Aceituna y sambayón

Las instrucciones fueron claras: medio pollo al spiedo, papas rejilla, ensalada rusa, media docena de empanadas. Y dos porciones de pascualina, que siempre congelo inmediatamente.  Me gusta tener comida sana a mano para cuando viene mi amiga la Micropunto. La tranquiliza ver algo verde en el plato, aunque esté asanguchado entre numerosas capas de hojaldre y lleno de salsa blanca, espesa como para empapelar una habitación.

Antes de colgar, puedo oír el grito del rotisero, que destila amor:

—¡Berta, muchachos!

No llego a escuchar la respuesta. Pero me imagino la trastienda de la rotisería como una vasta sala de calderas donde jóvenes sudorosos, con la parte superior del mameluco azul caída, se levantan la máscara de soldar para mostrar los dientes en una sonrisa que hace salir el sol en sus caras manchadas de grasa.

Eso en primer plano. Detrás, y al mismo tiempo (para qué sirven los ensueños, si no es para que una pueda dirigir sus propias películas), detrás, al escuchar mi nombre, una multitud de empleados de la rotisería, con camisetas rayadas, dan vivas y echan sus sombreros al aire. Como en el momento crucial de una película de submarinos, cuando la aguja del barómetro se aleja por fin del sector rojo y el cacharro deja de sonar a abolladura perpetua.

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Sí. En el breve instante en que cuelgo el inalámbrico puedo distinguir todos estos detalles del daydream. Y sí: todos los empleados, enamorados de la manivela del spiedo, llevan sombrero de marinero, tienen cara de rusito, ojos verdes abotagados por el vodka, o tal vez entrecerrados por media vida soportando el viento de la tundra, y una nariz como la del baterista de Iron Maiden.

Me muerdo una cutícula mientras marco el siguiente número. Ahora toca la heladería de la plaza. Me atiende la misma víbora de siempre, con su voz frustrada y nasal. Siempre pido lo mismo: dos cuartos de dulce de leche granizado y sambayón. Siempre implota su cerebro por un instante antes de preguntar:

—¿Dos cuartos? ¿Del mismo gusto? Te mando medio kilo, entonces.

Y murmura algo, la muy perra. Puedo ver sus raíces crecidas, las pulseras que le llegan hasta el codo.

—No. No me mandes medio kilo. Quiero los dos cuartos por separado.

—Del mismo gusto.

—De los mismos dos gustos, sí, dulce de leche granizado y sambayón.

No tengo por qué explicarle que para mí es importante tener siempre un cuarto kilo tapadito y prístino en el freezer. Es importante como para ella debe ser importante, qué sé yo, su telenovela de las cuatro.

Una vez superado el escollo de la telefonista de la heladería, sólo queda esperar que lleguen mis pedidos, y calmar a Borisbecker, que ya saliva como yo. Voy corriendo a la cocina y le prendo una vela a la Desatanudos para que esta vez no se equivoque y me mande al repartidor morocho de la heladería, y al rubio de la rotisería, con sus ojos aguachentos y la barba siempre crecida.

Deben estar pensando que soy así de previsible. No les basta mi ensueño de acorazado Potemkin para convencerlos. Ahora esperan una escena de Traci Lords, algo salido de una secuela de Debbie Does Dallas.

Se piensan que me puse este vestido, que hice todo mi ritual secreto de hidratación y exfoliación con la intención de comerme a los repartidores, como quien mastica una empanada mendocina seguida de una chupadita al helado de dulce de leche. De hecho me imaginan alternando un bocado de empanada con un mordisco de cucurucho. Una aceituna y una cucharada de sambayón.

Me ahorro el comentario telepático de Borisbecker al respecto. Son todos unos malpensados. Puercos malpensados.

Mi vida es ligeramente más compleja.

 

Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

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Image by André Kertész

El malhumor de Berta y sus amigas

Llamo a la Micropunto pero nadie contesta.

Tengo un talento innato para imaginarme las peores desgracias cuando mi amiga no atiende el teléfono.

Enseguida pienso que una embolia la acaba de sorprender en la bañera, que se desnucó contra la mesita ratona, que se intoxicó a base de proteína lactosérica. Que las cantidades industriales de sustitutos de comida que se mete en el cuerpo acaban de tomar de rehén a sus vísceras. En sus horas bajas, la Micropunto cree en el poder redentor de los absorbe grasas, en lugar de clavarse media docena de empanadas como una persona normal. Pero mi amiga la Micropunto no es una persona normal.

Por eso lo primero que se me ocurre es que la nueva gelatina, la nueva alga absorbe-grasas, el nuevo moho acelerador del metabolismo ha mutado y se ha reproducido hasta colonizar toda su vida interior. El moho adquiere dimensiones siderales, se sienta en el sofá y en este momento está preguntándose si debe o no contestar el teléfono.

A la decimoséptima vez que llamo atiende una voz desgarrada, que parece haberse arrastrado hasta el inalámbrico (que, por otra parte, está diseñado para ser llevado con una a todos los sitios, incluso al baño; esta chica no aprende más).

 

—Hhhhhmmmolaaargh.

—¿Quién sos y qué hiciste con mi amiga?

La voz duda un instante. Warning. Warning.  Después escupe:

—Perdone, usted acaba de llamar a mi casa, por lo tanto primero tiene que saludar y después identificarse.

Y cuelga.

Como ahora no me cabe ninguna duda de que la Micropunto está en plena posesión de sus facultades mentales y los batidos proteicos no pudieron con su habitual corrección, llamo otra vez.

—Hola—ruge una voz, ahora sí plenamente reconocible.

—Punto, Puntito, soy yo, Berta

—Berta, la puta que te parió. ¿Eras vos recién?

—Claro, ¿quién va a ser?

—Yo qué sé, atiendo el teléfono y alguien me grita incoherencias. ¿Por qué me gritás, Berta?

—¡Porque no me atendías! Porque tardaste mucho en atenderme. ¿Por qué no me atendías?

—Porque estaba durmiendo, loco. Tanto lío. Una no puede dormir tranquila.

—Es que me asusto cuando dormís tanto, Puntito. Tomás cada porquería.

—No seas vigilante, Berta, te lo pido por favor. No empecés.

— Bueno. Está bien. ¿Estás bien?

—Sí. Dormía y estaba contenta porque dormía. ¿Qué querés?

 

 

¿Ven? Una no puede llamar a la asquerosa de su amiga sin que la traten como a un trapo. Y yo ya vengo bastante trapo como para que me contesten así. Encima que me preocupo.

En esos casos es mejor colgar y dejarla dormir para que se le pase el humor de perros y eso es lo que hago. Lo que me deja a solas con mi propio malhumor. No saben lo que me angustia mi malhumor. Casi tanto como Borisbecker, que ahora está ladrando como endemoniado para recordarme que no estoy sola. Pobre perro. Yo no lo odio. Tengo esta relación rara con él porque lo heredé y no tuvimos el mejor comienzo en nuestra convivencia. Pero ahora ya nos acostumbramos el uno al otro. Y desde luego, hay días que no sabría qué hacer sin sus dotes telepáticas. Aunque es una cuestión muy delicada.

Abro la heladera. Los estantes desolados podrían jugar al mejor de tres sets, durante horas, con el vacío de mi existencia. Hay muchas cajitas de papel de aluminio que otrora albergaron suculentas cenas pre-cocinadas, pero que ahora me devuelven un reflejo aceitoso y nada más. Las apilo y estrujo y tiro a la basura con mucho ímpetu y ademanes contra un inquilino imaginario que no se ocupa de estos quehaceres. Encuentro una salchicha recubierta por una capa blanquecina, la enjuago debajo de la canilla y la caliento en el microondas.

Después me siento en ese lugar incómodo entre el parquet y el balcón, sobre el riel de la ventana. Borisbecker me trae un almohadoncito. Bueno. Pienso que debería haberle dejado que lamiera las cajitas antes de tirarlas. Le doy la mitad de mi salchicha. Masticamos juntos mirando los techos, las ventanas que empiezan a iluminarse. Nos quedamos así, yo en el almohadón y Borisbecker con el hocico apoyado sobre mis piernas, hasta que nos damos cuenta de que oscureció hace rato y ya es la hora de cenar.

Cuando me levanto para prender las luces me tropiezo con la bolsa de la boutique junto al sofá, el vestido que todavía no guardé. Todavía falta para el fin de semana, que es cuando pensaba estrenarlo. Pero de pronto tengo una idea brutal. Borisbecker lo capta al vuelo y se pone tan absolutamente feliz que durante un rato parece que hay dos perros. Dos perros compitiendo en acrobacia aérea. Con banda de sonido propia. Me hace falta mucho esfuerzo mental para acallar sus ladridos agónicos y encima no tengo ni un chikenito, ni una papa frita, ningún bocado grasoso para calmarlo.

Pero eso lo solucionamos enseguida.

 

Berta SS y el espacio-tiempo

Cuando hay luna llena y todo falla, todo se desmorona, no se puede pretender que nos satisfagan nuestras propias curvas. Cuando existe la posibilidad de que un día haya carne colgante sobre la tira de tu corpiño. Ya saben a qué me refiero.

Yo tengo algo que decir: no sé si voy a poder soportar el día en que no me pueda poner una minifalda. Es tan simple como eso. Otra gente teme el dolor físico, quedarse sin habla, o sin memoria, pasearse como un animalito que ya no se acuerda de morder o de tragar. A mí me aterroriza encontrarme un día frente al espejo y que nada me quede bien.

Y qué vestirá la pobre chica para todas las fiestas del mañana. No importa, contestaba Bauhaus, unos años después, cuando los primeros ochentas rugían en fiestas un poco más pródigas en sobredosis. Sólo un poco. No importa, contestaban, ella está en fiestas. Ella se enfiesta.

¿Y si en algún lugar, dentro el armario, estuviera ese pasaporte a la felicidad? ¿Saben que me haría absolutamente feliz hoy?

Que me volviera a entrar el pantalón violeta, con su mancha de pasto en el culo.

– No seas limada

– Sí, te digo de verdad. Si pudiera volver a ponerme el pantalón violeta, creería que no todo fue en vano en mi vida.

Querer volver a un lugar sólo porque en ese lugar pesabas menos. Porque en ese lugar la vida pesaba menos, todo era más liviano. Extrañar ese lugar que en realidad es un momento, un tiempo que fue hermoso. Al intentar evaluar si todavía soy hermosa se me descuelga la mirada y me quedo muy quieta. Por haber usado para ello cinco palabras robadas de lo más rancio y rasgueado del rock nacional me castiga telepáticamente Borisbecker, que no me deja pasar una, y ladra, ladra, ladra, ladra ladra, ladraladraladra hasta que le tiro una ojota y vuelve a su rincón en la cocina con un llantito de película de dálmatas. No sin antes dirigirme un mensaje certero que me alcanza en medio de la frente: y fuiste libre de verdad, también, ¿no? Perro puto. Pienso que es también la vida que me alcanza, pero lo pienso rápido y mezclado con la lista de la compra, para que Borisbecker no lo intercepte. Borisbecker será telépata pero en el fondo es un perro. Y si puntúo mis pensamientos con ítems como “chizitos – salame – patefuá – provolone”, el pobre se relame y se confunde y por lo menos me da unos minutos de descanso.

Yo lo que digo es que, a medida que pasa el tiempo, me cuesta más encajar en mi casillero. Y no hablo de centímetros ni de kilos. Creo que es hora de llamar a mi amiga, la Micropunto, y que me cuente su última película de terror dietética. No saben lo mucho que consuela que las demás estén peor que una.

 

Image: Walking Hourglass, by Laurie Simmons.

El Jesús personal de Berta SS

Antes de que me presentaran al hombre que más me quiso, yo ya lo tenía junado. Flaco, pelo largo, canchero. En mi mente, él fue siempre mi Jesús particular. Un Jesús comprensivo, que se reía más que cualquier Buda. Lo veía moverse en la plaza. Era el que defendía a sus amigos, el que los recibía con una sonrisa, y un abrazo cuando más lo necesitaban.

—El típico toqueteiro, ¿no?

—No, nada que ver. El que te abraza cuando sabe que te va a hacer sentir mejor, cuando sabe que lo necesitás.

—Perceptivo, sensible.

—Sí.

Mi Jesús particular solía saludar con un abrazo, pero era un abrazo fraterno, como dicen en los programas folklóricos cuando mandan saludos al Uruguay. Yo, que tengo el olfato más desarrollado que Borisbecker, ya sabía que sus abrazos seguramente olerían un poco a sudor y otro poco a porro. Pero un abrazo fraterno, viniendo de un chico como él, tenía forzosamente que ser mejor que muchos de mis polvos de discoteca.

Un día, mientras paseaba a Borisbecker por la plaza y trataba infructuosamente de que no cagara en el arenero, vi a Jesús sentado en las hamacas. La chica que estaba con él lloraba, y no parecía ser de las que toleran bien el sudor y el porro. Era una chica peinadísima, muy arreglada a la última moda. Una chica linda. Una chica espectacular, digamos, de esas a las que nos gusta odiar porque quieren ser siempre sexies. Una chica así, con Jesús.

Y ahí, al verlos en las hamacas, ella y sus tacos, el peinado con spray flexible preparado para resistir el zonda y el pampero, los ojos hinchados, se me quedó el corazón como repollo hervido. El problema era él. Su cara. El ceño fruncido de Jesús. Esta nena cotizaba en bolsa, y él perdía la paciencia. Ella lloraba retorciéndose las manos y él parecía a punto de escribir mensajes secretos en la arena. La versión 1999 del berrinche con los mercaderes del templo.

Jesus failure.

Me escondí detrás de un árbol, le mandé una orden telepática a Borisbecker para que se quedara en el molde, y juntos aguzamos el oído. Lo que sigue es una transcripción del diálogo que desgrabamos mi perro y yo.

—Porque yo no tenía ganas de estar ahí, cuatro horas viendo a gente transpirada cayéndose de la patineta.

—Jodete. Te hubieras quedado en tu casa con un video de Sex and the City y un whisky con pastillas.

—Yo no mezclo.

—…

—Hoy no mezclé.

Odié profundamente el chal translúcido de la chica, odié los bolsillos de su jean bordadísimos de abalorios, los odié con la misma intensidad con que me brotan espontáneamente unos odios last minute cuando me miro en el espejo de cuerpo entero algunas noches, antes de salir. Odié sus taquitos enterrándose en la arena, los dedos, demasiado gruesos para una verdadera belleza marieclaire, agarrando a mi Jesús de sus muñecas peludas. Recé para mis adentros, mi cerebro arrodillado: Jesús, no me falles ahora. Sonreíle un poco. Es carne de boludódromo, destinada a pasearse arrastrando carteras cada vez más grandes, destinada al metatarso deformado y al bótox. No tiene nada en la cabeza, pero acariciásela, una vez, para que yo te vea.

Jesús no le hizo una caricia, no la miró a la cara. No le besó las mejillas mojadas de lágrimas. Se quedó ahí, enfurruñado y distante, mientras una chica linda lloraba una pérdida que aún no alcanzaba a cuantificar.

Por supuesto ese fue el momento que Borisbecker eligió para localizar a Namasté, la caniche de la pelotuda del séptimo A. Borisbecker, con intenciones de empomar, tiene fuerza suficiente para arrastrarme a mí y a un ejército de modelos de Eyelit hasta la plaza más cercana. Ni hablar si la montaña viene a Borisbecker. En un momento se desbarató la escucha y todo se transformó en carreras, ladridos agónicos, entrecruce de correas, gritos de horror. Borisbecker con el pito afuera, Namasté y sus chillidos y los chillidos de la del séptimo A y su bambula y la puta que los parió a todos.

La última vez que pude mirar, la cabeza de la chica colgaba, junto a su pelo espléndido, en un llanto inmóvil. Jesús miraba lejos. Entre ellos, parecía que hubiera surgido de la arena algo alto e infranqueable, como el paredón de un cementerio.

Ese fue el día en que comprendí que Jesús podía enamorarse de alguien como yo, y que yo no iba a quedarme tranquila hasta lograr oler de cerca ese abrazo fraterno, esa desilusión, ese muro.

Image by Print Mafia.

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin

 

Berta SS (Siempre Sexy)

Creo que soy de esas a las que le va a colgar el cuello, fláccido, como una tortuga de Galápagos. A menos que me decida hacer algo al respecto, pero ya. Me pregunto cuánto tiempo falta para que tenga que hacerme peinados hacia arriba, incorporando mucho aire. Mi poco pelo de repente adquiere las propiedades de unas claras a las que hay que dejar a punto de nieve. ¿Cuánto tiempo falta para que la mente funcione de tal modo que teñirse las canas de lila metalizado parezca una buena idea?

¿Cuánto para necesitar dientes postizos? ¿Y para empezar a despedir olor a apolillado, a encía enferma, a pis? Mirarse las sienes encanecidas en el espejo me hace lanzar estas preguntas al éter. Designio evolutivo que deja bien claro cuáles son los especímenes ya pasados de rosca, los que no deberían ser deseables en las rondas de apareamiento. Lamento decepcionarlos pero, a pesar del cuello y las dudas, Berta se encuentra ahora más a punto de caramelo que a los veinte. Pequeños milagros de la adultez.

-Te cambió el pecho.

-Sí, viste.

Yo, Berta, de costado en la cama, como una maja desnuda con las medias puestas, me miro. El brazo de arriba toma la forma de la cadera y ayuda, ya que estamos, a disimular algún que otro pliegue. El pelo cae en estudiada catarata sobre el hombro. Me abro un poco de piernas y Borisbecker, mi perro, viene y me huele el pubis. Lo dejo, pero de repente me da miedo que ataque esta pequeña maraña con los dientes. Desde aquí huelo su aliento fétido. Lo echo. Se me desarma la pose. El espejo capta una imagen desparramada que quiero olvidar. Me cago en el perro, y en la puta que lo parió. Me levanto, voy hasta la cocina, me abro una botella de vino. Hay dos sartenes con restos de cebolla; todavía no aprendí a saltearla y hago experimentos consecutivos pero algo falla. Al ver las sartenes grasientas, la cebolla quemada y cruda al mismo tiempo, algo se me clava en el pecho y me enrojece el campo de visión. Estrellaría las sartenes contra el suelo, pero después tendría que limpiar. Ay, Berta, Bertita. ¿Por qué no podés ser sexy a todas horas?

—¿Qué comerías?

—¿Si tuviera que ser sexy a todas horas? Sushi delivery. Palito, mojar el cosito, niguiri con los dedos, mojar otra vez. Después lo metés todo en la bolsa en la que vino y listo. Los japoneses la tienen re clara.

En la heladera, entre el queso de rallar y los restos de pollo al spiedo, en medio de las aguas saborizadas y el pan lactal, hay cuatro tarros de crema facial euforizante, de la marca japonesa que uso habitualmente. Dicen que si la guardás en la heladera los beneficios son mayores. La crema japonesa refrigerada no alcanza a borrar mi expresión de cansancio y tristeza, y me produce un escalofrío certero cada vez que me la echo, fría como dedos de muerto, en la cara.

—¿Por qué seguís haciéndolo?

Por qué sigo haciéndolo. Porque es japonesa. Porque hay que ser constante, por eso. Por que hay que insistir en los pequeños gestos de belleza diaria.  Porque a veces, en medio del ritual de la crema euforizante, cierro los ojos y aparezco en una planicie helada. Todo resplandece de nieve. Me congelaron como a Walt Disney, me mantendré siempre sexy, siempre apetecible como un Conogol recién desenvuelto. El futuro es tan blanco y brillante que debería usar anteojos de sol. Después pienso que si a los demás también los congelaron no habrá nadie para admirarme. Lloro un poco. Las lágrimas resbalan sobre la piel helada, falsamente euforizada. Borisbecker me lame los dedos fríos.

 

 

 

Imagen: Illustration from the series Femina Plantarum, by Elsita/Elsa Mora