Si le preguntan, ella dirá que nunca se vistió de blanco en Año Nuevo para ver cómo las bahianas trepaban olas con vestidos hinchados como medusas para devolver sus conjuros al mar. Aunque en Leblon sintió por primera vez el pulso de algo más grande que ella misma y tuvo miedo.
Tampoco quemó nunca afrentas antiguas la noche de San Juan. Aunque sí ha quemado cosas. Tartas y budines, en su mayoría. La parte de abajo. Si al centro no le falta cocción, siempre se le quema la parte de abajo.
Estos días las palabras que oye huelen a humo y las cosas le dejan en la boca un sabor a kerosén.
Hay una larga lista de películas que debería haber visto; dice que a ella la ficción no le interesa. Hasta que un día le presentan a un hombre que habla todo el tiempo con citas de películas y la avergüenza en público, dando por hecho que ella conoce los diálogos de las películas que están en su lista. En su lista de clásicos que nunca vio.
A ella sólo le importa ser maravillosa y se peina con trenzas elaboradas que suscitan la admiración de las esteticistas que se cruza por la calle.
En días grises, pone la radio clásica y cruza los dedos para que suene alguna ópera en alemán, así no se sentirá tentada a comparar aullidos con la soprano, y nadie tendrá que escuchar cómo desafina.
A veces la rapta un violín y se queda inmóvil, con la espumadera en la mano, hasta que las impurezas del caldo vienen a buscarla con un murmullo a hornalla mojada.
Desde la ventana de la cocina ve las montañas que rodean su pueblo, pero aunque la invitan a excursiones ella siempre dice que no. Se le ocurre que habrá cavernas, piedras húmedas y resbaladizas. Se romperá la crisma y se deslizará hacia el corazón de la montaña negra, donde nadie podrá encontrarla jamás.
Pero imagina allí dentro estarán esperándola todas las tapas de plástico de los compartimientos de pilas de los walkman. Tal vez estén también las cartas de su club de correspondencia de la niñez. Y las peinetas translúcidas que guardaba en primoroso estuche de cuero con broche, y que de tan bien guardadas perdió de vista para siempre
Tal vez esté su primer diente de leche. Ella lo tiró por la ventana, porque no apareció nadie que le propusiera meterlo debajo de la almohada y esperar el milagro de la transmutación de tejido en metal.
Le gustaría encontrarse también con el deseo que pidió la primera vez que sopló las velas para su cumpleaños, aunque no recuerda cuántos años tenía ni qué pidió. Pero debe haber sido algo que valiera la pena. Los niños a esa edad piden cosas importantes y duraderas.
Esos días, pensando en la montaña, con el caldo ya listo, apaga el fuego y se sienta junto a la ventana de la cocina. Hace una lista de la compra, y otra de cosas necesarias para una excursión que nunca hará. Luego, con el corazón liviano como un niño, eleva los ojos al cielo y pide un deseo: que la montaña venga a buscarla y la engulla. Y que en el interior, en esa caverna oscura, esté esperándola el hombre que habla de cine todo el tiempo, el mismo que no entiende que ya tiene suficiente con su película cotidiana, que cada uno tiene sus problemas, sus líos, que las cosas importantes de la vida no se arreglan viendo películas, que a ella no le vengan con cuentos.
Image: Mountain/traveler by Natsuo Ikegami