para silencios que no me besen íntegra
qué poco respeto has mostrado por ésta
coma
mi pista de baile
entonces pis        y pis
acá
y acá también
todo esto mío
mojado
y mío

 

Maldonéitor

 

 

Mañana los amigos se juntan a brindar por el Indio Maldonado. El Indio se fue hace tres días, antes de tiempo (siempre es antes de tiempo), absurdamente (es siempre absurdo). El Indio, uno de los tipos más generosos que conozco, amigo de sus amigos hasta la exageración. Uno de esos maestros lindos que de repente la vida nos pone en el camino. De los que enseñan con risas, y también con silencios.

Cómo se hubiera reído de verme en mi foto de perfil, bicho urbano posando, agarradita a mi calavera de vaca, él, que carneó una vaca en la cocina. Porque el Indio se quedo aislado por una inundación en el campo, y después de haber hecho realidad aquello de gastar pólvora en chimango, vadeando el barro y buscando los nidos de chimango escopeta en mano (para morfárselos), optó por sobrevivir y mató y carneó una vaca en la cocina.

Yo desde acá confío en encontrar alguien que haga justicia y me recree y filme esa escena para mostrarle a los amigos. Sobre todo para ayudar a captar visual y neuronalmente la dimensión y alcance de vaca-en-cocina.

Porque el Indio es así y te hace unos asados kilométricos usando un somier como parrilla. O un alambrado.

Porque el Indio cada vez que ve a Rudie, mi gato gordo, grita “qué lindo que está el gato…para hacerlo al horno con papas”.

Porque el Indio es así, carnívoro a full. Y pese a eso cavó zanjas en la huerta con nosotros, y durante una tarde inolvidable me enseñó su manera de laburar, midiendo y cortando y clasificando al milímetro las cañas para las tomateras. Y juntos hicimos una estructura que, si no hubiera sido por la rotación de los cultivos, habría durado en pie más que la Gran Muralla China. ¿Y vos te creés que a él le importa un pito la huerta, lo orgánico, el fruto de la tierra? Un solo día lo vi tomar verdura, de nuestra verdura, una sopita de calabacín, porque estaba resacoso. y para darnos el gusto. Para vernos contentos. Porque éramos sus amigos y él siempre estaba ahí.

Y el Indio te dispone las cañas como si fueran la Gran Muralla China, porque el Indio es más McGyver que McGyver, y te desarma el coche y te arregla el embrague, el contador del riego, la persiana, el motocultor. A la argentina (con alambre) o a la gallega (de un mazazo). Maldonéitor resuelve, Maldonéitor arregla.

¿Quién nos va a arreglar esto, Maldonado?

El Indio por arreglar te arregla la casa. Nos reformó la casa, el Indio, nuestra casa. Me bancó dibujándole la cocina de mis sueños en una servilleta, e hizo regatas, picó y revocó y cortó baldosas con una radial traicionera para que yo pudiera cocinar curries de vaca y jugar a la ama de casa suburbana durante muchos años. Y durmió en nuestro sofá un mes “para no barriletear”, en medio de la obra, mientras masticábamos pizza tras pizza y polvo y los chicos meaban en un bidón de cinco litros de agua mineral.

Y una mesa me hizo. Una mesa hermosa, después de que le rompiera las pelotas para que aceptara un cacharro herrumbroso que yo había rescatado de la basura como animal de compañía. Protestó y puteó, pero me hizo mi mesa, divina, un óvalo que no es un óvalo, una cosa de patas cónicas y forma de tabla de surf que no es tabla de surf porque es como la soñé yo y como la pensó el Indio: rústica.

Y cuando no teníamos casi nada, más que un colchón en el suelo y los unos a los otros, el Indio era siempre la alegría del hogar, de la fiesta y de la huerta.

Vivíamos todos en lo que hoy se llama pomposamente un piso patera, catorce éramos, contando al Indio, que dormía en el pasillo. Y cocinábamos y plantábamos hierbabuena y hierbamala en el balcón, y luchábamos, los catorce, por la reposera del balcón y por el sofá y el control remoto para ver la primera edición española de Gran Hermano, sin darnos cuenta de que estábamos mirándonos a nosotros mismos en la pantalla. Y cuando llegó el otoño y no teníamos calefacción inauguramos la chimenea del piso, y salimos a buscar leña por las calles de Palma. En pocos días la cosa se puso cruda y se acabó la leña, que en realidad eran pallets que habíamos encontrado por ahí. Y nunca me voy a olvidar del momento en que Maldonado, vaso de cerveza en mano, nos miró con esa mirada suya. Hacía tanto frío que decidió tirar las paletas (las paletas de madera con las que habíamos jugado en la playa durante cinco meses) a la chimenea. Pero duraron muy poco. Entonces fue cuando tiró también la reposera del balcón. La rompió a pisotones, como se pisa la madera para hacer el fuego del asado, y la tiró a la chimenea. Y con eso se terminó oficialmente nuestro primer verano en Mallorca, y la edad de la inocencia.

¿A cuántos conciertos viniste, Maldonado, con tu mochila a cuestas, esa mochila que pesa como si llevaras dentro uranio enriquecido? ¿Quién nos va a cantar el Blues del Serrucho ahora?

Y el Indio tiene sólo un ojo operativo, pero los mejores reflejos del universo (reconocido oficialmente, con porcentajes apabullantes, por el ordenador del señor que te da el carnet de conducir). Y el Indio te maneja coche, moto, motoneta, furgo, tractor, catamarán. Y todo sin beber una gota de agua. Porque oxida.

Habría que rebautizar la canción de Dr Feelgood en honor al Indio. Mate and alcohol. Porque él leche tampoco toma. Trabajó en un tambo y dice que vio cada barbaridad que la leche le da náuseas. El día que cobré mi primer sueldo de encuestadora hice un pastel de papas para festejar con Los Catorce, y me tuve que aguantar el sermón de la montaña porque le había puesto manteca al puré. un sermón de él, que carneó una vaca en la cocina. Pero al Indio le aguanto eso y más. Y al Indio es al único que le banco que me bardee por brindar con agua, porque si Luca le jugó a Pappo una carrera tomando ginebra de acá a Rosario, el Indio le gana a toda mi parentela polaca una carrera tomando vodka de Algaida a Costitx y de Costitx a Varsovia, como quedó demostrado en varias ocasiones.

Y me dejaste un mensaje en el contestador avisándome que te casabas, y lo escuché tarde. Y después ya era larga distancia y días raros y no te llamé, boludo. No te llamé. Porque pensé lo que pensamos siempre, que hay tiempo. De arreglar las cosas, de abrazarnos y decirnos que nos queremos, decirnos lo mucho que nos importa que el otro esté, haya estado en nuestra vida. Que vos hayas estado siempre ahí, siempre listo para el mate y la charla y el cariño en silencio. Pero el tiempo, y también el silencio, pasan, arrasan y ya fue.

Y en estos días cruzás el mar y volvés al campo en una cajita y no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza. Mañana se juntan los amigos a brindar por vos. En algún lugar estarás siempre, gritando “¡Minuto!” con nosotros. Yo brindo desde acá, y mañana no me bardeás porque mañana cae un etil, seguro.

Cómo te voy a extrañar, Maldonado. Buen viaje, hermano.

 

Palo de amar

si me rompo es para que él me junte

porque nadie como él para escarbarme y levantar mis pedazos

(como se levanta a un muerto de la tierra)

me escondió en un pozo

(hueso viejo)

y cada tanto se asoma para comprobar si falta un fémur

un ganchoso        un escafoides

(mastín de niebla)

primero me lame    después me rompe

me tritura

me reduce a pigmento

me mezcla con yema de huevo y hiel de buey

para hacer un gouache a la antigua

se pinta el morro

conmigo

diluida en albúminas y proteínas

por un rato soy su color preferido

y jura que me caí de sus visiones de cadmio

(y los relámpagos caducos)

de su brisa de pinos

(resplandece el sur)

pero a gran velocidad

para que no me seque

me hace color en pasta

me unta en el mango de su pincel

y con él posee a alguna más joven

o dibuja a alguna más sabia

o le devuelve el centro a alguna más centrada

(andá a saber cómo le gustan a él en realidad)

me usa de estramonio en la escoba de sus brujas

él

siempre tan tieso y tan dispuesto

me mete dentro del coño de otra

entonces esto era

(la luz en las paredes de la caverna)

y entonces yo soy esto

(esta cosa que riela, a veces sombra)

y el verdadero fuego siempre estuvo en su mano

la mano en la que porta la luz

la mano que empuña su palo de amar

su puño dentro de mi estómago

ahí estoy yo

guardada dentro de su mano dentro de mi estómago

un resto de pintura en su cutícula

debajo de la uña de su pulgar

debajo de su anillo

adornando el prepucio fácil

que supe tratar con entusiasmo

antes de romperme y volverme

aguada

lechada

caldo coloreado de sus jugos y los de otra

Con mi balsa

las flores amarillas que me golpeaban las piernas
mientras iba en bicicleta por Lago Puelo
son mi casa.
la cutícula seca y levantada
de mi dedo corazón
también es mi casa.
la yema de ese dedo
me riega y me garúa
y me lleva sana a casa
cada vez.
algunas mañanas me despierto
miro a mi alrededor
y no reconozco el espacio
ni mis cosas.
algunas mañanas soy náufrago
bicho escamado
afónico de sol
hipermétrope de ver sólo agua y sólo cielo.
tantos años viviendo junto al mar
me deben haber hecho mucho daño.
hay algo en mí que se castiga
por semejante privilegio
regalándome algunas mañanas
un pavor de balsa
hondura trémula bajo el parquet
el viejo miedo a la oscuridad
al que ya vencí en pasillos y en esquinas
pero que vuelve, salado, al paladar
que vuelve, vértigo, al talón
que vuelve a esto telgopor y deriva.

Instagram Summe Glistening Water

Retazos de algo

 

 

Lo que se pretende es que yo tenga más control sobre mi vida, como si estuviésemos hablando de la vida de una persona normal. Una de esas personas que se pasean sin anguilas anidando en su interior. Pero esta superabundancia, esta cornucopia de droga en realidad lo que hace es dejarme a un paso del error de cálculo, de la sobredosis, del gran vaffanculo al mundo. Mientras firma el pagaré por cinco meses de pastillas veo la duda en el entrecejo del médico, la sospecha de que esos meses puedan contraerse en un espasmo. Es tan fácil como un vaso de agua y un bulto en la garganta, la violación de tragar demasiado, demasiado de golpe. Yo me río ante el entrecejo del médico.
-No quiero volver a oír hablar de control. Estamos de acuerdo en que es deseable una planicie, algo de estabilidad y normalidad para que yo pueda tomarme estas vacaciones y usted me pone una visita de control de acá a un mes.
El médico suelta el entrecejo y se encoge de hombros. Siempre tiene que estar frunciendo algo, como si tuviera un pespunte con un hilo del que alguien tirara constantemente.
-Qué espera, acaso. Usted es…
Me levanto de la silla con estrépito (un poco torpeza, un poco sobreactuación) antes de que termine la frase. No sirve de nada: escucho. A pesar de mi ruido escucho su dictamen, la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie, todavía vivo.
-Ya sé lo que soy – rujo.
¿Por qué no pueden venir las voces en momentos como este, a tapar lo que no quiero oír? Pero no. Las voces vienen cuando quieren.
Salgo hecho un loco, rojo, sulfuroso, al pasillo, la receta y el tembleque en la mano, agitando con mi paso inseguro a las enfermeras almidonadas que huelen a colonia, y a sudor debajo de la colonia.
Se ve que grito, se ve que estoy gritando.
-Las voces vienen cuando quieren.
Ese es mi grito. ¿Mi grito de guerra? Mi grito cotidiano. No tengo otro. Si tuviera otro, lo usaría.

He tenido, podríamos decir, un viaje plácido. Vine aquí a descansar de las voces y a escuchar la radio. Estoy dopado y veo la vida a través de una sopa espesa. Esta mañana me senté en el catre y me quedé entumecido de calor hasta que se me mojaron las manos. No era sudor, eran lágrimas gordas que me mojaban los carpos contra los pómulos. La sopa, esta sopa de la medicación en la que floto, no me informa de mis estados de ánimo hasta que es demasiado tarde y ya estoy roto, llorando como le lloraría a mi abuela. Creo que durante este rato me abracé a sus rodillas, mi nariz contra su media de nailon, el dobladillo del vestido floreado, y le pedí que no me haga levantar más clavos torcidos de la calle. Mi abuela se ríe de mí y sus encías se agigantan. Abro los ojos, aterrorizado. Mi abuela nunca me haría esto. A lo sumo me daría una cachetada para que reaccionara, pero jamás se reiría de mí y los clavos.
Afuera grita un pájaro, eco perfecto de la risa de esta abuela que no es la mía, de esta antimateria de mi abuela.
-No llores más – gritan el pájaro y mi abuela.
-Las voces vienen cuando quieren – les contesto, gimiendo con voz fundida de baba y lágrimas, porque soy un moco.
Extraño a las voces. Por lo menos eran algo conocido. Este laberinto de sopa y sopor es muy complicado de atravesar. Me levanto.
Me lavo los dientes con una mano que no es mía. Los músculos de mi cara tienen dificultad en mantener el dentífrico dentro de las mejillas, y derramo una espuma lenta sobre el mentón, el pecho. Me limpio con la mano del cepillo y hay más espuma mentolada donde no debería haberla. El agua sabe oscuramente a óxido y no moja como debe. Afuera grita un pájaro.
Me enjuago con el agua que no moja, me seco la cara con una toalla que huele a humedad. Alguien me mira desde las marcas de sudario de la toalla, pero me rindo y dejo de adivinar si es o no mi abuela.
Estoy frente a la puerta y no puedo salir.
Pasan unos minutos.
Afuera gritan. Si por lo menos fueran las voces. Si me cantaran.
Los gritos duelen como golpes. Golpean a la puerta. ¿Será que estoy frente a la puerta porque alguien la golpea?
Mi mano no entiende el picaporte.
Alguien abre. Hay vuelos. Ruido. Manos. Dona Elíade. Otro estampado de flores. Olor a café y pan. Se desayuna en esta casa. Estar así atontado no es de hombre. Peldaños. Una mancha de humedad. Un hombre bravo y alto como usted. Jarros de metal. Quema. El pan bueno y una mano en mi brazo. Una mano en la mano que hace un rato, ahora mismo, no entendía el picaporte.

Estoy sentado en el porche y Dona Elíade habla de mi radio, que suena toda la noche, y al final las chicas del forró hacen menos ruido, y hay una que es su nieta, parece. Una que pasa cada mañana por el porche con pollo asado o más a menudo feijão y tetitas debajo de una camiseta de un color mostaza diarreica, pero su culo redondo no podría emitir nunca caca de ese color, porque es una hermosura de ver, y se ve que Dona Elíade tuvo que pegarme en la mano porque me hurgaba la bragueta, en la calle, en el porche, a la vista de todos.
Meses más tarde, sentado en el porche junto a Bill tendré esa sensación, el tiempo comienza otra vez en la bragueta, aquello que crece sin voluntad, el culo redondo de una nena que pasa y que me arremolina el aire en el abdomen y levanta el telón de la vida sin tiempo y sin palabras.
Hay una manera de mirar el mundo que sólo ocurre cuando uno está sentado en el porche delante de una casa que dicen que es suya, aunque uno no se lo acabe de creer porque la vida es demasiado disparatada como para que algo sea verdaderamente de uno.
¿Qué tengo yo que sea mío? Esta sopa, estas manos de hombre blandengue. Esta bragueta retráctil que se anima cuando pasa la nieta del forró o una nena demasiado vívida. Unas voces que me han abandonado, y cantaban.
Cantaban.
-Está pensativo esta mañana, el señor.
Esta mañana oigo, oigo todas las cosas. Y me doy cuenta de que echo de menos no las voces, sino el canto. Las voces me cantaban.
-¿Y en el canto está el nombre? – pregunta el pájaro que grita. Y mi abuela, los clavos de punta, los muchos pájaros del bosque se alinean frente a mí, atentos a mi respuesta.
-¿En el canto está el nombre? – pregunta también la nieta del culo hermoso, y me pierdo un momento pensando en mi dedo ensalivado entrándole, y mi bragueta vive y respira.
-¿En el canto está el nombre? – me pregunta un viejo de camisa marrón, que también se sienta, como en una tribuna, frente a mí y me mira con ojos atentos que reflejan la vida a demasiada velocidad. Me marean los ojos del viejo y no puedo contestar.
-¿En el canto está el nombre? – me preguntan un Bill que todavía no conozco, y un Timmy que nunca me llegarán a presentar, y la voz en estéreo surround de alguien hondo y gordo como Dios.
Tiene que estar. Tiene que estar ahí el nombre.
-En el canto está el nombre, sí – le digo finalmente a la tribuna de gente rara que me mira. Los pájaros salen volando a gritos y delante está Dona Elíade, su mano en mi mano sobre mi falda, mi regazo inofensivo que ya no es bragueta, y su sonrisa de tres o cuatro dientes amarillos.
-Hay muchas canciones lindas en esa radio suya. Siga escuchando, señor, no nos molesta.
Hay un tejido social que escapa a mi sopa. Se ve que cabía la posibilidad de que mi radio nocturna molestara, y no lo había pensado hasta ese momento. Y la otra posibilidad es que haya una canción, una canción completa y real dentro del canto. Como las canciones de la radio. Digo que sí con la cabeza pero estoy distraído por esta novedad. El corazón me golpea en la garganta. La sensación de la mano de Dona Elíade todavía se queda pegada un rato más. Veo el carro de Mê, las gallinas, una camiseta color diarrea colgada de la cuerda, cuatro bombachas limpias de un blanco casi gris, que seguro que pertenecen al culo redondo de mis sueños de porche, y tengo una erección violenta, y palabras para entenderla, porque la sopa se ha despejado y los colores me golpean la córnea, como si hubieran arrancado una cortina de gasa sucia que no me dejaba ver las cosas. Algo empieza a latir detrás de mi oreja, y es esa luz y un silbido, un arrebujarse de bichos brillantes como el cuero mojado, algo asqueroso que se despierta dentro de mi cráneo y el buen Dios, gordo y hondo, me da fuerzas para volar escaleras arriba y manipular una caja de cartón y tragarme en seco una pastilla salvadora, una pastilla mesías, una pastilla que me devuelva triunfal a mi sopa.

 

patti_drawing_3

Dibujo por Patti Jordan

 

 

Lo que sabemos las chicas

 

 

Lo confieso: yo leí a Poldy Bird. La leí cuando era una nena, ahora me parece una señora almibarada insoportable. Pero está todo bien, yo a veces también soy una señora almibarada insoportable. A la distancia, recuerdo que me fascinaba un cuento en el que hablaba sobre la casa de su abuela. Sé que mi preferencia por ese cuento venía de haber vivido media vida en casa de mi abuela, y esas descripciones del jardín y la reja y las plantas podía perfectamente comprarlas como propias. Bird hablaba de las primeras rosas, que ya mareaban en octubre, y de los jazmines del verano (aunque para mí el verano empieza con el primer mordisco a un durazno).
En algún momento de ese cuento, Bird le agradece a su abuela todo lo que le enseñó, lo que la hizo ser la mujer que es. Y enumera: usar pañuelo, saludar, decir gracias, freír un huevo, coser un botón.
Las chicas tenemos que saber muchas cosas para convertirnos en mujeres. Una de las primeras canciones que aprendemos, las manitos agarradas bien fuerte para no caernos cuando la ronda toma velocidad crucero, habla de saber coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar. Las chicas tenemos que saber usar nuestras puertas para salir a jugar y, eventualmente, casarnos con el príncipe. O con la viudita del barrio del rey. (Para mí el “Arroz con leche” siempre tuvo una connotación lésbica; ese cambio de POV en medio de la canción es desconcertante cuando tenés edad de jugar a rondas con las nenas. Primero se quiere casar con la señorita de San Nicolás y después resulta que era una viudita que no sabe con quién. Piensenlón.)
Las chicas tenemos que saber muchas cosas y por eso un día abrimos la revista Anteojito, nos abduce la columna de Blanca Cotta, aprendemos que a las frutillas hay que lavarlas antes de cortarles el cabito (porque sino se llenan de agua y pierden sabor) y a partir de ese momento todo se va al mismísimo carajo.
A partir de ahí los descubrimientos, los saberes, se atropellan. La esencia de vainilla nacional es siempre artificial, e intentar bebérsela del pico, cual botellita-Bébeme de Alicia en la madriguera, es la experiencia de amargor más intensa de la infancia. No hay que abrir la puerta del horno en la primera media hora de cocción, o la torta no levantará. Las salchichas se revientan después de mucho rato en la olla. El merthiolate primero pica, pero después cura. Las babosas se matan con sal. Si hay alguaciles va a llover. Se puede planchar un pañuelo extendiéndolo, bien mojado, sobre los azulejos de detrás de la pileta del lavadero, y dejándolo secar ahí mismo; después se despega lentamente, se dobla y ya está.
Más tarde aprendemos a cuánto abrir la boca durante los primeros besos de lengua, a cómo permanecer indiferente frente a un piropo o un silbido en la calle, a cómo respirar hondo para no llorar. Incluso sabemos cuánto deben durar los abrazos con los amigos: los gringos usan el método de murmurar mentalmente “Mississippi” para monitorear la duración políticamente correcta de un abrazo no sexual.
Hay un cuento hermoso de Isidoro Blaisten, Príncipe de los Vikingos, al que le tengo mucho cariño por varias razones. Primero porque es el recuento de los saberes que apabullan a un nene, y la versión masculina del crecer y transformarse en semihumano siempre me interesa y me enternece. Después porque los protagonistas trabajan en Vialidad, trazando la ruta a Pigüé. Y me imagino entonces a toda mi gente querida de Bahía, Pigüé y Saavedra, y que los almacenes antiguos que nombra tal vez sean los que visitaban sus madres y abuelas, y es otro caso de ficciones que tocan aristas de realidad.
En el cuento de Blaisten, el nene, probablemente huérfano, aunque esto no se menciona de manera explícita, vive con su hermana y el marido de ésta. El marido/cuñado es agrimensor, y pasa temporadas en la “campaña”, trabajando y mandando telegramas (siempre el mismo: “Arribé satisfactoriamente”, que ella colecciona en una lata de galletitas Bagley). Ella es ama de casa, chiquitita y perfeccionista, con la neurosis-bomba-de-tiempo de las mujeres que pasan demasiado tiempo solas en casa. El cuñado es un pedante, con un trastorno obsesivo-compulsivo refulgente como el cielo estrellado de la pampa. Hace listas de la compra con vectores, estructura, esquematiza, traza diagramas, baja línea acerca de cómo se hacen las cosas. El nene mira y aprende, un nene lindo que juega a ser vikingo en un baldío y hace juramentos sagrados con plumas de faisán o perdiz.
El gran acontecimiento en la vida de esta familia es que un día viene a cenar el Ingeniero, director del proyecto de Vialidad, junto a otros agrimensores y contratistas. Al Ingeniero lo precede su fama: es una persona brillante, un sabio, que traducido al idioma de esta buena gente no es ni más ni menos que ser un depositario de saberes, un compendio de nociones prácticas. Están todos emocionadísimos y pasan semanas trazando listas de la compra con vectores y haciendo acopio de víveres perecederos y no perecederos.
El Ingeniero llega, en medio de la ansiedad y el clamor general, se lo homenajea con vermut y morrones fritos, se brinda y se bebe. Y, efectivamente, el Ingeniero es un sabio. El nene mira todo, alelado, como en cuclillas ante el Buda. El Ingeniero sabe cómo hacer para que no salgan bichos en el empapelado, cómo se limpia la porcelana, cómo vaciar una lata de kerosén sin derramar una gota. Los comensales beben de sus palabras. El Ingeniero se embala, se encurda con las botellas de vino que trajo como obsequio a la anfitriona y empieza a soltar sus saberes uno tras otro, sin mediar inhalación de oxígeno: cómo limpiar el pegamento con vinagre, cómo destripar una gallina, cómo desempastar una bujía, cómo usar el ácido muriático con fines domésticos. Finalmente entra en un paroxismo de instrucciones, consejos, espumarajos, pero no alcanza la iluminación, no: se desploma sobre la alfombra, se ríe solo, llora, hay que subirlo a la cama, vomita la colcha. Ingenieri failure.
Es un gran cuento.
Y que las chicas sabemos muchas cosas hoy también me parece un cuento.
Amanece, y me pregunto dónde están mis saberes, mis nociones. Como esa nena de ojos azules que de repente se da cuenta de que no sirve para nada saber leer, y saber que a la gente de ojos azules a veces se la descuartiza y a veces se descubre al malhechor a través de los latidos de un corazón escondido debajo de las tablas del suelo.
Amanece, y me gustaría que mis latidos me contaran algo que no sepa, algo nuevo. Que esta taquicardia sirviera para algo.
Pero todavía no sé qué se hace bajo la ducha con un cuerpo que hasta ayer era artefacto de placer, y hoy duele en cada articulación. No sé qué diferencia hay entre ponerse un perfume u otro, ni si sirven de algo las muñecas o las ingles fragantes. No sé qué valor tiene saber que los párpados hinchados de llorar se desinflaman con té de manzanilla helado, ni que el aliento a cóndor mejora masticando tallitos de perejil.
Hoy me doy cuenta de que no sé cuántas calorías hacen falta para mantener un esqueleto en movimiento, ni por qué hay que cortarse bien las uñas. Que ni mi abuela ni la abuela de Poldy Bird me enseñaron cómo se pasa de enmielada a almibarada, ni de insoportable a funcional. Hoy me doy cuenta que no sabía hasta qué punto la piel grita, hasta qué punto aúlla el pecho, y los ingenieros de este mundo al final se encurdan y se babean y nadie te dice qué hacer.
Hoy no sé cómo se da el próximo paso, ni conozco la manera elegante de sentarse a esperar, de darle cuerda al reloj. Hoy no sé dónde conseguir una máquina del tiempo, y no estoy segura, no sé si debería adelantar o atrasar. Hoy no sé dónde está el botón de rewind ni el de fastforward. Hoy no sé qué música poner, porque todas las playlists me quedaron súbitamente viejas. Hoy no me acuerdo de cómo cantar.
Hoy amanece y no sé.

 

anarchy-70_7_905

Imagen: Anarchy covers by Rufus Segar.

 

 

Azúcar

 

 

Rellenar con azúcar de un frasco un azucarero. Cucharada a cucharada soy la dueña del azúcar. Blanca, aunque dice blanco en el paquete. Cucharada tras cucharada me tiembla la mano y derramo y cae y caigo. Parecen estrellas los puntos de azúcar sobre la madera oscura. Igual de incontables. Claro que podría ser Rainman, y descifrar de un golpe de vista la ecuación del azúcar, el secreto del universo, la cantidad de instantes dulces que hacen la vida potable. Cucharada tras cucharada me tiembla el contenedor y me derramo. Es plateada la cuchara y después se tira a la basura porque es de plástico. Metal de mentira. Cucharada a cucharada de mentira me tiembla el pulso y me derramo. Tengo anillos de plata ante los que nadie responde. Metal de verdad en dedos que, cucharada a cucharada, tiemblan y me vierten dentro de mí misma. ¿Cuántas horas me quedan de estas? ¿Cuántas horas buenas, cuántas edulcoradas por las cucharadas de verdad que cada tanto me digo al oído? Algunos temblores más tarde el azucarero está lleno de estrellas. Llamen a Dave Bowman. Díganle que sí, que acá también.

The-Sugar-Lab-l

Imagen: Escultura de azúcar por The Sugar Lab.