The men don’t know
but the little girls understand.
Back door man, The Doors
El marido había levantado la voz una vez nada más.
-Usted sólo sirve para contar historias.
Era verdad, ella sólo sabía contar historias. Y de pronto a ella eso se le antojó un pecado más grande que la vida entera de María Magdalena.
Ese día, mientras cruzaba la calle, se dio cuenta de que el confesionario ya no podía ser sitio para sus historias. Pero ella no tenía la culpa de que los pájaros le hablaran.
Fueron los pájaros los que le hablaron del caballo. Ella les hizo caso y esperó. Después de un tiempo la espera neutra se transformó en una espera de él.
Un día salió a pasear fuera de la valla, y otro día fue feliz porque supo que vendría. Pocos días antes de que vieran al caballo merodear, ella encontró calma porque había entendido todo y no le hacía falta saber cuándo acabaría la espera.
El marido comía en silencio.
En la tienda del pueblo las mujeres se hacían cruces al verla porque una niña había dicho que la escuchaba pensar.
-Tiene la cabeza llena de historias, dijo.
Todas le creyeron. Por eso las cruces.
El tendero puso ruda macho detrás de la puerta.
Otra niña dijo en la escuela que la había escuchado hablando sola detrás de la valla, y la maestra le lavó la boca con jabón.
-No hablamos de la gente esa- le gritó a la niña.
La niña recibió una paliza esa tarde. Una de esas palizas ejemplares para fijar conocimientos.
Ella empezó a caminar cada día del otro lado de la valla, cosa que, por supuesto, estaba prohibida.
Todos vieron al caballo merodear. Los pájaros hacía rato que ya no hablaban.
La ruda del tendero se secó.
Las niñas estaban taciturnas en la escuela y las mujeres empezaron a pensar en mal de ojo y también en fiebre amarilla, y se quemaron muchos jergones de lana vieja y se cambiaron por heno fresco para ahuyentar cualquier posibilidad. Pensaron que así silenciarían las historias. Al menos esa historia en particular.
En el fondo, las demás mujeres se sentían estafadas por no escuchar ellas también los mensajes. Aunque los pájaros hacía rato que ya no decían nada.
El marido pareció volverse de escarcha cuando vinieron a decirle que la habían visto fuera de la valla. Y el caballo merodeando.
Ella ya se había acostumbrado a que la tienda era un lugar para todas las otras mujeres del pueblo pero no para ella. Las demás elegían metros de tela floreada y manteca y clavos y cinturones.
Ella ya no tenía nada para comprar, ni mucho menos nada que vender.
Antes de irse, ella se paseó por los porches traseros de las casas, porque consideró importante que las niñas supieran. Y las niñas querían saber. La pregunta era obvia, sencilla.
Le preguntaron si estaba bien perderlo todo para seguir el rastro de un caballo.
Esa noche el pueblo tembló con los gritos de las niñas, a quienes se castigó con minuciosidad en cada salón, delante del fuego.
A la mañana siguiente, en la escuela, algunas niñas todavía tuvieron fuerzas para contar lo que habían escuchado, y se les lavó la boca con jabón.
Imagen: Papercut by Elsa Mora