Un minuto

 

Un minuto, y después ya no estás. También hay que permitirse sentir el sacudón durante un minuto entero. Después una puede seguir adelante con la alegría e inconsciencia habituales.

Tengo un amigo que me dijo, un par de veces, que dentro nuestro vive alguien que sabe más que uno mismo, y que va muy por delante de las palabras. Yo le creo, después de todo me dice las cosas con amor y tiene ojos lindos. Todos mis amigos hombres tienen ojos lindos, ojos que dicen la verdad.

En algún momento de 2008 me pareció una buena idea dedicarle una canción de Mostros a mi abuelo, que eligió vivir solo, casi como un ermitaño. Primero en un hotel, después en un catre en un galpón. Iba a escribir que eligió morir solo también, pero de eso no estoy tan segura. No estoy tan segura de que se elija. Se sabe y ya está. Un día se entiende, un día se empieza a no hacer pie dentro de esa noción. Eso me lo enseñó otro amigo de ojos lindos, hace mil años, mientras estábamos sentados en unas sillas giratorias con vista a la calle Florida.

Tiene razón mi amigo, mi otro amigo, acerca de que las mujeres aprendemos más tarde lo de morir solos. Los chicos lo entienden muy temprano. Como en esa escena de Annie Hall. Woody-niño no puede hacer la tarea porque el universo está expandiéndose y todos vamos a morir.

A las mujeres que aprendemos todo tarde nos dan ganas de abrazar hasta el infinito a esos hombres-niños que sufren día a día por la noción de morir solos. No podemos evitarlo. Como en The Crying Game, es nuestra naturaleza. No queda claro si somos ranas o escorpiones. Déjenme que pase el minuto entero, y después se los confirmo.

Otro amigo (de ojos etc) diría que ser sabios, entender las cosas no nos evita el dolor, pero sí el sufrimiento. Las mujeres que conozco, haciéndonos un poco las boludas con respecto al temita de la muerte, vivimos entendiendo con el cuerpo, teniendo epifanías en algún lugar a mitad de camino entre la garganta y el perineo, y entonces estiramos los brazos para abrazar, con la esperanza de evitar el sufrimiento de los que tenemos alrededor. Es así, no sabemos hacerlo de otra manera. Abrazamos, exclamamos que Brooklyn no está expandiéndose, nos secamos la lagrimita y seguimos. Bánquensela o déjennos en paz.

Pero vengo a hablar de vivir solos. En esa canción, la que va por delante de las palabras sintió que no había tiempo que perder, que había que planear. (Inaudito para alguien como yo, que nunca planea nada, que simplemente siente que se le inflama el tuétano y generalmente opta por volar montada en los huesos del prójimo). Y ahora entiendo que la sensación no me vino de mi abuelo ermitaño, pese a que en un momento pensé que la canción era para él. Esa sensación viene de mi abuela, la que lo echó a la calle, en una época en las que las mujeres sensatas no hacían ese tipo de happenings.

Digamos que las mujeres de mi familia no sabemos dosificar. No sabemos escatimar, especular ni hablar bajito. Me imagino a mi abuela tirando a la ropa del abuelo a la calle por un balcón (aunque no vivía en una casa con balcón). Me la imagino puteando y llorando como una Ana Magnani descontrolada. Me la imagino como su querida Tita Merello, pensando en lo que se diría de ella. Las mujeres de mi familia somos así, tenemos estos muslos y estas narices y gritamos en todos los idiomas de la escoria de Europa. Enloquecemos cual condesas polacas ahogadas en aguardiente y endogamia, nos rompemos de amor y quedamos despedazadas como los Balcanes, nos mordemos los dedos con rabia para no amazzar a quienes tenemos enfrente, como señoras rencorosas de la ‘Ndrangheta calabresa.  Pero en algún momento, a veces tarde, a veces justo a tiempo, entendemos que no se trata de quienes tenemos enfrente. Se trata de una. Se trata de mirarse con el espejito-blancanieves y decirse la verdad. Y cuando una se dice la verdad de repente tiene más resto, más soplo, más para dar.

Mi abuela hubiera cumplido hoy 101 años. Se murió a los 98, vivió sola muchos años y se pasó la vida dándolo todo, dándose entera. Una superviviente en el buen sentido, una grossa.

Le gustaba cocinar y jugar a la lotería, las cartas, el juego de la oca, el Memotest y el Cerebro Mágico, y llorar y reír a full, como yo. Y pedía amor dando amor, como hago yo, como hacemos todos.

Mi hermano (otro hombre de ojos lindos) me hizo acordar de esa frase de mi abuela que a él le hacía gracia, y a mí ahora me emociona tanto:

“Subí la música que no la siento”

Para ella y para ellos, entonces, va esta canción de cuando yo tenía ganas de gritar.  Suban el volumen si quieren sentirla.

Mostros – One Minute (Bonus Track)

Por cierto, todos ellos, mis hombres de ojos lindos, mi abuela y mi abuelo, caminan conmigo hoy hacia una casa que todavía no sé si tendrá balcón desde donde hacer gestos espléndidos o desde donde soltar mi pelo cual Rapunzel entrada en años. Pero todos caminan conmigo. A las brujas, lindas mujeres sabias de mi vida, casi que no hace falta mencionarlas, porque no me sueltan la manito nunca.

Un minuto, y después ya fue.

 

 

One minute (Mostros)

 

He estado pensando: cuando sea vieja

dejaré a todos en banda

y me iré a vivir a un motel.

Empacaré papel y pluma,

algunos libros,

a mis tres gatos,

sobreviviremos a té y tostadas.

Un minuto, y después ya te has ido

mejor planearlo todo.

Un minuto y nada más

mi futuro es perfecto

Nunca he sido una coleccionista de discos

Puedo vivir sin mis cassetes

Escucharé la música dentro de mi cabeza

Un minuto, y al siguiente ya te has ido

Mejor planearlo todo sola

Un minuto y nada más

Mi futuro es brillante

Me compraré un contrabajo

Eso me obligará a mantenerme de pie

una vieja dama necesita ejercicio

Un minuto, un minuto.

No tendrás mi dirección

así que no vayas buscándome con el coche,

no estoy pidiendo que me recuerden.

Si me ves sentada en un porche

no me vengas con charla intrascendente:

sé demasiado bien cómo hacerme la sorda.

Dejaré de teñirme el pelo,

tendré una larga trenza blanca como Patti

me liberaré de internet.

Plantaré marihuana en el alféizar

y robaré en los supermercados

me prepararé gintonics los viernes por la noche.

Me pasaré las mañanas cantando viejas canciones

y las tardes leyendo libros viejos

y las noches despierta pensando en vos.

 

 

 

Mano a mano (o instrucciones para reencontrarse con la caricia que nunca fue)

 

Este texto apareció en el número 32/abril 2012 de la revista Agitadoras.

Primero. Levantarse de la cama.

El despertador aún no ha sonado, es esa hora incierta de la madrugada en que todavía no aclaró pero ya cantan los pájaros. Esos trinos hijos de puta en la distancia anunciando que queda poco tiempo de sueño. No encendés la luz. No la encendés por costumbre, por no molestar a tu pareja si aún duerme a tu lado, si todavía no la espantaste a otro cuarto por tus ronquidos de morsa, a otra vida lejos tuyo por tu mal aliento o por tu manía de dejar la ropa tirada en el sofá y el perchero atiborrado de bufandas y bolsos floridos. O no la encendés porque conocés bien tu casa, vivís sola, y aunque no haya nadie a quien molestar no tiene sentido crear un cono de luz solo para iluminar tus pasos de siempre, la perezosa y tambaleante caminata que separa tu hueco tibio en la cama del frío húmedo del baño. Entonces caminás a oscuras, los nervios de la epidermis de la planta del pie notan el límite abrupto entre parquet y baldosa. Ya estás en el baño.

Segundo. Bajarse los pantalones.

Esa cintura del pijama que te aprieta tanto y que nunca te acordás de cambiar por un elástico menos agresivo, más inofensivo, que no te deje esa marca reticulada de lolita en la piel tierna del sueño. Y te bajás el pijama entonces, la barriga liberada de la opresión que hasta ahora había pasado desapercibida, y te quedás con el culo al aire. Dormís sin bombacha, tomando al pie de la letra el consejo de la abuela, chiquita, hay que dormir sin bombacha, la polola tiene que tomar aire por la noche.

Tercero. Sentarse.

De pie, de espaldas al inodoro, culo al aire, flexionás rodillas, tobillos, flexionás los huesos de la cadera, la cabeza dirige el movimiento, cabeza adelante para que el resto del cuerpo vaya detrás y abajo.

Cuarto. Sorpresa.

Algo te está esperando. Te sentás sobre una mano fría. ¡Sí! La sensación es la de apoyar todo tu sexo sobre una palma fría que te está esperando en el inodoro. Te ponés de pie de un salto y mirás. Ridículo. Te olvidaste de levantar la tapa. Pero ya se te fueron las ganas. Se te cortó el pis porque toda la sangre del cuerpo te bombea en las sienes, y el estómago se ha encogido y aún sentís claramente esa caricia pasiva esperándote en medio de la oscuridad, esa mano abierta y franca y conocida recibiendo tu sexo relajado, el esfínter suelto.

Quinto. Reconocimiento.

No hay nada suelto en vos en este momento. Ni un músculo, ni un tendón. Te preguntás qué es lo que te pone tan nerviosa más allá del susto. Qué es lo que te desconcierta al punto de no poder respirar normalmente. ¿Acaso nunca se te ocurrió pedirle a un amante que te esperara con la mano abierta sobre la cama? O sobre la silla, como intentaban hacer los compañeros del colegio cuando eras chica: tratar de agarrarte desprevenida cuando ibas a apoyar el culo en la silla. Y es esa sensación olvidada la que regresa, y descubrís que te inquieta porque, desde un lugar sin nombre, el truco volvió, completo, inmejorable. Volvió como se lo debían haber imaginado tus compañeros pre-púberes, en esas horas calenturientas del colegio. Volvió de forma perfecta. Y ahora sabés de quién es la mano, la mano conocida, la mano que vuelve.

Sexto. Encontrarse.

Es, por supuesto, la mano de C., que ya no está en ningún lugar con nombre. C. divertido, inteligente, a quien quisiste tanto, y que se fue tempranísimo, cuando ya habías perdido contacto, una enfermedad insólita que se lo llevó por delante, apenas adolescente. Y en la madrugada somnolienta, en medio de ese sopor alerta que reemplazó a las ganas de hacer pis, te encontrás de pie, dedicándole esta sonrisa de las small hours a C. y su mano fría, que volvió desde algún lugar para esperarte, palma hacia arriba, en el asiento del inodoro.

Séptimo. Despedirse.

Y entonces volvés y te sentás sobre la mano, tu sexo desnudo y despierto, y dejás que te envuelva su caricia plana, aunque solo sea para devolverle a C. un poco de esta vida que no sabés si llegó a conocer. Una vida de retozar entre sábanas tibias, una vida de labios y vello púbico en el hueco de la mano. Y después de un rato así, te ponés de pie, levantás la tapa, hacés un pis lento y desganado, y volvés a la cama ya sin pijama, en honor a todos tus muertos.

 

manos

Imagen: Man Ray: manos pintadas por Picasso. 1935.

No toques nada, nadador

 

John Cheever se reiría de mí. O quizás ni perdería tiempo en ello. Cheever usa la palabra “estúpido” para referirse a aquellos escritores (sin dominio de su oficio) que claman que sus personajes tienen vida propia, y a aquellas invenciones que supuestamente huyen de sus autores y labran sus propios argumentos. Deleznable, diría, también.
Si llega a leer lo que escribí el otro día aquí en Champawat, eso de preguntarse si, de tanto escribir ficción, una acaba siendo un personaje de sí misma, seguro que me echaría a patadas de su cocktail party. Y yo tendría que huir, esta vez como un personaje prestado, nadando de piscina fría en piscina fría hasta alcanzar la carretera.
Yo les cuento todo esto porque todavía no había colgado aquí la entrevista que me hizo mi querido Hugo Clemente, autor del magnífico Cuaderno de Agua,
para su blog.
La anécdota gratuita y olvidable: contesté toda la entrevista de un tirón y me quedé leyéndola estupefacta como si la hubiera escrito otra persona (perdón, John). Decidí que esa no era yo. Y esperé dos meses, sin tocar nada, a que la vida se ajustara al habla de esa que contestó las preguntas. Quizás en ese gesto (el de ser insólitamente paciente, en el de confiar sin revisarse demasiado), quizás allí sí me acerque a lo que a veces hacen los escritores, y las personas, cuando saben. Cuando se saben. Qué poco sé ahora, de todas maneras.
Ligeramente esquizoides, todos nosotros, sí. Por algo paseamos por Champawat como si fuera un parque de diversiones. La tigresa ya se comió a 286 infelices, y el próximo puede ser uno de los nuestros. Uno de esos miles que llevamos dentro. Seguiríamos caminando, seguramente, pero tal vez ligeramente rengos de alguna de esas voces que cada tanto se nos trepan al hombro, como loritos, para gritarnos barbaridades en la oreja.
En ocasiones veo voces. Algunas hablaron con Hugo para No Toques Nada. La entrevista, aquí.

 

swimmer

Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Swing

Siempre creí que tenía swing. Porque tengo ritmo, porque tengo cierta flexibilidad, cierta tendencia al balanceo, se me da bien hamacarme, rockear, rollear.
Pero el swing es otra cosa y tuvimos que llegar al año trece para descubrirlo. Se ve que además hacen falta otros dones que el buen Señor no me ha otorgado. Léase: coordinación, obediencia, sentido de la oportunidad.
Hay gente que ha tipificado el swing. Anoche bailé lindy hop, por primera vez, en una fiesta fantástica. Las chicas estaban hermosas con sus vestidos de falda amplia, y brillaban cuando los chicos, ágiles, cancheros, las hacían volar por los aires. Es lógico: a las chicas siempre nos gusta salir a volar.
Me contaron que se le llama lindy hop por Charles Lindbergh y su salto a través del Atlántico. Inmediatamente pensé en Rod Stewart y ese paso de gigante en la portada de Atlantic Crossing. Inmediatamente pensé también en el mucho esfuerzo que he puesto a través de los años en cruzar mares en uno y otro sentido. Ahora estoy de este lado de un mar menor porque me lo pide todo el cuerpo, pero no alcanza, no basta, el efecto dura demasiado poco.
Hay unos pasos básicos para empezar a bailar lindy, y me mostraron los ocho primeros movimientos recontra básicos a la hora de la merienda. Por la noche estaba lista, con mi vestidito negro, para que me sacaran a bailar. Avisando oportunamente, eso sí, que era novata y, fundamentalmente, una caradura.
Anoche aprendí varias cosas.
Que en todo baile en parejas lleva el hombre.
Que siempre hay un leader y un follower. Cualquier semejanza con Twitter es pura coincidencia.
Que no conviene confundir el rol.
Que hay diferentes clases de hombres:
-Los que se preocupan por que aprendas bien los pasos, más que nada para que puedas salir airosa en una pista de baile llena de gente dando saltos y patadas. Ligeramente paternales.
-Los que se irritan porque no sabes los pasos, aun habiéndoles explicado que eras doncella. Se pasan toda la canción protestando y tratando de llevarte por el buen camino a fuerza de entrecejo y resoplido. Así no.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos, quieren que te la pases bien y te tratan con paciencia y suavidad. Smooth operator.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos y no sólo quieren que te la pases bien bailando, sino que te sientas la puta reina de la pista. Mucha cadera, mucho giro, mucha sonrisa y algún salto ornamental. Complicidad y compenetración.
En algún momento de la noche el Señor Resoplido, no contento con aguarme el baile, vino a decir algo como “Te cruzas todo el tiempo, es como si tuvieras un leader dentro”.
Pausa para espumarajo y respuesta que él pudiera entender:
– Es que, aquí donde me ves, no soy mujer: soy travesti.
– Y lo bueno que estás- me dijo, al pasar, el Señor Complicidad, siempre risueño y atento, mientras hacía volar a otra que sí había entendido de qué iba lo de follower.

fosy  andrea

Foto: Andrea & Fosy by Markel Optah Uriarte