Los helechos nuevos se abren paso. Pisotean a los helechos del año pasado, ya quebradizos, y se levantan. Debajo empieza el humus y se agitan las lombrices.
He hablado mucho del ciclo cromático de los helechos, aquí, en el bosque. Después del verano, en que cada rincón parece albergar un cadáver como el de Stand by me, los helechos empiezan a oxidarse. En pocos días el sotobosque se pone de color azafrán, que va cambiando a naranja furioso a medida que avanzan los últimos días calurosos. Rust never sleeps. Después llueve y se ponen color borravino, y luego morados, violetas. Más tarde, más lluvia y se marchitan como corresponde, fundiendo a negro. Cuando llega el frío dejan de marearnos sus colores. Mustios, resecos, como cualquier otra maleza a su alrededor.
Y volvemos a empezar. Un poco antes de que aparezcan las retamas, o casi al mismo tiempo, volvemos a empezar.
Esta es la rueda, estos son los días que se repiten.
Los pasos que damos parecen falsos, parecen lentos. El susurro más leve pone en movimiento un engranaje que deja en evidencia la fragilidad de aquello que creemos y queremos sólido. Estiro la mano para tocarte y primero te erizas y después te astillas, te afilas. Finalmente, te desintegras. Nunca estuviste ahí. Sólo está lo que quisiste mostrarme, aquello para lo que usamos esos nombres tan gastados, vestido, máscara, cáscara. Alguien me susurra al oído y te desdibujas. ¿Tan rápido?
Pero hay una rueda, y los helechos nuevos vuelven a contarme aquello que ya sé. Mi deporte favorito es salir, de tanto en tanto, en busca de la verdad de la conexión humana, y romperme el alma en el intento.
A través de las décadas, alguien vuelve a hacerme escuchar How beautiful you are, de los Cure, y entiendo que no podemos entendernos.
Darlo por bueno o darlo por perdido cuesta el mismo trabajo. Fingir que no se acabarán los días de calor, desear que los helechos permanezcan morados en algún otro lugar que no sea una fotografía, desear que lo nuevo aparezca sin que muera lo antiguo da tanto trabajo como sentarse a fumar en el balcón y no desear, no esperar, no buscar. Fingir que no hay abismo del otro lado del balcón podría ser un arte. En cambio, el arte es lo que hacemos para ponernos redes en ese salto al vacío.
Abro la boca y no le digo nada, como tantas veces. Por negarme, el fantasma me niega hasta aquello que me calmaría, aquello que me llevaría hasta el próximo color. Con tal de reafirmarse en lo que cree que es, esa forma inamovible que cree que no tiene ciclo cromático, evita el gesto que nos acercaría. Habrá un día de primavera y un día de flores y un día de raíces. Ahí estaré. Esperando bajo la lluvia, como ahora, que me ha puesto debajo de un túnel de plástico transparente, como a una lechuga. Veo la luz reptando arriba, arriba. Está arriba del túnel, no al final. Está arriba y dentro del túnel, está en todas partes. Puedo llegar a confundirme y llamar a la luz Dios, pronunciar su nombre, o el del fantasma. Y estar aquí es mi premio, y estar aquí es mi medalla. Y no hay que preguntar más, ni desear más. Sólo pisotear a los helechos del año pasado y levantarse.
Después se te pasa, dice mi hermana melliza muerta, la del vaso siempre medio lleno. Después se me pasa. (Sonreímos las dos con valentía).
Fotos by Macky.