Crecí en una familia donde la religión rozaba preocupantemente la superstición. Este último concepto es casi tautológico, pero no voy a intentar buscar ahora las siete diferencias según las necesidades rituales del rebaño.
Mi abuela calabresa le rezaba con amor y respeto a San Roque, el santo de la iglesia del barrio donde habían crecido sus hijos. También desparramaba murmullos invocándolo cuando había un perro cerca (“San Roque, San Roque, que este perro no me toque”). Ahora que lo pienso, no estoy segura de que mi abuela haya crecido en el mismo barrio que sus hijos, y me arrepiento de no habérselo preguntado. Le rezaba a San Roque, pero creía en el mal de ojo, ese que yo aparto cada tanto acudiendo a amigas con superpoderes y colgando una mano cornuda (napolitana, roja) donde haya que colgarla. Mi abuela calabresa llevaba también unas cuantas medallitas surtidas prendidas con un alfiler de gancho en el enagua (ella diría “la combinación”), sobre la teta izquierda, esa a la que mis amigas y yo nos llevamos la mano derecha cuando nombran a alguien que es yeta. En medio de las medallitas, llevaba también una figa de madera negra que le había traído mi madre de Brasil, uno de esos amuletos que nos bajan del candomblé o alguna otra religión bahiana, la talla de un puño con el pulgar apretado entre los demás dedos. Mi abuela calabresa juraba que había visto morir a un nene de mal de ojo, “con la cabeza abierta”. Esta última imagen era poderosa, me perseguía durante los desvelos y despejaba toda duda de que el mal de ojo fuera un arma arrojadiza que alcanzara el plano físico. Abría cabezas, ¿entendés?
Mi abuela polaca también llevaba medallitas prendidas por ahí, y se envolvía en los mil años de cristianismo de su pueblo como si fuera un chal calentito. Tenía la placa conmemorativa en la puerta de su habitación, una placa de cobre con la virgen negra de Częstochowa, esa virgen que después descubrí que tiene ciertos vínculos alocados con una virgen haitiana (Polonia-Haití, cruce inaudito. Y por eso, quizás, las marcas de látigo en la mejilla de la virgen). La placa decía “966 – 1966 – Mil años de cristianismo”. Cuando lo leía en voz alta elevaba su puño al cielo, como hacemos nosotros cuando estamos en un bar y suena “Twist of Cain”. Pero mi abuela polaca también creía en los superpoderes, de sus vecinas, en este caso, y llamaba a Irma de la esquina (su apelativo indicaba que vivía en la esquina, y venía todo junto, como si fuera un apellido o algo por siempre adosado a su nombre “Irmadelaesquina”) a que me curara el empacho con un metro de modista. Irmadelaesquina desplegaba entonces una coreografía ritual de pasos palante patrás en la baldosa, como saltos muy perturbadores, perturbadores por el hecho de que ella era una señora en batón y delantal que normalmente no hacía mucho más que vivir en la esquina y atender la barra del bar y venderme fichas para el teléfono público. Pero de repente venía con su permanente lila, su cara de pajarito y sus ojos revoloteantes a medir la distancia en baldosas desde la mano que se santigua hasta mi esófago hinchado con los codos sobre el metro que se acerca y se aleja, y un silencio penoso donde sólo se oían los besitos que Irmadelaesquina se daba en pulgar e índice después de cada santiguar, y eso eran muchos besitos en mucho silencio durante un rato largo.
También tengo historias sobre mi madre, sus santitos y el vodka, y sobre mi padre el agnóstico y mi no bautizo, San Cayetano y el tubito de cartón de hilo de coser, pero eso lo contaré otro día. Todo esto viene a explicar que cada uno cree en lo que puede, y yo con este menjunje que traigo de fábrica le vengo prendiendo velas a Joey desde hace unos días, casi semanas. Y Joey cumple, claro que cumple, como cumple la mano cornuda (roja, napolitana) en el fondo de mi bolso y el cuerno rojo que cuelga de mi llavero y las bragas rojas que me pongo para las grandes ocasiones.