La emperatriz palúdica y la jardinera irresoluta

Viven aquí las dos. Se miran con desdén. No se entienden, y no hacen ningún esfuerzo por darse conversación. Cada una elige sus propios cautiverios.

El primer día, la emperatriz palúdica encontró un escarabajo de oro. Muerto. Lo guardó en una cajita sobre la chimenea, junto a las petacas de metal. Su pasatiempo es bajar al pueblo, o tomarse una cocacola en el café de la rotonda, donde para ser cool hay que llegar en tractor, y hay un gato que duerme entre las dalias, y un aljibe donde flotan los peces dorados, muertos, por haber comido demasiado pan y peras caídas del peral.

Hay demasiadas cosas muertas a su alrededor.

Conduce con pericia un carro color plata y podría hacer las veintidós curvas con los ojos cerrados. Abajo, en el pueblo, el escudo tiene dos leones de piedra con falos erectos, y los restaurantes sirven mantequilla salada con nombre como Mimosa, o Primor.

La emperatriz se despierta pensando en pasteles, los ojos opacos como una ciénaga, y mientras muerde bollo tras bollo relleno de crema se pregunta si no es la elevada tasa de azúcar en sangre lo que atrae a los mosquitos. Eso, o tiene la epidermis más dulce del condado. Pasa largas horas frotándose la piel con talco mentolado y culpa al picor por los libros sin abrir, los libros sin leer, la biblioteca abandonada.

La jardinera irresoluta no se cansa jamás de los cambios de luz. Es levemente agridulce esto de vivir boquiabierta y con la garganta seca por el asombro silencioso.

La emperatriz opina que no se puede pasar una la vida celebrando lo evidente.

La jardinera intuye la reprobación de la otra y calla. Querría expresar gratitud pero no dice nada. Cae la lluvia y ni siquiera eso empaña lo que ve. Este agosto tan anómalo ha hecho crecer las matas de hinojo silvestre, que son enormes pelucas de niebla verde en medio del jardín. Se compró una hoz pero no se atreve a usarla. Le teme a la visión del muñón futuro, pero también desprecia el concepto de domesticar un jardín salvaje. La menta, descontrolada, repta en manada sobre las demás hierbas. Las flores moradas del trébol cabecean, pesadas de semillas y abejorros. Crece la hiedra en la verja.

La hiedra de nombres fantásticos, murmura la emperatriz. Hedera helix, Hedera poetica.

La jardinera calla. Hay también una enredadera de campanillas blancas, y margaritas, y esas flores violeta que los gringos llaman buttercup. No tiene estómago para segarlas.

Hay que tener visión eugénica, brama la emperatriz, y cortar las gramíneas insulsas, las espigas tan feas, pisar fuerte con el cuarto menguante en la mano.

La jardinera aprensiva se muerde una cutícula. Dejará que el jardín abrace, como ella, la teoría del caos. A lo sumo intervendrá plantando romero rastrero, dividiendo aun más el tomillo, que llegó en maceta y que rápidamente fue uno y trino y ahora se arraiga en cinco puntos al mismo tiempo, milagros cuánticos en su franja de tierra. Los pepinos todavía no tienen espaldar y han enrollado todos sus tentáculos en la misma rama endeble. Cuando ve tanta obstinación y exuberancia en un jardín que crece hacia donde mejor le parece se da cuenta de que siempre será una jardinera culposa y blandengue. Se pasea por el caminito de tablones que hizo la primera tarde y deja caer la mandíbula por la admiración a diestro y siniestro, como una emperatriz repartiendo miradas condescendientes entre sus súbditos. Pero ella está enamorada de todos y cada uno de sus súbditos.

La verdadera emperatriz eleva sus ojos al cielo y se va adentro a preparar un curry de vaca.

La otra acaricia una hoja de remolacha. No tiene dinero para herramientas, se repite tercamente, y sin pala, sin rastrillo y sin azada su destino de jardinera no intervencionista está sellado para siempre. 

La emperatriz palúdica relojea desde la ventana de la cocina mientras mezcla yogur y pepino. Mire donde mire crecen nuevos brotes de trébol y el musgo se afianza entre los adoquines. Llueve sin parar desde hace dos días. El jardín parece hincharse y respirar en la bruma.

La emperatriz llama a la mesa con un grito formidable que reverbera en toda la casa. Cada tanto, cuando pasa frente a una ventana (hay muchas ventanas), se ve abducida por el verde y la niebla y se queda en el sitio, mirando, mirando, con la cabeza llena de pájaros y perfume a eucalipto en la nariz. Pierde así muchas horas al día. Vuelve en sí moviendo la cabeza despacito, como si la garúa se la hubiera llevado lejos. Se entretiene pintando con sellos de papa y maldiciendo las imperfecciones del parquet. Barre con la cola de su vestido el camino de miguitas que la conduce hasta el cuarto prohibido, y masculla incoherencias a lo largo del corredor, pero no se atreve a llamar a la puerta y vuelve sobre sus pasos con un montón de besos caducados en la boca.

the empress

Image: The Empress, by FloriographyTarot

Leona

lioness
Este texto apareció en la revista Agitadoras de abril de 2013.

It is for me the eventual truth
Of that look of the lioness to her man across the Nile

“Lioness”, Songs:Ohia  

Nunca se había sentido leona. Siempre eran de otros los rugidos vistosos antes de la película. De cualquier película doméstica o incluso pública, de esas pantallas plateadas a la fresca, donde todos podían ver el vapor saliendo de las fauces y huían por su vida. Ahí había rugidos y nunca eran suyos.

Nunca fue leona porque las coronas se las ponían otras. Y ella nunca fue de las que se sentían especiales, aunque escuchó tanto esa frase: “¿Qué tenés, coronita?” Ella no tenía coronita ni corona, y una leona debe tener al menos una corona imaginaria, ya que la naturaleza no le ha otorgado la melena regia del macho.

Nunca se había sentido leona aunque sí tenía una buena mandíbula, eso sí. Muchas veces se le escuchó decir: “con esta mandíbula de tiburón blanco que el buen Señor me ha dado no pretenderán que coma plancton.” Nadie sabía muy bien a qué se refería con esa bravuconada. Ni siquiera ella. Lo decía por decir, como habrá dicho tantas cosas en su vida. Ahora sabe que lo de la mandíbula tenía que ver con la promesa de una leonez, una leonitud. Lo sabe porque un día apretó, y algo crujió entre sus dientes.

Nunca se había sentido leona porque leonas siempre fueron las otra s, las hermosas y ordenadas, las que se subían confiadas al escalafón para preñarse y parir y después mostrar al cachorro, primero ensangrentado de la propia sangre, después limpio a lengüetazos y después seguro entre los brazos fuertes, defendido de vientos, mareas y tiburones blancos por ellas, las que de pronto adquirían ojos de leona. Esas eran las buenas. Las importantes. Las que tenían ganada para siempre la cucarda que ella nunca tendría. Después de todo, qué hay más definitivo que mostrar la cicatriz del hijo, la risa del hijo, la estatura siempre creciente del hijo, el amor inconmensurable que ella nunca sentirá. La marca máxima de leonitud. Ahí las tienen. Las leonas son sus amigas. Ella ama a las leonas. Ella ama saberlas así de completas. Cierra los ojos e intenta ver detrás de los párpados la leve luz rosada de esa completud.

Sabe, de todos modos, que una vez que el cachorro abandona el vientre las leonas acarician el vacío para siempre. Que eso también es definitivo. Y que eso se traduce en gestos heroicos que ella puede entender con la cabeza pero no con el cuerpo.

Pero un día apretó los dientes y algo crujió. Las encías le sangraron también, poco habituadas a ese tipo de visitas. Era algo que había cazado después de correr mucho, con la lengua afuera y los huesos doloridos, polvorientos. Jugó con la presa entre las patas delanteras, como hacen las gatas. Todavía no se animaba con según qué sensación felina y empezó por la película doméstica. Cuando el juego se volvió más bravo, cuando la presa empezó a oponer resistencia supo que se había confiado. Tuvo que esforzarse mucho para seguir jugando sin romper, sin matar.

Al final abrió los dedos hasta que aparecieron las garras, y después soltó las fauces, hundió la cabeza y apretó.

Lo que tenía entre las patas delanteras era perfecto como una perla e igual de valioso. Lo había matado ella solita y sólo por eso merecía ser coronada. Había sido algo bueno, algo que parecía gigante e inmutable, y ella lo había pintado de sangre y saliva. Amasar una pérdida entre las patas de pronto le pareció la hazaña definitiva. Ahora acariciaba el vacío ella también. Acaso en ese gesto podría aspirar a entender.

Se quedó largo rato husmeando el aire, fétido de río y de sangre mezclada, la boca abierta, los ojos fijos en la primera estrella en el cielo, las patas sujetando aquello que primero dejó de moverse y mucho después se enfrió hasta que ya no tuvo buen sabor.

Image: Portrait of a lioness, by Kim Stevens

Lunes animal

Ocurre que miro hacia afuera y seis ojos me preguntan si los llamo.

A veces no quiero tantos animales en mi corazón.

Entonces me encierro nuevamente en juegos fáciles, en rituales de comida y cobijo. Miro las orquídeas, quito las flores marchitas. Las flores viejas parecen de papel. Se quedan colgando de la planta hasta que alguien viene y se las lleva. Como mis animales y yo, que colgamos unos de otros hasta que alguno de nosotros sea tan frágil como el papel y ahí se quede, en las palabras.

¿Seré yo la encargada de las palabras?

En una librería alargada, en la vecindad de la feria de Tristán Navaja, en Montevideo, hay un libro de Bradbury que ya tengo y que volví a dejar en el estante.

Alguien se tomó el trabajo de subrayar cada animal nombrado por el autor. Luego los clasificó y cuantificó, con letra diminuta y parejita, en las primeras páginas. Creo que ganaban los leones.

Ahí están todos los animales de los que se valió Bradbury para enhebrar su fábula y yo lo dejé en el estante.

Que alguien vaya, por favor, a la feria. Que compre dos o tres latas antiguas de galletitas, de esas de metal, con la ventana redonda en el medio, y que después consiga ese libro y me lo traiga, con sus leones subrayados que resisten el paso del tiempo.

 

lion