Este texto acaba de aparecer en el número 37 de la revista Agitadoras. Es tal vez una continuación a o apéndice de “Atormentada”, uno de los cuentos de La reina del burdel.
A veces camino por torrentes sin agua. O me llevan en bici por el lecho de algún río, entre risas. Otras veces me siento más profunda que cualquier océano, aunque esto que digo no tenga profundidad alguna.
Extraño la arena gruesa y me paro frente al mar a que el viento me vuele lo que sea que se me haya posado en los párpados estos días. Esta mirada de loca afiebrada que se me ha puesto.
Sentada como una gallinaza sobre una veleta, cambio la sudestada por el llebeig y vuelvo a la sudestada. Es todo lo mismo, grado más, grado menos.
Miento para sentirme fuerte e importante, y tiro una moneda que primero no quiere que la arroje y cae al suelo, y después me dice, nena, andá para casa.
Me dice que no hay razones, que no hay motivos. Que tal vez la erupción de prominencia solar helicoidal haya tenido algo que ver. Que el terreno estaba arado, que no es el viento, que no, que no es un viento en particular.
De pie en un balcón con vista a la rompiente, mojada sin remedio desde hace demasiadas horas, me alejo cuando las olas se acercan.
¿Cómo se explica esto? ¿Este susto repentino cuando la ola me salpica?
El único mar que admito quedó atrapado en una noche de insomnio, y lo que verdaderamente me moja, más que estar de pie aquí, es el espejo que me han puesto enfrente.
Mirar al mar tiene dos riesgos. A veces te pone en un lugar muy visible, en una línea de tiempo sagrada entre ancestros y posteridad, y entonces brindás silenciosamente por todas las tribus que han mirado el horizonte y su telón de olas.
Otras veces el sonido te vacía y por más que busques una palabra, una definición, sólo queda el agua golpeándote las costillas por dentro, jugando con tu diafragma, ahogándote de dentro hacia afuera.
Y en esta noche nublada el mar se rompe y el viento golpea y los barquitos iluminados son el acento en esta canción peligrosamente cursi que dice que el mundo es la casa de todos.
Tengo compañeros que juegan con el viento. Ellos van a lo suyo y permiten que yo me enfríe frente al mar, frente a este mar habitado por pequeños rostros sonrientes. Conmovida, la gente de buen corazón se asoma por los ventanucos de sus camarotes para saludarme a la distancia.
No me ven pero me adivinan. A veces ni yo misma me veo, y tengo que andar a tientas sobre mi disfraz para que me vuelva a caber el cuerpo.
Los rostros de los camarotes son el equivalente a las estrellas amables de los cuentos para niños. Por un momento iluminan el mar con sonrisas y senderos de noctilucas.
Después de un rato el vendaval arrecia, y los barcos se meten en la niebla y desaparecen. Vuelvo a quedarme con mi disfraz, ya muy mojado.
Entonces el único que todavía me mira, desde un balcón en otro punto de la bahía, es un chico muy alto y muy negro. Puedo intuir, a la distancia, entre la bruma, su gesto de alarma ante una chica que tira una moneda frente al mar una noche de tormenta.
Mejor no, parece decir.
Me apoyo en el balcón y me gustaría contarles que pude mojarme de olas pero yo sólo admito el mar que quedó atrapado etcétera.
Y le hago caso a la cara que dice que no. Doy un paso atrás. Miro la tormenta como lo que siempre fue: una amiga, una visita amable. El chico de la cara alarmada se gira y se va.
Cuando la tormenta ha hecho su trabajo me voy yo también, y camino y camino.
Muchas cuadras más tarde un chico muy alto y muy negro se levanta del banco de una plaza a la que llegó antes que yo. Me pregunta:
—Hola chica, ¿has visto el viento en el mar?
Y yo le digo que sí, sin miedo y con una sonrisa que reservo para las confesiones de las brujas de mis amigas. Pero el chico también es brujo porque me ha visto mirar.
Su siguiente pregunta es si hay posibilidad de algún curro de diseñador.¿Qué se responde ante algo así? ¿Por qué gotea la coyuntura sobre nosotros de esta manera?
Lo miro con sonrisa de tarada que no entiende, y él se señala a sí mismo, con el desparpajo de quien no tiene un codo roto y puede llevar el pulgar al esternón con toda naturalidad y me dice, con los ojos más verdaderos de los últimos tiempos:
—Yo podría dibujar el mar de esta noche.
Dios que me da tantas palabras en vano no me preparó para nada de esto, se los prometo. Le respondo con entusiasmo genuino.
—Bien por ti.
—Gracias, chica.
Yo no le puedo dar trabajo. Sin embargo podría habérmelo traído a casa para que me dibujara con su acento francoafricano todas las tempestades que me hicieron tirar monedas hasta el día de hoy.
Pero entonces tendría overbooking de compañeros de viento en mi vida.
Foto por Macky.