Lo que se pretende es que yo tenga más control sobre mi vida, como si estuviésemos hablando de la vida de una persona normal. Una de esas personas que se pasean sin anguilas anidando en su interior. Pero esta superabundancia, esta cornucopia de droga en realidad lo que hace es dejarme a un paso del error de cálculo, de la sobredosis, del gran vaffanculo al mundo. Mientras firma el pagaré por cinco meses de pastillas veo la duda en el entrecejo del médico, la sospecha de que esos meses puedan contraerse en un espasmo. Es tan fácil como un vaso de agua y un bulto en la garganta, la violación de tragar demasiado, demasiado de golpe. Yo me río ante el entrecejo del médico.
-No quiero volver a oír hablar de control. Estamos de acuerdo en que es deseable una planicie, algo de estabilidad y normalidad para que yo pueda tomarme estas vacaciones y usted me pone una visita de control de acá a un mes.
El médico suelta el entrecejo y se encoge de hombros. Siempre tiene que estar frunciendo algo, como si tuviera un pespunte con un hilo del que alguien tirara constantemente.
-Qué espera, acaso. Usted es…
Me levanto de la silla con estrépito (un poco torpeza, un poco sobreactuación) antes de que termine la frase. No sirve de nada: escucho. A pesar de mi ruido escucho su dictamen, la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie, todavía vivo.
-Ya sé lo que soy – rujo.
¿Por qué no pueden venir las voces en momentos como este, a tapar lo que no quiero oír? Pero no. Las voces vienen cuando quieren.
Salgo hecho un loco, rojo, sulfuroso, al pasillo, la receta y el tembleque en la mano, agitando con mi paso inseguro a las enfermeras almidonadas que huelen a colonia, y a sudor debajo de la colonia.
Se ve que grito, se ve que estoy gritando.
-Las voces vienen cuando quieren.
Ese es mi grito. ¿Mi grito de guerra? Mi grito cotidiano. No tengo otro. Si tuviera otro, lo usaría.
He tenido, podríamos decir, un viaje plácido. Vine aquí a descansar de las voces y a escuchar la radio. Estoy dopado y veo la vida a través de una sopa espesa. Esta mañana me senté en el catre y me quedé entumecido de calor hasta que se me mojaron las manos. No era sudor, eran lágrimas gordas que me mojaban los carpos contra los pómulos. La sopa, esta sopa de la medicación en la que floto, no me informa de mis estados de ánimo hasta que es demasiado tarde y ya estoy roto, llorando como le lloraría a mi abuela. Creo que durante este rato me abracé a sus rodillas, mi nariz contra su media de nailon, el dobladillo del vestido floreado, y le pedí que no me haga levantar más clavos torcidos de la calle. Mi abuela se ríe de mí y sus encías se agigantan. Abro los ojos, aterrorizado. Mi abuela nunca me haría esto. A lo sumo me daría una cachetada para que reaccionara, pero jamás se reiría de mí y los clavos.
Afuera grita un pájaro, eco perfecto de la risa de esta abuela que no es la mía, de esta antimateria de mi abuela.
-No llores más – gritan el pájaro y mi abuela.
-Las voces vienen cuando quieren – les contesto, gimiendo con voz fundida de baba y lágrimas, porque soy un moco.
Extraño a las voces. Por lo menos eran algo conocido. Este laberinto de sopa y sopor es muy complicado de atravesar. Me levanto.
Me lavo los dientes con una mano que no es mía. Los músculos de mi cara tienen dificultad en mantener el dentífrico dentro de las mejillas, y derramo una espuma lenta sobre el mentón, el pecho. Me limpio con la mano del cepillo y hay más espuma mentolada donde no debería haberla. El agua sabe oscuramente a óxido y no moja como debe. Afuera grita un pájaro.
Me enjuago con el agua que no moja, me seco la cara con una toalla que huele a humedad. Alguien me mira desde las marcas de sudario de la toalla, pero me rindo y dejo de adivinar si es o no mi abuela.
Estoy frente a la puerta y no puedo salir.
Pasan unos minutos.
Afuera gritan. Si por lo menos fueran las voces. Si me cantaran.
Los gritos duelen como golpes. Golpean a la puerta. ¿Será que estoy frente a la puerta porque alguien la golpea?
Mi mano no entiende el picaporte.
Alguien abre. Hay vuelos. Ruido. Manos. Dona Elíade. Otro estampado de flores. Olor a café y pan. Se desayuna en esta casa. Estar así atontado no es de hombre. Peldaños. Una mancha de humedad. Un hombre bravo y alto como usted. Jarros de metal. Quema. El pan bueno y una mano en mi brazo. Una mano en la mano que hace un rato, ahora mismo, no entendía el picaporte.
Estoy sentado en el porche y Dona Elíade habla de mi radio, que suena toda la noche, y al final las chicas del forró hacen menos ruido, y hay una que es su nieta, parece. Una que pasa cada mañana por el porche con pollo asado o más a menudo feijão y tetitas debajo de una camiseta de un color mostaza diarreica, pero su culo redondo no podría emitir nunca caca de ese color, porque es una hermosura de ver, y se ve que Dona Elíade tuvo que pegarme en la mano porque me hurgaba la bragueta, en la calle, en el porche, a la vista de todos.
Meses más tarde, sentado en el porche junto a Bill tendré esa sensación, el tiempo comienza otra vez en la bragueta, aquello que crece sin voluntad, el culo redondo de una nena que pasa y que me arremolina el aire en el abdomen y levanta el telón de la vida sin tiempo y sin palabras.
Hay una manera de mirar el mundo que sólo ocurre cuando uno está sentado en el porche delante de una casa que dicen que es suya, aunque uno no se lo acabe de creer porque la vida es demasiado disparatada como para que algo sea verdaderamente de uno.
¿Qué tengo yo que sea mío? Esta sopa, estas manos de hombre blandengue. Esta bragueta retráctil que se anima cuando pasa la nieta del forró o una nena demasiado vívida. Unas voces que me han abandonado, y cantaban.
Cantaban.
-Está pensativo esta mañana, el señor.
Esta mañana oigo, oigo todas las cosas. Y me doy cuenta de que echo de menos no las voces, sino el canto. Las voces me cantaban.
-¿Y en el canto está el nombre? – pregunta el pájaro que grita. Y mi abuela, los clavos de punta, los muchos pájaros del bosque se alinean frente a mí, atentos a mi respuesta.
-¿En el canto está el nombre? – pregunta también la nieta del culo hermoso, y me pierdo un momento pensando en mi dedo ensalivado entrándole, y mi bragueta vive y respira.
-¿En el canto está el nombre? – me pregunta un viejo de camisa marrón, que también se sienta, como en una tribuna, frente a mí y me mira con ojos atentos que reflejan la vida a demasiada velocidad. Me marean los ojos del viejo y no puedo contestar.
-¿En el canto está el nombre? – me preguntan un Bill que todavía no conozco, y un Timmy que nunca me llegarán a presentar, y la voz en estéreo surround de alguien hondo y gordo como Dios.
Tiene que estar. Tiene que estar ahí el nombre.
-En el canto está el nombre, sí – le digo finalmente a la tribuna de gente rara que me mira. Los pájaros salen volando a gritos y delante está Dona Elíade, su mano en mi mano sobre mi falda, mi regazo inofensivo que ya no es bragueta, y su sonrisa de tres o cuatro dientes amarillos.
-Hay muchas canciones lindas en esa radio suya. Siga escuchando, señor, no nos molesta.
Hay un tejido social que escapa a mi sopa. Se ve que cabía la posibilidad de que mi radio nocturna molestara, y no lo había pensado hasta ese momento. Y la otra posibilidad es que haya una canción, una canción completa y real dentro del canto. Como las canciones de la radio. Digo que sí con la cabeza pero estoy distraído por esta novedad. El corazón me golpea en la garganta. La sensación de la mano de Dona Elíade todavía se queda pegada un rato más. Veo el carro de Mê, las gallinas, una camiseta color diarrea colgada de la cuerda, cuatro bombachas limpias de un blanco casi gris, que seguro que pertenecen al culo redondo de mis sueños de porche, y tengo una erección violenta, y palabras para entenderla, porque la sopa se ha despejado y los colores me golpean la córnea, como si hubieran arrancado una cortina de gasa sucia que no me dejaba ver las cosas. Algo empieza a latir detrás de mi oreja, y es esa luz y un silbido, un arrebujarse de bichos brillantes como el cuero mojado, algo asqueroso que se despierta dentro de mi cráneo y el buen Dios, gordo y hondo, me da fuerzas para volar escaleras arriba y manipular una caja de cartón y tragarme en seco una pastilla salvadora, una pastilla mesías, una pastilla que me devuelva triunfal a mi sopa.
Dibujo por Patti Jordan
Que bueno, bueno, bueno y que poco, poco, poco. Además de terápia, claro.