Nadie habla de las femínculas

Este poema apareció por primera vez en el fanzine de poesía fahrenheit 450º, número 0, junio de 2017

 

briana taylor

crecemos en el agua del florero

como sea monkeys

que aspiran a ser femíncula

 

¿qué somos?

(podemos encabalgar frases con gracia)

 

¿podrán con nosotras

regar el trebolario?

(somos agua blanda

que no deja residuos)

 

(podemos dibujar metáforas

con el dedo

desnudo)

 

¿dejaremos poemas, acaso?

(aforismos olvidables de pantalla)

 

tenemos la mirada y la voz

nos dicen ellos

 

los remates de nuestros cuentos

qué elegancia

 

conocimos gente endemoniada

que ponía trozos de cactus

a enraizar en vasos de agua

torturando así lo que quedaba

de sus pies de desierto

 

así a veces la gente nos pone en floreros

entusiastas de nuestro color de pelo

y cómo es que no nos hemos animado

o tal vez no hemos podido con the N word

 

después irán diciendo que es en Hollywood

donde deberíamos acabar novela y todos

(ellos vendrían con nosotras

en calidad de perros y doncellas)

 

después preguntarán cómo y por qué versos

pudiendo habiendo narrativa pudenda

crónica músical con escafandra

cómo no nos lentejuelan festivales

con tanto admirador jadeando en sepia

 

nosotras nos dedicamos       mientras tanto

a mirar por la ventana muchos meses

y a que le llueva encima a todos los cuadernos

porque antes teníamos horario de sentarnos

a que la noche nos dictara las palabras

y a fuerza de quedarnos así                   quietas

aparecían señoras que contaban

historias debajo de las mantas

 

sabían que las demás transcribiríamos

(era nuestro único trabajo

remover la hojarasca

debajo de la hamaca en movimiento

despedir a los pies del cactus y el fantasma

tropezarnos con el borde de la fuente

mojarnos frente y labios con el vino

pedirles a las señoras más confianza

más susurros             más corteza

más manos hundiéndose en la fragua

sacando bollos de volcán y silbidos

la carne quemada hasta los codos)

 

nos duele el dedo medio de apoyarnos

en el estribo del lápiz

y en el viaje al centro de la tierra nuestra

siempre a punto de ser reconquistada

por tropas harapientas

de saldo              sordas ciegas

con cartas en sobres cosidos con hilo de bambú

y besos caídos en lo hondo del lago.

 

 

imagen por Briana Taylor

Categoría: papiroverba

¿Cómo os habéis quedado? Papiroverba. Se me inflama el hipotálamo de lindor.

Esa es la categoría que han elegido en Contraescritura para sus muy hermosos libros, y Saliva ya está allí, en preventa, listo para ser comprado con un click. Se envía a partir del 24 de septiembre, así que en sólo diez días comienza el rocknroll.

Agradezco a todos las muchas muestras de ánimo recibidas, el desparramo y el compartir. Esto ya no hay quien lo pare.

Pronto hablaremos de presentaciones y demás. Hasta entonces, salud.

Captura de pantalla 2015-09-14 a la(s) 13.59.42

 

 

Retazos de algo

 

 

Lo que se pretende es que yo tenga más control sobre mi vida, como si estuviésemos hablando de la vida de una persona normal. Una de esas personas que se pasean sin anguilas anidando en su interior. Pero esta superabundancia, esta cornucopia de droga en realidad lo que hace es dejarme a un paso del error de cálculo, de la sobredosis, del gran vaffanculo al mundo. Mientras firma el pagaré por cinco meses de pastillas veo la duda en el entrecejo del médico, la sospecha de que esos meses puedan contraerse en un espasmo. Es tan fácil como un vaso de agua y un bulto en la garganta, la violación de tragar demasiado, demasiado de golpe. Yo me río ante el entrecejo del médico.
-No quiero volver a oír hablar de control. Estamos de acuerdo en que es deseable una planicie, algo de estabilidad y normalidad para que yo pueda tomarme estas vacaciones y usted me pone una visita de control de acá a un mes.
El médico suelta el entrecejo y se encoge de hombros. Siempre tiene que estar frunciendo algo, como si tuviera un pespunte con un hilo del que alguien tirara constantemente.
-Qué espera, acaso. Usted es…
Me levanto de la silla con estrépito (un poco torpeza, un poco sobreactuación) antes de que termine la frase. No sirve de nada: escucho. A pesar de mi ruido escucho su dictamen, la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie, todavía vivo.
-Ya sé lo que soy – rujo.
¿Por qué no pueden venir las voces en momentos como este, a tapar lo que no quiero oír? Pero no. Las voces vienen cuando quieren.
Salgo hecho un loco, rojo, sulfuroso, al pasillo, la receta y el tembleque en la mano, agitando con mi paso inseguro a las enfermeras almidonadas que huelen a colonia, y a sudor debajo de la colonia.
Se ve que grito, se ve que estoy gritando.
-Las voces vienen cuando quieren.
Ese es mi grito. ¿Mi grito de guerra? Mi grito cotidiano. No tengo otro. Si tuviera otro, lo usaría.

He tenido, podríamos decir, un viaje plácido. Vine aquí a descansar de las voces y a escuchar la radio. Estoy dopado y veo la vida a través de una sopa espesa. Esta mañana me senté en el catre y me quedé entumecido de calor hasta que se me mojaron las manos. No era sudor, eran lágrimas gordas que me mojaban los carpos contra los pómulos. La sopa, esta sopa de la medicación en la que floto, no me informa de mis estados de ánimo hasta que es demasiado tarde y ya estoy roto, llorando como le lloraría a mi abuela. Creo que durante este rato me abracé a sus rodillas, mi nariz contra su media de nailon, el dobladillo del vestido floreado, y le pedí que no me haga levantar más clavos torcidos de la calle. Mi abuela se ríe de mí y sus encías se agigantan. Abro los ojos, aterrorizado. Mi abuela nunca me haría esto. A lo sumo me daría una cachetada para que reaccionara, pero jamás se reiría de mí y los clavos.
Afuera grita un pájaro, eco perfecto de la risa de esta abuela que no es la mía, de esta antimateria de mi abuela.
-No llores más – gritan el pájaro y mi abuela.
-Las voces vienen cuando quieren – les contesto, gimiendo con voz fundida de baba y lágrimas, porque soy un moco.
Extraño a las voces. Por lo menos eran algo conocido. Este laberinto de sopa y sopor es muy complicado de atravesar. Me levanto.
Me lavo los dientes con una mano que no es mía. Los músculos de mi cara tienen dificultad en mantener el dentífrico dentro de las mejillas, y derramo una espuma lenta sobre el mentón, el pecho. Me limpio con la mano del cepillo y hay más espuma mentolada donde no debería haberla. El agua sabe oscuramente a óxido y no moja como debe. Afuera grita un pájaro.
Me enjuago con el agua que no moja, me seco la cara con una toalla que huele a humedad. Alguien me mira desde las marcas de sudario de la toalla, pero me rindo y dejo de adivinar si es o no mi abuela.
Estoy frente a la puerta y no puedo salir.
Pasan unos minutos.
Afuera gritan. Si por lo menos fueran las voces. Si me cantaran.
Los gritos duelen como golpes. Golpean a la puerta. ¿Será que estoy frente a la puerta porque alguien la golpea?
Mi mano no entiende el picaporte.
Alguien abre. Hay vuelos. Ruido. Manos. Dona Elíade. Otro estampado de flores. Olor a café y pan. Se desayuna en esta casa. Estar así atontado no es de hombre. Peldaños. Una mancha de humedad. Un hombre bravo y alto como usted. Jarros de metal. Quema. El pan bueno y una mano en mi brazo. Una mano en la mano que hace un rato, ahora mismo, no entendía el picaporte.

Estoy sentado en el porche y Dona Elíade habla de mi radio, que suena toda la noche, y al final las chicas del forró hacen menos ruido, y hay una que es su nieta, parece. Una que pasa cada mañana por el porche con pollo asado o más a menudo feijão y tetitas debajo de una camiseta de un color mostaza diarreica, pero su culo redondo no podría emitir nunca caca de ese color, porque es una hermosura de ver, y se ve que Dona Elíade tuvo que pegarme en la mano porque me hurgaba la bragueta, en la calle, en el porche, a la vista de todos.
Meses más tarde, sentado en el porche junto a Bill tendré esa sensación, el tiempo comienza otra vez en la bragueta, aquello que crece sin voluntad, el culo redondo de una nena que pasa y que me arremolina el aire en el abdomen y levanta el telón de la vida sin tiempo y sin palabras.
Hay una manera de mirar el mundo que sólo ocurre cuando uno está sentado en el porche delante de una casa que dicen que es suya, aunque uno no se lo acabe de creer porque la vida es demasiado disparatada como para que algo sea verdaderamente de uno.
¿Qué tengo yo que sea mío? Esta sopa, estas manos de hombre blandengue. Esta bragueta retráctil que se anima cuando pasa la nieta del forró o una nena demasiado vívida. Unas voces que me han abandonado, y cantaban.
Cantaban.
-Está pensativo esta mañana, el señor.
Esta mañana oigo, oigo todas las cosas. Y me doy cuenta de que echo de menos no las voces, sino el canto. Las voces me cantaban.
-¿Y en el canto está el nombre? – pregunta el pájaro que grita. Y mi abuela, los clavos de punta, los muchos pájaros del bosque se alinean frente a mí, atentos a mi respuesta.
-¿En el canto está el nombre? – pregunta también la nieta del culo hermoso, y me pierdo un momento pensando en mi dedo ensalivado entrándole, y mi bragueta vive y respira.
-¿En el canto está el nombre? – me pregunta un viejo de camisa marrón, que también se sienta, como en una tribuna, frente a mí y me mira con ojos atentos que reflejan la vida a demasiada velocidad. Me marean los ojos del viejo y no puedo contestar.
-¿En el canto está el nombre? – me preguntan un Bill que todavía no conozco, y un Timmy que nunca me llegarán a presentar, y la voz en estéreo surround de alguien hondo y gordo como Dios.
Tiene que estar. Tiene que estar ahí el nombre.
-En el canto está el nombre, sí – le digo finalmente a la tribuna de gente rara que me mira. Los pájaros salen volando a gritos y delante está Dona Elíade, su mano en mi mano sobre mi falda, mi regazo inofensivo que ya no es bragueta, y su sonrisa de tres o cuatro dientes amarillos.
-Hay muchas canciones lindas en esa radio suya. Siga escuchando, señor, no nos molesta.
Hay un tejido social que escapa a mi sopa. Se ve que cabía la posibilidad de que mi radio nocturna molestara, y no lo había pensado hasta ese momento. Y la otra posibilidad es que haya una canción, una canción completa y real dentro del canto. Como las canciones de la radio. Digo que sí con la cabeza pero estoy distraído por esta novedad. El corazón me golpea en la garganta. La sensación de la mano de Dona Elíade todavía se queda pegada un rato más. Veo el carro de Mê, las gallinas, una camiseta color diarrea colgada de la cuerda, cuatro bombachas limpias de un blanco casi gris, que seguro que pertenecen al culo redondo de mis sueños de porche, y tengo una erección violenta, y palabras para entenderla, porque la sopa se ha despejado y los colores me golpean la córnea, como si hubieran arrancado una cortina de gasa sucia que no me dejaba ver las cosas. Algo empieza a latir detrás de mi oreja, y es esa luz y un silbido, un arrebujarse de bichos brillantes como el cuero mojado, algo asqueroso que se despierta dentro de mi cráneo y el buen Dios, gordo y hondo, me da fuerzas para volar escaleras arriba y manipular una caja de cartón y tragarme en seco una pastilla salvadora, una pastilla mesías, una pastilla que me devuelva triunfal a mi sopa.

 

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Dibujo por Patti Jordan

 

 

Te o de o

 

Somos las excesivas, las intensas.
-¿Qué prefieres, todo o nada?
-Todo.
Respondo sin pestañear. Respondo antes de que puedan terminar de formular la pregunta. La conclusión es siempre la misma:
-Te vas a llevar muchas hostias en esta vida.
Claro que sí. A mí el Tao me queda a contramano. Porque yo quiero todo. Y así colecciono moretones en las pantorrillas (como caballito gitano, decía mi abuela). Acumulo golpes como quien no se decide a tirar los diarios de ayer.
Bailando lento en esta milonga en penumbra, me pega a su vientre para que entienda los pasos. Me dejo. Después de todo, su mano en mi espalda es el alfa y el omega. Bailo y cuando bailo no tengo medida. Así me gustan las cosas. Hasta el final.
Quiero todo. Quiero bailar hasta desmayarme, sin perder de vista que yo elegí el rojo vivo de mis zapatillas. Quiero que me quieran temblando y hasta que pase el temblor. Quiero que me miren a los ojos y que los ojos hablen hasta agotar las palabras. Quiero guardarme cada abrazo de mis amigos y destilarlos y bebérmelos en los días de lluvia.
La mujer que está sentada a mi lado en el metro también lo quiere todo. Me lo dice su cara demacrada de tanto guardarse las pesadillas en las venas. Tiene un suéter estampado en el que chocan muchos colores, y un abrigo de esos hechos con retazos que antes se hubieran considerado imposibles de combinar pero que ahora están de moda. Unos pelos largos y enrulados le brotan del mentón. Lleva un bolso enorme bordado con abalorios turquesas, y un anillo como una araña de bronce, y uno esmaltado como un huevo de Fabergé, y uno de indio navajo y otro con cascabeles. Y un prendedor con la A de anarquía. Y zapatillas negras bordadas de blanco. Sí, ella también lo quiere todo.
La pelirroja hermosa del asiento de enfrente, para no escatimar, tiene pecas no sólo en el escote y en las manos, sino también en los párpados y en los labios. Está claro, ella también lo quiere todo. Yo quiero todas sus pecas. Si me dejara mirarla de cerca estoy segura de que encontraría pecas en sus pestañas, moteadas como las antenas de una polilla con piel de leopardo. Existen polillas así. Pero lo que yo quería decir es que a la pelirroja le contaría las pecas de las pestañas una a una y después le transmitiría el resultado al oído.
Trece años de pertenencia a banda punk rock me han pulido el gusto, y desde entonces visto mis ancas de pantera con estampado de leopardo. Para mí es puro glamour del palo. Para otros es irreductible vulgaridad. Da igual. Estos últimos días me he paseado por esos mundos de Dios con una o más prendas animal print en mi atuendo. Coco Chanel decía que una debía siempre quitarse el último accesorio que se había puesto. Tenía razón. Pero somos las excesivas, las exageradas.
Un amigo me dice, del otro lado de una cerveza, que Bill Stevenson le puso All a su banda porque él también lo quería todo. No puedo corroborar este dato. No encuentro la información. Pero confío en que algún otro amigo sabio venga a confirmármelo. Por lo pronto llevo mi prendedor de All en toda solapa disponible, para que no queden dudas de lo que quiero.
Sé que quererlo todo a veces te deja con el culo al aire. Sé que desear tanto es para vaqueros con muchas millas en las espuelas (como en la película de Van Sant, a las vaqueras también nos pega el blues). Sé que nadie vendrá a llenar a cucharadas este hueco que se abre cuando me quedo quieta. Pero no puedo evitar estirarme para ver si alcanzo lo del estante de arriba de todo. A veces, como ejercicio, juego a enmudecer y dejo que el mundo me ataque como el agua ataca a las esponjas, que parecen secas por fuera y están hinchadas de agua en el interior. Pero son sólo pequeños descansos en medio de la milonga, momentos de reposo antes de cambiar de forma y abrirme a las manos en la espalda, las manos que me hacen bailar.
Dejo entonces que el mundo me moje, y bailo hasta caer rendida, para devolverle al mundo un poco de humedad, un poco de todo lo que le robo cada día.
Miro todo. Capto todo con mis antenas de polilla aleopardada. Envío señales a quien corresponda, pidiéndole todo. Cada tanto el compañero de baile se anima y conecta mi culo al cosmos, y me río como loca, porque me asomo al todo y todo esta ahí, al alcance de la mano, redondito y brillante. No quieran saber.

 polilla

Fuera

Pasé unas ciento sesenta y ocho horas en encierro voluntario en cabaña alejada de la civilización con la intención de escribirme entera.

Durante mi estancia en las profundidades seguí una dieta a base de jugo de naranja natural, jugo de mandarina y uva embotellado, frambuesas, manzanas verdes, ensalada Waldorf, mi special chicken salad sólo para elegidos, pancito para mojar, vino blanco, pseudo ravioles industriales, ravioles caseros de espárragos, queso mallorquín, mongetes con butifarra, fideos ramen, alfajores BonOBon, agua, innumerables tazas de té negro sin azúcar y dos chicles de menta.

También comí aceitunas en total soledad.

Escuché música sin parar. Instrumental durante la escritura, de la otra durante los descansos. Descubrí un total de siete canciones nuevas. Algunas de ellas fueron bailadas con lentitud, otras con furor sincero.

En estos días aprendí cosas que nunca olvidaré. Tienen que ver con viñas e hinojos, con olivos y cipreses, con la luz filtrándose a través de una parra, con la luna llena entrando por un tragaluz. También tienen que ver conmigo.

Me levanté muy temprano la mayoría de las veces. Algunas noches escribí sentada en el suelo junto a la chimenea y el fuego me acunó hasta que se me perdieron los párpados. Otras veces escribí en una pequeña mesa de cara a la pared, rodeada de bosques pintados por las manos de otros. También escribí al sol, en el porche, envuelta en una manta, mientras una gata jugaba con hojas secas a mis pies.

Una mañana me despertaron los disparos de los cazadores. Volví a dormirme. Más tarde un pájaro golpeó en mi ventana y no supe qué decirle. El último día, mientras empacaba, el mismo pájaro volvió a golpear en la ventana para despedirse. He oído que hay aves que sobrevuelan y miran hasta que deciden bajar.

Caminé mucho por el bosque y rodé en la hierba para adquirir cicatrices variadas con mi torpeza habitual. En un rincón bajo los árboles me senté a mirar cómo la naturaleza me ponía en la mano cosas vivas que no puedo nombrar.

Una noche salí a conducir bajo la lluvia. Los aviones cruzaban la carretera e iluminaban la niebla sobre mi cabeza. Vi aviones llegar y partir con el desapego de aquellos que ya han volado en alfombra mágica. Un puñado de brujas me mantenía en sus oraciones en la distancia.

Cuando volví a casa el cable de los auriculares se había enredado para siempre con mis llaves. Fue un momento penoso y tuve que recurrir al timbre.

Me sobró comida. Bajé unos kilos. No calculé los víveres tan bien como Kerouac en Big Sur, pero tampoco tuve que boxear con el delirium tremens.

MIs gatos están felices de tenerme de vuelta. Uno de ellos me abraza ahora, indefinidamente.

El número de páginas nuevas escritas es aún indeterminado. Quedan mesas por escrutar.

Mis besos hoy saben a gasoil.

Dentro

Salud, visitante. Esto es Champawat, tierra de sangrantes. Aquí nadie se pasea por las calles polvorientas. Todos se quedan metidos en sus casas, atendiendo sus heridas, lamentándose por los que ya no volverán. Afuera hay monstruos. Afuera hay bestias. Afuera hay un criatura que husmea el olor de tu entrepierna y luego se lanza con las fauces babeantes, directamente a partirte la cadera. La tigresa antropófaga te quiebra como si fueras un pichón de gacela. Si tenés suerte y te suelta, tendrás tiempo de mirar el agujero que reluce bajo tus costillas, el lodo oscuro que mana de tu cuerpo.

Yo hace rato que me miro sangrar. Después de cierto tiempo se transforma en un ejercicio interesante, una meditación en movimiento, la mente quieta, la sangre fluyendo hacia donde quiera que tenga que ir. Cuando la sangre coagula, vuelven las palabras.

No hay más que hacer. Quedarse quieta y esperar que la sangre se detenga sola. Y luego sí, volver a salir, buscar a la tigresa, pedirle más agujeros donde meter los dedos.

Estos días he estado patrullando la fronda en su busca. Dentro de un momento me sorprenderá, me tenderá una trampa, me la encontraré mirándome con sus ojos del color de la alcaparra. Ansío ese momento porque sé lo que viene después. El lento balanceo en una silla mientras dejo de gotear.

Y entonces, como buena vecina de Champawat, me encerraré a lamerme y curarme, y si me porto bien habrá palabras nuevas esperándome al otro lado.

Mientras tanto, tienen todas las entradas anteriores de esta bitácora para hacerse una idea de qué pasa aquí.

Vuelvo un día de estos. Y si no vuelvo ya saben en qué estómago encontrarme. Si no los encuentra ella primero.

korean tiger

La amplitud de la puerta: humo, mentiras y rock and roll

Este texto acaba de aparecer en el número de septiembre 2012 de Agitadoras.

—Mojamos los adoquines para que las calles brillaran como en un sueño.

Él habla y fuma, con los ojos cerrados como si le pesaran los recuerdos detrás de los párpados. Los silencios son tan fundamentales en los cuentos como en la música.

—Necesitábamos una frase más, ahí en la noria. El famoso ferris wheel speech. Cosas del ritmo de la historia.

A mí lo de ferris wheel siempre me hizo acordar a Ferris Bueller, pero no estoy segura de que le guste mi asociación libre, entonces no digo nada. Soy muy cuidadosa con lo de gustarle a la gente que me gusta. Nunca pongo mi necesidad de pertenencia en peligro si no es por una buena razón. No hay razón alguna para que yo quiera dejar de pertenecer a esta pequeña célula de conversación. Después de todo, él me está hablando sobre El tercer hombre.

—Es un discurso brillante. Lleno de inexactitudes, pero brillante porque consigue lo que quiere: tu atención completa. No te importa que Suiza haya sido una nación de ejércitos feroces antes de adoptar su supuesta neutralidad. No te importa que los relojes cucú sean un invento alemán. Sólo importa que Harry Lime no deje de hablar.

Sé a qué se refiere. Cuando las palabras no son completamente verdaderas pero el encantador de serpientes nos paraliza hasta que acabe el truco. ¿No es acaso eso la ficción? Una mentira-lobo con traje de verosimilitud ovina. Un sueño contínuo y vívido, como dice John Gardner. Un sueño en el que las calles reflejan la luz de las farolas aunque no llueva.

Cómo nos gustan a todos esta clase de mentiras. Pagamos para recibirlas. A otros nos gusta tanto soltarlas que lo hacemos gratis. Malas costumbres.

Hay una canción de Neil Young en la que dice que el rock and roll está aquí para quedarse. Tiene una de esas frases matadoras y mentirosas. Una de esas frases que son capaces de hundir a los niños perdidos, de empujarlos aún más abajo en sus sótanos con sus escopetas. It’s better to burn out than to fade away. El mismo Young dice

It’s just one of those lines

y lo dice con la conciencia limpia. Mejor quemarse que desdibujarse. Neil Young nos suelta esta barbaridad con su voz de pajarito y se queda tan tranquilo, porque él ha metido un pie en el fuego, ha vuelto para contarlo y todavía le sobra tiempo para esfumarse con calma. Pobre Kurt, dice también. Era la primera vez que le pasaba y no sabía que podía ir a algún otro lugar y conseguir más combustible.

Mejor quemarse. Randy Newman opina que es una frase de escritor dentro de una canción. Una frase irresistible. Cuando eres escritor, eres despiadado. Algo así.

Mi interlocutor enciende otro cigarrillo. El humo se comporta como si estuviera en una atmósfera controlada, amortajándole la cara con volutas cinematográficas. Con lo mucho que me molesta el tabaco, no digo una palabra. Hoy tengo la asertividad metida en la verija. Con un poco de suerte se caerá sola cuando me hagan abrir las piernas más tarde.

Parece que Orson Welles se inspiró en una antigua y olvidada pieza teatral para su discurso cucú. Nos impresiona con sus fulgores de mazmorras renacentistas porque en el fondo somos urracas y picoteamos el brillo de la superficie. Si les tengo que decir la verdad, mi corazón siempre deja de latir un rato antes, cuando Harry Lime abre la puerta de la cabina de la noria. (¿De verdad estoy escribiendo noria cuando puedo decir vuelta al mundo? ¿Es tan importante desde dónde y hacia dónde escribe sus mentiras un escritor? Sí que lo es. Pero sobre esto ya hablé en febrero.)

Y no tenemos que olvidarnos de Lime abriendo esa puerta corrediza como quien está a punto de bajarse del ascensor.

—¿Víctimas? No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿De verdad sentirías compasión por alguno de esos puntitos si dejara de moverse para siempre?

Siempre me olvido de respirar durante un rato cuando Harry Lime abre la puerta corrediza. Lo que me sobrecoge es que yo alguna vez ya miré desde arriba con ese vértigo y ese desapego. Fue desde el campanario de Bohun Beacon, invitada por el Padre Brown. Por dentro, aplaudo emocionada a Graham Greene que aplaude a Chesterton, que ya nos había advertido de los peligros que acechan en las alturas:

—Creo que andar por estas alturas, aun para rezar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir que puede uno caer? —preguntó Wilfrid.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma —contestó el otro.(…) Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.

Holly Martins se pasa tres cuartos de película queriendo creer que su amigo es un hombre bueno, aunque éste, como el reverendo Wilfrid Bohun, empiece a acostumbrarse a ver a la gente desde arriba como insectos, como puntitos. Malas costumbres. Una creencia es sólo un pensamiento que pensamos demasiado a menudo.

Yo me paso la vida buscando mentiras en el papel, extrayendo mentiras de la boca de los extraños con sacacorchos y sonrisas de señorita tonta, viendo a la gente desde abajo, sentada a sus pies, esperando que me cuenten un cuento.

Quiero que él me diga que le parezco hermosa e inteligente, pero no recurro a Chesterton, sino a algún truco de la pantalla plateada. Mohines de Marilyn, risas como Rita, ejercicios de laringe à la Lauren. Sesenta años después, estas cosas siguen funcionando. Tienen mi palabra.

El Padre Brown sujeta al reverendo Bohun cuando éste quiere precipitarse desde el campanario para escapar a su castigo por cainita.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Neil Young dice que en el rock and roll es donde Dios y el Diablo se dan la mano. Esa puerta está abierta cada vez que quieras ir.

Me pregunto si es verdad. Me pregunto si basta con golpear para que salga el buen Señor a darme un bidón de gasoil, o si Mandinga preferiría que entrase sin llamar.

Me acerco a las rodillas de este hombre que me cuenta un cuento. Apoyo mi cabeza en su falda, dócil como una perra que, sin embargo, cree que su hueso ya debería estar en el plato.

 

bed fire

Incontinencia o lubricación

Mi hermana melliza, tan indisciplinada, y sobre todo tan muertita ella, se había negado siempre a estos maratones de escritura con vehemencia. Ponía un sinfín de peros. Los enhebraba con delicadeza y floridos argumentos, y luego colgaba la guirnalda resultante en el estante de arriba de la pantalla, para que tuviera bien a la vista que a ella no le gustaba ni un poquito esto de pasarse días y días atornillada al escritorio. Cuando, en aras de la muy mentada verosimilitud, alguien sugería la posibilidad de investigar para enriquecer esa pieza de narrativa larga (miren cómo nos resistimos a pronunciar the N word), mi hermana melliza muerta directamente se brotaba. Estallaba en urticarias delante de mí, florecía en erupciones fosforescentes dignas de golosinas embebidas en manteca de cacao, de snacks con demasiados derivados del cerdo.

—¿Investigar? —preguntaba. Y castañeteaba los dientes de impresión hasta que todo el escritorio se desmoronaba con la fuerza de su sismo.

Debo admitir que me contagió su disgusto. Que me convenció de que nosotras estábamos más allá de esa manía de encerrarse en bibliotecas calurosas manoseando páginas antiguas. Para qué inventaron la Wikipedia, sugería. Eso, repetía yo, para qué inventaron la Wikipedia. Y las dos chocábamos los cinco, dábamos un salto en el aire y luego nos frotábamos los culos como Ren y Stimpy. Happy happy joy joy. Quién necesita investigar. Investigar es de débiles. Es de blandos. Los que investigan, todos putos.

Todos putos es la frase que despierta a los demonios residentes. Esos que son aún más vehementes que mi melliza. Pero por algún extraño juego de espejos desfigurantes, a mi hermana melliza muerta le molestan los demonios. Les tiene miedo. Al revés que los personajes de El fin de la Infancia, ella aún no está preparada para abrazarse a esas altas criaturas oscuras y aladas.

Entonces un buen día contraataca, como el Imperio.

Melliza elige esos momentos en que yo tengo la vista fija en la guirnalda de peros que cuelga encima de la pantalla, a la altura de la segunda estrella a la derecha, hacia el mediodía. Son esos ratos blandos en que miro mucho el cielo veraniego, esperando que pase un avión publicitario con cartel volador y megáfono distorsionado. El piloto me traerá la primera frase, esa que necesito para acallar a este hámster que rueda y rueda hacia la nada. Mi hermana melliza muerta, con antiparras de piloto, me grita desde el avión:

—Algo que te guste.

La altitud y la velocidad deforman el mensaje, que suena como Bart a través de los ojos de Ayudante de Santa Claus.

Mangalga.

Le hago señas desesperada, agitando la guirnalda. Le grito que no se vaya, que no entiendo. El avión se aleja, va a cargar combustible, a apagar otro incendio y vuelve una hora más tarde.

—Investigá sobre algo que te guste, man.

Melliza muerta habla estón. Está bien que así sea. Por un momento la forma me enmascara el contenido. El mensaje, man. El mensaje es que investigue sobre algo que me guste. Eureka.

Lamento haberlos entretenido hasta aquí. Tal vez esperaban algún descubrimiento brillante, algo que pudiéramos llevar derechito hasta la oficina de patentes.

Lo siento mucho. Champawat es el hogar del cliché. Ya deberían haberse dado cuenta. Hace rato que estamos intentando limpiarnos de la adicción a lo cool que nos intentan instilar los criados en los noventas.

En Champawat, en los escritorios que juntan polvo tras las ventanas cerradas, se revisa una y otra vez el mismo concepto, el de no saber jamás si el trabajo diario está bueno o si apesta. Se revisa el concepto de que no está en manos del escriba preguntárselo. Se insiste en la necesidad de simplemente hacer el trabajo un día tras otro. Como las Danaides, condenadas a llevar agua en vasijas agujereadas por toda la eternidad, el escriba aprende algo durante la mañana y lo olvida durante el sueño. Con la llegada de la aurora mira el charco a sus pies e intenta recordar de dónde viene tanto líquido. Vuelven las dudas. Se pregunta si el líquido es incontinencia o lubricación. No lo sabe. Después de un rato Zeus envía un rayo y el escriba recuerda, o deberíamos decir que vuelve a aprender, que él no es el encargado de dar las respuestas.

Cuando ocurre esa descarga, el escriba, a mitad de camino de electrocutarse como un cachorro mojado, o de una señora con croquiñol en un bad hair day, se aferra a esa estática mientras dura y pregunta, pregunta, pregunta, y corre ese maratón hacia un horizonte que tiembla como una guirnalda en una fiesta de verano. Y cuando se queda sin preguntas le hace caso a melliza, piloto de tormenta, que saluda emocionada desde un avión que ya va camino a Tombuctú, a Katmandú, a Xanadú.

Algo que me guste. Salivo de emoción. Saco mi mapa de cosas que me gustan, cartografiado a través de años de ñandutí mental. Leo: tinta. Leo: palabras descompuestas en letras. Leo: caligrafía.

Y de repente, un personaje se anota en un curso Pitman, la ventana se abre e inunda la estancia una luz cegadora.

 

amateur

Resistencia

 

Miro documentales de vida salvaje, porque este fin de semana me robaron la dosis de salvajismo que me había preparado cuidadosamente. Miro documentales de felinos a medianoche, porque mirar documentales de escarabajos a medianoche es demasiado policía-preñada-de-Fargo. Anoche vi a cachorros de leopardo atrapados en su propio juego, dando vueltas alrededor de un árbol muerto. Los vi desgarrados de pura inocencia, de pura prisa de beberse toda la vida de un sorbo. Los vi morir de debilidad en torno a un árbol muerto.

Junto a la carretera me saludan cada día los gatos atropellados. Quiero detenerme cada vez y acariciar lo que queda de ellos en el asfalto para que el sueño les sea propicio. Pero no es tan fácil frenar la vida por otros.

A la hora de la siesta, antes de que el sueño venga, se me aparecen las huellas de sangre y tejido en el asfalto. En el momento de quedarme dormida, sé que hay una parte de mí que estiraría los dedos para llevarse la textura de la muerte al lugar de las pesadillas, para dejarla allí y que no moleste.

En cambio, la siesta me trae un sueño plácido, de cuadernos blancos y cremosos. Paso la mano por la página varias veces antes de empezar a escribir. Cuando quito la mano las palabras ya están allí. Reconozco la letra; es mi caligrafía de nena, con las aes redondas, de colas largas. Como gatos domésticos.

Las palabras hablan de la escritura, de la búsqueda. Escribo a continuación con mi letra de ahora, una letra que se ha alargado, que se ha desilusionado de tanta sombra. Escribo un montón de palabras sobre escribir, y la sensación es la de bailar en la niebla. Sé que lo que escribo en sueños es verdadero y hace que el corazón me dé saltitos de cachorro. Lo escrito en sueños deja una marca profunda en el papel, y es la clave para completar el proyecto en el que estoy trabajando. Pero no es fácil frenar un sueño para tener tiempo de leer las indicaciones, las pistas.

El sueño sigue su curso y me atropella. Alguien se detendrá en la banquina para despedirse de lo que queda de mí.

Fotografía by Lara Ginhson

 

 

En órbita

Yo lo que más quiero es querer algo con toda el alma.
Mi deseo es puro porque se concentra en el deseo. Mi deseo está enterito y muerde su propia cola.
Mi deseo es pared, es frontón y pelota. Mi deseo me precipita contra mí misma.
Me estrella contra el reflejo en la superficie del lago.
Pero no dejo que nada me golpee, para eso están el vacío y la materia oscura interponiéndose entre el objeto que orbita y el objeto que permanece en su sitio.
Yo orbito alrededor de mi deseo.
Mi deseo no va a ningún lado.
Podríamos ser la pareja perfecta; tú no necesitas nada y yo no tengo nada para dar.
Trato de leer mi futuro en las hojas de té que se precipitan hacia el fondo de la taza
pero sólo veo un remolino que no gira hacia ninguno de los dos lados, como si no existieran los polos.
Entonces así, convencida al fin de que la tierra es plana, puedo concentrarme en lo verdaderamente importante: mi deseo sin objeto.
Yo lo que más quiero es querer algo con toda el alma.

 

Imagen: Planetary Systems, digital collage by Jen McCleary