Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.
El de Santa Teresita no fue el único al que le gustaba mi look mojado-correccional-de-mujeres. En honor a la verdad, el primero que hizo esa asociación fue Peluca.
Es extraño como, en los momentos más inauditos, cuando necesito un Chapulín Colorado que me rescate de mis variadas metidas de gamba, Peluca es el primero que me viene a la mente.
Con el bolso colgado del hombro, miro por el balcón hacia las vías. Sé que algunas de las luces que se mueven ahí abajo podrían ser las motos de Aceituna, o de Sambayón. O el coche de Peluca.
Déjenme que les diga que yo fui feliz, muy feliz, en el asiento trasero del coche de Peluca. Aunque al principio me reí del tapizado rojo, el volante nacarado, el cassette de Los Wawancó. Todo tan figaza. A veces el envoltorio es lo de menos. Yo, Berta, la del ritual secreto de hidratación y la crema facial euforizante japonesa refrigerada, la que tiene que salir corriendo un martes a la noche a un residencia misteriosa poniendo en peligro su vida y la de sus amigas, les digo ahora que a veces el envoltorio es lo de menos.
Borisbecker balbucea y el ruidito se traduce en mi cabeza como que es tarde, que la Micropunto ya debe estar llegando, que no la haga esperar.
Pero yo ya no tengo nada que hacer más que esperar. Y cuando espero, siempre se me ocurre que espero al mismo. Siempre estoy acá, sentada, esperando que Peluca se decida.
Es una manera de decir. No estoy sentada, estoy de pie en el balcón. A veces estoy de pie en el baño de un avión con Casimiro. A veces estoy apoyada en una vidriera espiando a algún panadero fornido mientras acomoda los sánguches de miga. A veces estoy con Borisbecker mientras trata de abotonarse a Namasté, la caniche de la boluda del séptimo A. Pero siempre tengo la sensación de estar sentada esperando a Peluca.
Entonces, como todavía debe faltar un minutito o dos para que suene el bocinazo impaciente del taxi de la Micropunto, y como no tengo quién me rescate, es sencillo acercarse a la mesita ratona. Son sólo dos pasos. Es sencillo agarrar el inalámbrico y marcar el número de aquel que creo que debería rescatarme. El que creo que debería haberme rescatado hace ya tanto tiempo, si alguna vez se hubiera decidido.
Marco. Por favor que no me atienda una mina. Por favor, San Expedito, de verdad: que no me atienda una mina. Miro alrededor mientras suena cuatro, cinco veces, pero ya no uso pañuelito de tela para apretar en el puño.
-¿Holá?
Me atiende una nena. Corto. Lloro. Salgo.