Maldonéitor

 

 

Mañana los amigos se juntan a brindar por el Indio Maldonado. El Indio se fue hace tres días, antes de tiempo (siempre es antes de tiempo), absurdamente (es siempre absurdo). El Indio, uno de los tipos más generosos que conozco, amigo de sus amigos hasta la exageración. Uno de esos maestros lindos que de repente la vida nos pone en el camino. De los que enseñan con risas, y también con silencios.

Cómo se hubiera reído de verme en mi foto de perfil, bicho urbano posando, agarradita a mi calavera de vaca, él, que carneó una vaca en la cocina. Porque el Indio se quedo aislado por una inundación en el campo, y después de haber hecho realidad aquello de gastar pólvora en chimango, vadeando el barro y buscando los nidos de chimango escopeta en mano (para morfárselos), optó por sobrevivir y mató y carneó una vaca en la cocina.

Yo desde acá confío en encontrar alguien que haga justicia y me recree y filme esa escena para mostrarle a los amigos. Sobre todo para ayudar a captar visual y neuronalmente la dimensión y alcance de vaca-en-cocina.

Porque el Indio es así y te hace unos asados kilométricos usando un somier como parrilla. O un alambrado.

Porque el Indio cada vez que ve a Rudie, mi gato gordo, grita “qué lindo que está el gato…para hacerlo al horno con papas”.

Porque el Indio es así, carnívoro a full. Y pese a eso cavó zanjas en la huerta con nosotros, y durante una tarde inolvidable me enseñó su manera de laburar, midiendo y cortando y clasificando al milímetro las cañas para las tomateras. Y juntos hicimos una estructura que, si no hubiera sido por la rotación de los cultivos, habría durado en pie más que la Gran Muralla China. ¿Y vos te creés que a él le importa un pito la huerta, lo orgánico, el fruto de la tierra? Un solo día lo vi tomar verdura, de nuestra verdura, una sopita de calabacín, porque estaba resacoso. y para darnos el gusto. Para vernos contentos. Porque éramos sus amigos y él siempre estaba ahí.

Y el Indio te dispone las cañas como si fueran la Gran Muralla China, porque el Indio es más McGyver que McGyver, y te desarma el coche y te arregla el embrague, el contador del riego, la persiana, el motocultor. A la argentina (con alambre) o a la gallega (de un mazazo). Maldonéitor resuelve, Maldonéitor arregla.

¿Quién nos va a arreglar esto, Maldonado?

El Indio por arreglar te arregla la casa. Nos reformó la casa, el Indio, nuestra casa. Me bancó dibujándole la cocina de mis sueños en una servilleta, e hizo regatas, picó y revocó y cortó baldosas con una radial traicionera para que yo pudiera cocinar curries de vaca y jugar a la ama de casa suburbana durante muchos años. Y durmió en nuestro sofá un mes “para no barriletear”, en medio de la obra, mientras masticábamos pizza tras pizza y polvo y los chicos meaban en un bidón de cinco litros de agua mineral.

Y una mesa me hizo. Una mesa hermosa, después de que le rompiera las pelotas para que aceptara un cacharro herrumbroso que yo había rescatado de la basura como animal de compañía. Protestó y puteó, pero me hizo mi mesa, divina, un óvalo que no es un óvalo, una cosa de patas cónicas y forma de tabla de surf que no es tabla de surf porque es como la soñé yo y como la pensó el Indio: rústica.

Y cuando no teníamos casi nada, más que un colchón en el suelo y los unos a los otros, el Indio era siempre la alegría del hogar, de la fiesta y de la huerta.

Vivíamos todos en lo que hoy se llama pomposamente un piso patera, catorce éramos, contando al Indio, que dormía en el pasillo. Y cocinábamos y plantábamos hierbabuena y hierbamala en el balcón, y luchábamos, los catorce, por la reposera del balcón y por el sofá y el control remoto para ver la primera edición española de Gran Hermano, sin darnos cuenta de que estábamos mirándonos a nosotros mismos en la pantalla. Y cuando llegó el otoño y no teníamos calefacción inauguramos la chimenea del piso, y salimos a buscar leña por las calles de Palma. En pocos días la cosa se puso cruda y se acabó la leña, que en realidad eran pallets que habíamos encontrado por ahí. Y nunca me voy a olvidar del momento en que Maldonado, vaso de cerveza en mano, nos miró con esa mirada suya. Hacía tanto frío que decidió tirar las paletas (las paletas de madera con las que habíamos jugado en la playa durante cinco meses) a la chimenea. Pero duraron muy poco. Entonces fue cuando tiró también la reposera del balcón. La rompió a pisotones, como se pisa la madera para hacer el fuego del asado, y la tiró a la chimenea. Y con eso se terminó oficialmente nuestro primer verano en Mallorca, y la edad de la inocencia.

¿A cuántos conciertos viniste, Maldonado, con tu mochila a cuestas, esa mochila que pesa como si llevaras dentro uranio enriquecido? ¿Quién nos va a cantar el Blues del Serrucho ahora?

Y el Indio tiene sólo un ojo operativo, pero los mejores reflejos del universo (reconocido oficialmente, con porcentajes apabullantes, por el ordenador del señor que te da el carnet de conducir). Y el Indio te maneja coche, moto, motoneta, furgo, tractor, catamarán. Y todo sin beber una gota de agua. Porque oxida.

Habría que rebautizar la canción de Dr Feelgood en honor al Indio. Mate and alcohol. Porque él leche tampoco toma. Trabajó en un tambo y dice que vio cada barbaridad que la leche le da náuseas. El día que cobré mi primer sueldo de encuestadora hice un pastel de papas para festejar con Los Catorce, y me tuve que aguantar el sermón de la montaña porque le había puesto manteca al puré. un sermón de él, que carneó una vaca en la cocina. Pero al Indio le aguanto eso y más. Y al Indio es al único que le banco que me bardee por brindar con agua, porque si Luca le jugó a Pappo una carrera tomando ginebra de acá a Rosario, el Indio le gana a toda mi parentela polaca una carrera tomando vodka de Algaida a Costitx y de Costitx a Varsovia, como quedó demostrado en varias ocasiones.

Y me dejaste un mensaje en el contestador avisándome que te casabas, y lo escuché tarde. Y después ya era larga distancia y días raros y no te llamé, boludo. No te llamé. Porque pensé lo que pensamos siempre, que hay tiempo. De arreglar las cosas, de abrazarnos y decirnos que nos queremos, decirnos lo mucho que nos importa que el otro esté, haya estado en nuestra vida. Que vos hayas estado siempre ahí, siempre listo para el mate y la charla y el cariño en silencio. Pero el tiempo, y también el silencio, pasan, arrasan y ya fue.

Y en estos días cruzás el mar y volvés al campo en una cajita y no me entra en la cabeza, no me entra en la cabeza. Mañana se juntan los amigos a brindar por vos. En algún lugar estarás siempre, gritando “¡Minuto!” con nosotros. Yo brindo desde acá, y mañana no me bardeás porque mañana cae un etil, seguro.

Cómo te voy a extrañar, Maldonado. Buen viaje, hermano.

 

Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.