Dentro

Salud, visitante. Esto es Champawat, tierra de sangrantes. Aquí nadie se pasea por las calles polvorientas. Todos se quedan metidos en sus casas, atendiendo sus heridas, lamentándose por los que ya no volverán. Afuera hay monstruos. Afuera hay bestias. Afuera hay un criatura que husmea el olor de tu entrepierna y luego se lanza con las fauces babeantes, directamente a partirte la cadera. La tigresa antropófaga te quiebra como si fueras un pichón de gacela. Si tenés suerte y te suelta, tendrás tiempo de mirar el agujero que reluce bajo tus costillas, el lodo oscuro que mana de tu cuerpo.

Yo hace rato que me miro sangrar. Después de cierto tiempo se transforma en un ejercicio interesante, una meditación en movimiento, la mente quieta, la sangre fluyendo hacia donde quiera que tenga que ir. Cuando la sangre coagula, vuelven las palabras.

No hay más que hacer. Quedarse quieta y esperar que la sangre se detenga sola. Y luego sí, volver a salir, buscar a la tigresa, pedirle más agujeros donde meter los dedos.

Estos días he estado patrullando la fronda en su busca. Dentro de un momento me sorprenderá, me tenderá una trampa, me la encontraré mirándome con sus ojos del color de la alcaparra. Ansío ese momento porque sé lo que viene después. El lento balanceo en una silla mientras dejo de gotear.

Y entonces, como buena vecina de Champawat, me encerraré a lamerme y curarme, y si me porto bien habrá palabras nuevas esperándome al otro lado.

Mientras tanto, tienen todas las entradas anteriores de esta bitácora para hacerse una idea de qué pasa aquí.

Vuelvo un día de estos. Y si no vuelvo ya saben en qué estómago encontrarme. Si no los encuentra ella primero.

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Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

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Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta hace la tercera llamada

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

 

 

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El de Santa Teresita no fue el único al que le gustaba mi look mojado-correccional-de-mujeres. En honor a la verdad, el primero que hizo esa asociación fue Peluca.

Es extraño como, en los momentos más inauditos, cuando necesito un Chapulín Colorado que me rescate de mis variadas metidas de gamba, Peluca es el primero que me viene a la mente.

Con el bolso colgado del hombro, miro por el balcón hacia las vías. Sé que algunas de las luces que se mueven ahí abajo podrían ser las motos de Aceituna, o de Sambayón. O el coche de Peluca.

Déjenme que les diga que yo fui feliz, muy feliz, en el asiento trasero del coche de Peluca. Aunque al principio me reí del tapizado rojo, el volante nacarado, el cassette de Los Wawancó. Todo tan figaza. A veces el envoltorio es lo de menos. Yo, Berta, la del ritual secreto de hidratación y la crema facial euforizante japonesa refrigerada, la que tiene que salir corriendo un martes a la noche a un residencia misteriosa poniendo en peligro su vida y la de sus amigas, les digo ahora que a veces el envoltorio es lo de menos.

Borisbecker balbucea y el ruidito se traduce en mi cabeza como que es tarde, que la Micropunto ya debe estar llegando, que no la haga esperar.

Pero yo ya no tengo nada que hacer más que esperar. Y cuando espero, siempre se me ocurre que espero al mismo. Siempre estoy acá, sentada, esperando que Peluca se decida.

Es una manera de decir. No estoy sentada, estoy de pie en el balcón. A veces estoy de pie en el baño de un avión con Casimiro. A veces estoy apoyada en una vidriera espiando a algún panadero fornido mientras acomoda los sánguches de miga. A veces estoy con Borisbecker mientras trata de abotonarse a Namasté, la caniche de la boluda del séptimo A. Pero siempre tengo la sensación de estar sentada esperando a Peluca.

Entonces, como todavía debe faltar un minutito o dos para que suene el bocinazo impaciente del taxi de la Micropunto, y como no tengo quién me rescate, es sencillo acercarse a la mesita ratona. Son sólo dos pasos. Es sencillo agarrar el inalámbrico y marcar el número de aquel que creo que debería rescatarme. El que creo que debería haberme rescatado hace ya tanto tiempo, si alguna vez se hubiera decidido.

Marco. Por favor que no me atienda una mina. Por favor, San Expedito, de verdad: que no me atienda una mina. Miro alrededor mientras suena cuatro, cinco veces, pero ya no uso pañuelito de tela para apretar en el puño.

-¿Holá?

Me atiende una nena. Corto. Lloro. Salgo.

También a la del mandarino

Este texto fue publicado en el número 33 de la revista Agitadoras, en mayo de 2012.
 

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Las manzanas no caían porque no entendíamos nada. Había cuestiones a considerar: peso, volumen, gravedad. La sensación que dejan en la palma de la mano. No sabíamos lo que es estar colgadas de un árbol mientras la gente sopesa tus curvas y tus turgencias con dientes afilados como cuchillos. Los dientes se afilan solos, por el uso constante. De repente era verano, ese verano que habíamos esperado tanto, y las manzanas no se animaban a posarse todavía en las manos de los desconocidos. Una habla de posarse y piensa en cosas livianas, como un gorrión. Nunca fuimos gorriones. Habíamos soñado con este momento. Nadie se imagina lo que era intentar respirar como si nada, mientras buscaban el cuchillo bueno delante tuyo. Según la casa, el cuchillo bueno estaba mezclado con los demás cuchillos, o se guardaba todavía en su estuche original, en un cajón separado. El azahar nos enloquecía la piel y anhelábamos que llegara el verano. Yo sostuve siempre que se le llama azahar a la flor de todos los cítricos, también a la del mandarino. No sé si esto es verdad. Habíamos deseado que llegara ese momento. Los momentos se alargan o acortan de acuerdo a la intensidad con que los pienses. Habíamos soñado con la penumbra larga de la siesta, y nos habíamos tocado enteras. Era dulce siempre, húmedo la mayor parte del tiempo. Sólo unas semanas antes, cuando el azahar nos enloquecía la piel, lo habíamos deseado. Teníamos por costumbre mirar hacia afuera y desear que viniera la vida a buscarnos. Pero conocíamos las manos propias, y no contábamos con las manos nuevas.
Es lo de siempre. Acostumbrarse. Las cosas se vuelven hábito rápidamente, sobre todo a la edad en que una piensa que puede morir de amor cada noche. Nos derretíamos en la penumbra alargada de la siesta, se nos deshacían las manos. Habíamos llegado al punto de no retorno. Las manos nuevas raspaban, y eran grandes, y no hacían lo de siempre. Nosotras conocíamos las nuestras, nada más. Hay gente que mide la vida en cantidad de sorpresas. No teníamos forma de pedirles a las manos nuevas que hicieran lo de siempre. Y las manos nuevas lastimaban. No sabíamos pedir lo que queríamos. Estábamos mudas, no nos habían enseñado a pedir. Vendrían otros veranos, pero no lo sabíamos. Si sólo hubiéramos entendido que era posible pedir. Pide y se te dará, ¿no es cierto? Creo que nunca prestábamos atención en catequesis.
Pensábamos que sería nuestro último verano y nosotras ahí, con las manzanas sin vender. A esa edad, los veranos futuros quedan muy lejos. Había ventanas que se abrían para mirarnos, y luego se cerraban a toda prisa, sin darnos tiempo a calcular el efecto que había tenido esa mirada. A mí siempre me miraron menos que a ella. Era imposible que pasara el verano y quedarnos con las manzanas.
La mirada nos enloquecía la piel, el verano con sus flores locas, con el perfume a sol en los antebrazos. Se abrían y cerraban las ventanas, y no sabíamos si habíamos perdido la oportunidad de subirnos al verano. Me gustaban los botes de remo, los caballos bravos, los árboles a los que podía trepar sin ayuda, las escaleras de mano contra la pared. Abrirse o no a los dientes, a las manos nuevas. Abrirse a las flores locas de las miradas, el sol en los brazos. Quemaba mucho el sol y todavía no era verano. Por más que abrieran todas esas ventanas nadie podía ver lo que teníamos debajo de la piel. Ella se deshacía más que yo. Dudar antes de caer en las manos nuevas. El miedo de los cachorros. Miraban mucho pero nadie veía. Las manzanas acabaron por caer, pero ya no era lo mismo.

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Imagen:Orange Blossom Orchard, byRebecca Artemisa

Micropunto al habla

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Con Borisbecker hecho un buñuelo tembloroso en su almohadón, y mis propios nervios latiéndome en la garganta, me cuelgo el bolso y salgo muy decidida hacia la puerta.

Cinco segundos más tarde vuelvo sobre mis pasos, agarro el inalámbrico, marco el segundo número salvador. Me atiende la Micropunto, inusualmente dicharachera.

—Holááá.

—Puntito, soy yo.

—Berta, mi amor, cómo estás. Me estaba haciendo un pan de almendra y acelga, dicen que es re nutritivo y además te llena un montón y podés comer hasta una rodaja y media por día, lo cual me parece espléndido.

Frunzo el ceño, pues no reconozco el tentempié en cuestión.

—Punto, ese pan no es de Scarsdale ni de la Antidieta. ¿De dónde lo sacaste?

—No, no, es un snack nuevo, de la Dieta del Hortelano.

—No me suena, Puntito. ¿Por qué no la tengo en mis apuntes? ¿Por qué me ocultas información y empezás dietas sin mí?

—Berta, no seas demandante, que estaba de buen humor. Es una dieta nueva, parece copada: hojas verdes a full, frutos secos en cantidades moderadas, montones de clara de huevo. Huevo de granja, eso sí.

—¿Hojas verdes? ¿Y tus divertículos?

—Nunca tuve divertículos, qué decís.

No sé, Puntito, si fuera la dieta del perro del hortelano todavía…

—No te me pongas pasivo-agresiva, te lo pido por favor.

—Al final siempre me acusás de cosas que no tienen nada que ver.

—Uy nena, de verdad, qué retorcimiento de ovarios. Yo estaba de buen humor. ¿Qué te pasa? ¿Vos me llamabas por algo en especial?

Lloro un minutito antes de contestarle, y ella aprovecha el hueco en la conversación para bajar un cambio.

—Ay, Berta, estás sensible, qué pasó. No llorés, boluda, no llorés. Soy una bruta. Qué te pasa, tesoro.

Cuando la Micropunto deja de lado su pose de gurú de la sensatez y la frialdad y me llama «tesoro», es el momento de bajar la guardia y dejar que el corazón se me derrame como si se hubieran rajado las compuertas del embalse de Río Cuarto. Lloro un poco más audiblemente hasta mojar de baba y lágrimas el inalámbrico.

—No sé, es todo (hipo) un desastre (sollozo). Yo sólo (hipo, hipo, sollozo) quería (llanto desconsolado) quería…

—Buá, Bertita, buá, buáno, buáááno, calmate, tesoro, calmate.

—(hipo, hipo, hipo)

—Buáno.

—YO SÓLO QUERÍA PASARLA BIEN UNA NOCHE DE ENTRESEMANA (sollozo prolongado). ¿Es mucho (hipo) pedir?

—Buáno.

—¡Dejá de decir bueno y decime algo útil!

—Ay, Berta, no hay orto que te venga bien.

—¡Eso mismo dice Borisbecker! (Sollozos furibundos)

—Ese perro está más loco que vos. Calmate un poquito. Contame qué pasó.

—No.

—Berta, no empecemos con la nena malcriada, eh, que eso te funcionará con los hombres pero conmigo no, eh.

—¡Con los hombres tampoco me funciona! (Sollozo más que justificado)

—Buá. Buá. Qué pasó.

—Que yo quería estar linda y me hice el ritual de hidratación (hipo) porque me había comprado un vestido re lindo, re lindo (llantito)…

—Cómo…

—… y me lo quería poner. ¿Está mal? Sambayón dice que está mal, que soy una calientapijas. ¿Está mal querer ser linda? Decime.

—Pero qué. No entiendo.

—Y Aceituna ni un beso me dio (sollozo) y encima el helado estaba derretido y el envase olía a él. Muy boluda me sentí, muy boluda. Y el sueño ese de mierda.

—Qué sueño, que decís.

—Con los bailarines (llanto de bronca por tener un inconsciente adepto al music hall) y a Borisbecker no le importa nada y aúlla tibetano y ahora no me quiere acompañar.

—Berta, tesoro, estás fatal. No entiendo una garompa. ¿Adónde no te quiere acompañar Borisbecker?

—A la Residencia.

Oigo el inconfundible ruido de la Micropunto y su túnica incorporándose en su chaise longue.

—¿La Residencia?— Baja la voz a un susurro tísico —¿La Residencia Bogdanovich?

—Sí.

—¿Un martes? Vos estás demente.

—No, no estoy demente, ¡es una emergencia!

—Berta, decime un poco: vos no te habrás mojado, ¿no?

—…

—Nooo. Nooo. Pero Berta. ¡Pero Berta! ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

—Porque vos sólo hablás de tus acelgas y no me das bola.

—En otro momento te mandaría a la mierda, pelotuda. Esperame abajo, me subo a un taxi y te paso a buscar. Estás loca. Loca— La oigo caminar a grandes zancadas por su casa. —Un martes. Y seguro que estos no tendrán tiempo de avisarle a vos sabés quién, y encima vamos a tener que hablar con él en persona. Increíble. No lo puedo creer.

—Bueno, Puntito, perdoname.

—Ya vamos a hablar en persona. Estoy saliendo por la puerta. En diez estoy ahí.

—Gracias, Punto.

—No te escucho porque la rabia me sube por las venas del cuello y ahoga tu voz de tarada – dice la muy turra, y después cuelga.

 

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Imagen: street art by Veronica Leto/eveyinorbit

Berta llama a la Residencia Bogdanovich

 
Yo ahora les voy a contar algo que es secreto. Pero estoy segura de que no habrá problema, total, esto no lo lee nadie.
Intentando por una vez priorizar las decisiones en mi vida, marco un número clave.
Suena varias veces y nadie atiende. Me olvidé del código. Reviso mis apuntes, siempre junto al teléfono, igual que la carpeta con las copias de las dietas de mi amiga la Micropunto. Encuentro la tarjeta con esquinas doradas y letras en relieve. Marco, dejo sonar dos veces, corto. Marco, atiende la máquina, tecleo el código y me pasan con la otra máquina. Tecleo el segundo código y corto. Suena mi teléfono y otra máquina me dice que mi comunicación está en proceso. Suena un buen rato hasta que atienden.
—Residencia Bogdanovich, buenos días. —Se escucha de fondo un tintineo angelical.
—Seba, querido, son las once y veinte de la noche. No digas buenos días.
—¡Bertita! Vos sabés que nuestro día empieza a las cinco con el té de las cinco. Qué hacés llamando hoy. Hoy no podés llamar, mi amor, hoy no puedo, sabés que los martes es el día de…
—No sé en que día vivo, Seba, no me retes.
—Bertita, imposible, corazón, no.
Se escucha una voz de fondo:
—¿Quién es? —Sebastien tapa el auricular pero oigo todo.
— Es Berta, ¿podés creer? Que me llame hoy, justamente hoy.
La voz grita desde lejos:
—No te llama a vos, nos llama a los dos, tratala bien y preguntale qué le pasa.
Yo escucho muda. Sebastien vuelve con un gruñido.
—Qué te pasa, Berta. Te tengo que preguntar, viste, porque ahora me dan órdenes en mi propia casa.
—Pero no, Seba, ya lo conocés, no te da órdenes. No te pongas así.
—¿Y vos qué sabes? ¿Y vos qué sabes por lo que estoy pasando yo? — la voz de Seba se agrava con un tremolo de pecho que me recuerda a Elvis, pero más a Sandro. Lo quiero con locura cuando me lloriquea así. Tiene voz grave, de telenovela, como Aceituna.
—Seba, seguro que está todo bien. Si me dejás que vaya me podés contar todo lo que te pasa.
—No. No porque la última vez que te empecé a contar te fuiste y me dejaste con la palabra en la boca.
—¡Sebas, eran las cinco de la mañana! ¡Se estaba haciendo de día!
—Y qué problema hay, si no hacés un carajo.
Trago saliva y me arrepiento de haber llamado. Se escucha de inmediato el respingo y el grito de Massimo.
—¡Sebastien! No le hablés así a las chicas!
—Pero ella me llama y después me miente y me hace sufrir.
—¡Pero es Berta!
—Sebastien, dejá, si realmente es un mal momento yo llamo otro día.
—¡Me ofendés! Me llamás de la nada, me provocás y ahora me ofendés. ¿Cuándo te dejé en banda yo? Decime cuándo.
—Nunca. Es verdad —Es verdad que cada vez que llamo hay que dar este rodeo absurdo. Él se entretiene, es lo que lo alimenta a su retorcimiento de huevos, de alguna manera, este tira y afloja.
—Decime qué te pasa, así me voy preparando.
—Te vas a enojar.
—Yo nunca me enojo, Berta, amor. Vos no podés hacer nada para que me enoje. Nadie tiene ese poder sobre mí— recita Sebastien. Es verdad. Nunca se enoja: siempre parte de un escarpadísimo umbral de ira permanente, que a otras personas les costaría mucho alcanzar, pero que él se viene labrando a fuerza de años macerándose en sentimientos de inferioridad, inseguridad y orgullo brutal.
—Bueno, menos mal, Seba. Sos un divino.
—Ahora contame que te pasa. —Susurra con su voz de Barry White.
—Me mojé.
—No. Jodeme. No. ¡No! ¡No! No, hija de puta, no.
—¡Sebastián! —cuando le dice Sebastián con a y acento en la a es porque se está por ir todo al carajo. —Dejá de insultar.
—¡Se mojó! ¡Se mojó! — Seba aleja el teléfono y grita con la boca cerrada. Es un truco que le enseñaron en Brasil. Lo usa mucho. Es aterrador.
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
—Ay no, Berta. Berta. Berrrrrrrrrrta. —se escucha un estruendo y los pasos nerviosos de Massimo. —Dame. — le arranca el auricular —Hola tarada. Te lo tengo dicho. Te lo dije mil veces. Te digo tarada porque te quiero, pero es que no lo puedo creer. No te podés mojar un martes. Por qué nos hacés esto— Massimo también tiene una voz profunda y acaramelada, pero no tan grave como la de Seba. Creo que es barítono. Se conocieron en el coro de la Iglesia de la Santa Emanación. Es una larga historia. Por detrás, Seba llora con un rumor de oso herido.
—Ya sé, Massimo. Ya sabía que me ibas a retar. Pero bueno, no es urgente. Puedo ir mañana.
—Mañana, dice— se escucha a Seba sollozar de desesperación. —Oíme, vos sabés que no podemos dejarte así sin tratar. Vos sabés que mañana será peor. ¿Lo sabés o no?
Suspiro. Los llantos y admoniciones de Massimo y Seba siempre logran hacerme sentir como un gremlin que opta por comer chucrut después de medianoche.
—Sí, ya sé. Decime que hago,
—Tomate un taxi y vení ya. Pero ya. —Baja la voz y habla con total seriedad —Yo no tengo tiempo de salir y avisarle a Severino. Vas a tener que conversar vos con él.
—Cómo.
—Lo que oís. Hoy, martes, no puedo. Si venís a comer, vas a tener que hablar con él.
Esto es lo peor que me podría haber dicho. Súbitamente todo el plan se vuelve demasiado complicado. Pero ya estamos bailando, pienso, así que, Bertita, bailemos. Le pregunto:
—¿Algún cambio en la puerta?
—No me comprometas Berta no digas esas cosas no digas nada por favor— dice todo esto con la velocidad de un relator de fútbol en medio de un gol con siete gambetas, y después levanta la voz. —No sé de qué me hablás, no tengo idea qué estás diciendo, vení a comer cuando quieras.—Y me corta.
Lo miro a Borisbecker, que tiembla en un rincón y me ruega que no lo lleve con él. La herida de la última velada en la Residencia Bogdanovich todavía es reciente, y sé que no hay croqueta en este mundo que pueda convencerlo. La Residencia Bogdanovich es la kriptonita de Borisbecker.
Muy bien, entonces. Voy sola. Miro alrededor como si Borisbecker no existiera, agarro el bolso, me miro en el espejo. Estoy intentando insuflarle un sentimiento de culpa certero y mortal, pero el perro suelta un llantito que dice ni loco, Berta. Dice no me hagas ir, Berta. Dice, tené cuidado, Bertita, tené mucho cuidado.
 
 
 
 
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series

 

Palabra hablada, palabra olvidada

El viernes me olvidé de que tenía blog. De que tocaba escribir una entrada, y también de su existencia.
Les pido perdón a los incautos que se hayan acercado a Champawat, poniendo su vida en peligro, y se hayan encontrado sólo con el aliento fétido de la tigresa y nada para leer. Nada nuevo para leer, quiero decir.
Estos días también me olvidé de mí. Una está siempre mirándose el ombligo y su flora autóctona, pero a veces soplan vientos que te alejan de la orilla. Juegas a la estatua en el agua, aferrada a una vela imaginaria, y ya no tienes manera de volver. Algo así.
El otro día contesté una entrevista y no me reconocí en las respuestas. Le pedí perdón al entrevistador y le dije que ya le mandaría algo cuando el usurpador de cuerpos me dejara en paz. Me pregunto si con el hábito de escribir ficción una acaba siendo un personaje de sí misma. O si el bosque es tan denso que una ya no sabe cómo regresar y mirar las cosas con la cara limpia.
La tigresa se acerca, me husmea y veo que ha masticado mucha humanidad esta semana. Bien por ella.
Ayer celebramos el cumpleaños de Estación Spoken Word en ese lugar mágico que es Sa Possessió. Toni y Victoria hicieron un festejo precioso, con tarta incluida, y nos reencontramos con DYSO, que ya casi es isleño, y sus palabras saltarinas, que ayer sonaron más cercanas, más al oído. Conocimos a Batania y su musa. Nos emocionamos con Max Fernández Riera dejando volar al pájaro azul y recitando esos poemas suyos que me ponen la piel de pollo cada vez. Estaba todo Agente Noviembre con galletitas con monograma, ron y unas ganas de jolgorio total. Al lado, Eva se encargó de que el stand de Sloper despachara ejemplares de La reina del burdel como rosquillas. Enfrente el stand muy cuco de Ediciones La Baragaña y Casabierta Editorial. Lourdes Durán es quien hizo la foto que cuelgo aquí. También recitaron Biel Vila, Annalisa Marí, Tomeu Ripoll, Delfín… y espero no olvidarme de nadie.
Yo leí un texto aún inédito sobre personas primitivas y formidables (algo que está a punto de aparecer en formato electrónico y de lo que les hablaré muy pronto), y Flor Negra, que ya leí en mi primer slam el 25 de julio pasado.
Fue una noche de domingo en la que pareció que las palabras eran amables, que unían en abrazos. Pero no. En Champawat sabemos que la tigresa empuja con su hocico hasta que las palabras nos levantan la piel a mordiscones y ella puede ver qué hay debajo.

 

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Foto por Lourdes Durán.

Una no tan joven promesa

 

Promesas.

Prometí que no iba a hacer esto. Pero soy una chica que a veces rompe sus promesas, qué le vamos a hacer. También soy propensa a las efemérides y los festejos de aniversarios insignificantes. Son taras que una tiene.

En estos días mi primer libro, La reina del burdel, cumple un año. Desde aquí gracias a Román Piña, a Sloper y al Cafè Món, a todos los amigos de la vida que me soportaron durante la escritura, la correción (durante la cual, entre otras cosas, asistí a un parto hermoso y adquirí más fuerzas de las que podría describir) y los días previos a la presentación. (Fotos aquí). Gracias a los amigos de Mostros que se hicieron eco de toda esta locura y quisieron leerme, gracias a los muchos nuevos amigos, a las poetas que me animaron a leer en voz alta, a la gente que día a día me da sorpresas enormes, los muchos mensajes cariñosos, la gente que me cuenta que está leyendo el libro y de repente alguien llama para recomendárselo, ese milagro del boca a boca y la sincronicidad. Gracias a los amigos modernos amantes de las redes que se hacen fotos con el libro (y su hermosa portada por Don Rogelio J) y las cuelgan y las mandan por sms y mms y whatsapp y Twitter hasta que una queda desmayada de tanto amor. Hasta que el libro llega a una segunda edición que, por lo que me cuentan, no está muy lejos de agotarse.

Gracias, de corazón, a todos. Una es sólo una pared y si ustedes no estuvieran ahí jugando a la pelota conmigo, yo ya no tendría fuerza para gambetear.

No quiero olvidarme que la primera vez que publiqué en papel fue, otra vez gracias a Román, en La Bolsa de Pipas, hace un par de años. Por eso, otra vez todo confabula para que un nuevo texto mío aparezca en La Bolsa de Pipas de este trimestre. Mi texto se llama Quebrantahuesos. Y como pueden ver, soy por primerísima vez chica de portada, junto a Don Michele Dalmau, alias el Padrino, a quien por una vez no ofrezco mis respetos pero sí muestro mi amistad azotándolo con el libro rojo de Jung. Cosas que pasan en las librerías de Palma después de un gin tonic vespertino (sin pepino).

No se pierdan este nuevo número pipista. Y gracias, como siempre, por vuestra amable atención.

 

 portada bolsa 87

 

Foto por Román Piña.