El Jesús personal de Berta SS

Antes de que me presentaran al hombre que más me quiso, yo ya lo tenía junado. Flaco, pelo largo, canchero. En mi mente, él fue siempre mi Jesús particular. Un Jesús comprensivo, que se reía más que cualquier Buda. Lo veía moverse en la plaza. Era el que defendía a sus amigos, el que los recibía con una sonrisa, y un abrazo cuando más lo necesitaban.

—El típico toqueteiro, ¿no?

—No, nada que ver. El que te abraza cuando sabe que te va a hacer sentir mejor, cuando sabe que lo necesitás.

—Perceptivo, sensible.

—Sí.

Mi Jesús particular solía saludar con un abrazo, pero era un abrazo fraterno, como dicen en los programas folklóricos cuando mandan saludos al Uruguay. Yo, que tengo el olfato más desarrollado que Borisbecker, ya sabía que sus abrazos seguramente olerían un poco a sudor y otro poco a porro. Pero un abrazo fraterno, viniendo de un chico como él, tenía forzosamente que ser mejor que muchos de mis polvos de discoteca.

Un día, mientras paseaba a Borisbecker por la plaza y trataba infructuosamente de que no cagara en el arenero, vi a Jesús sentado en las hamacas. La chica que estaba con él lloraba, y no parecía ser de las que toleran bien el sudor y el porro. Era una chica peinadísima, muy arreglada a la última moda. Una chica linda. Una chica espectacular, digamos, de esas a las que nos gusta odiar porque quieren ser siempre sexies. Una chica así, con Jesús.

Y ahí, al verlos en las hamacas, ella y sus tacos, el peinado con spray flexible preparado para resistir el zonda y el pampero, los ojos hinchados, se me quedó el corazón como repollo hervido. El problema era él. Su cara. El ceño fruncido de Jesús. Esta nena cotizaba en bolsa, y él perdía la paciencia. Ella lloraba retorciéndose las manos y él parecía a punto de escribir mensajes secretos en la arena. La versión 1999 del berrinche con los mercaderes del templo.

Jesus failure.

Me escondí detrás de un árbol, le mandé una orden telepática a Borisbecker para que se quedara en el molde, y juntos aguzamos el oído. Lo que sigue es una transcripción del diálogo que desgrabamos mi perro y yo.

—Porque yo no tenía ganas de estar ahí, cuatro horas viendo a gente transpirada cayéndose de la patineta.

—Jodete. Te hubieras quedado en tu casa con un video de Sex and the City y un whisky con pastillas.

—Yo no mezclo.

—…

—Hoy no mezclé.

Odié profundamente el chal translúcido de la chica, odié los bolsillos de su jean bordadísimos de abalorios, los odié con la misma intensidad con que me brotan espontáneamente unos odios last minute cuando me miro en el espejo de cuerpo entero algunas noches, antes de salir. Odié sus taquitos enterrándose en la arena, los dedos, demasiado gruesos para una verdadera belleza marieclaire, agarrando a mi Jesús de sus muñecas peludas. Recé para mis adentros, mi cerebro arrodillado: Jesús, no me falles ahora. Sonreíle un poco. Es carne de boludódromo, destinada a pasearse arrastrando carteras cada vez más grandes, destinada al metatarso deformado y al bótox. No tiene nada en la cabeza, pero acariciásela, una vez, para que yo te vea.

Jesús no le hizo una caricia, no la miró a la cara. No le besó las mejillas mojadas de lágrimas. Se quedó ahí, enfurruñado y distante, mientras una chica linda lloraba una pérdida que aún no alcanzaba a cuantificar.

Por supuesto ese fue el momento que Borisbecker eligió para localizar a Namasté, la caniche de la pelotuda del séptimo A. Borisbecker, con intenciones de empomar, tiene fuerza suficiente para arrastrarme a mí y a un ejército de modelos de Eyelit hasta la plaza más cercana. Ni hablar si la montaña viene a Borisbecker. En un momento se desbarató la escucha y todo se transformó en carreras, ladridos agónicos, entrecruce de correas, gritos de horror. Borisbecker con el pito afuera, Namasté y sus chillidos y los chillidos de la del séptimo A y su bambula y la puta que los parió a todos.

La última vez que pude mirar, la cabeza de la chica colgaba, junto a su pelo espléndido, en un llanto inmóvil. Jesús miraba lejos. Entre ellos, parecía que hubiera surgido de la arena algo alto e infranqueable, como el paredón de un cementerio.

Ese fue el día en que comprendí que Jesús podía enamorarse de alguien como yo, y que yo no iba a quedarme tranquila hasta lograr oler de cerca ese abrazo fraterno, esa desilusión, ese muro.

Image by Print Mafia.

Pulgas cósmicas

 

La pulga mira por la ventana. Tiene dos opciones: creerse que es poderosa, evolucionadísima, y que ha dado un gran salto, o simplemente cerrar la boca, aceptar su sino de parásito patético y celebrar su insignificancia.

Mientras, busca como loca palabras de otros para describir las cosas que pasan por su cabeza cuando se asoma a la orilla del océano cósmico, como decía Carl Sagan. Él habló también de los primeros hombres junto al fuego, mirando al cielo y preguntándose sobre las estrellas.

—Son los fuegos de otros cazadores-recolectores, mirándonos desde lejos.

Desde arriba, alguna pulga intergaláctica podría pensar que las luces de nuestro planeta son las hogueras de los cazadores-recolectores, el fuego que sigue juntando a las personas, la excusa perfecta para que aparezcan las historias.

Si gustan, asómense a esta ventana de la Estación Espacial Internacional. Con volumen y pantalla completa se aprecian mejor la evolución y la insignificancia.

View from the ISS at Night from Knate Myers on Vimeo.

 

Este miércoles 25 de julio nos reuniremos en torno al fuego de Poetry Slam Mallorca, para celebrar el slam del mes de julio. La cita es en el Café Terraza Ses Voltes y el poeta invitado de este mes es D.Y.S.O. Yo estaré ahí en medio, nerviosa como es habitual, participando de mi primer slam. Ya saben que en estos casos se agradecen la compañía y los ánimos. Espero verlos por allí.

 

 

 

Cartel por Toni Bauzá.

 

Krishna en la orilla

 

 

Él se había disfrazado de Krishna. La gente no entendió.
—¿Quién sos, el pitufo drag queen?
Estaba tomando un whisky en la barra, muy mortificado. Ella fue la única que se dio cuenta al ver el azul, las joyas. Estaba vestida de mujer maravilla. Se fueron juntos.
La noche de la fiesta de disfraces soplaba una sudestada feroz y las calles se inundaron rápidamente.
Él se sacó uno de los muchos pareos que llevaba atados a la cintura y la envolvió para que no tuviera frío; ella tenía la cara azul. Incluso cuando habían pasado muchos meses ella seguía teniendo la sensación de mancharse de azul cuando lo besaba.
No tenían mucha plata. Lo poco que tenían lo saboreaban hasta sacarle el jugo, como masticar la cabeza de una camarón, todo el fondo del mar cayendo entre las muelas y encantando a las papilas gustativas.
Compraban discos y se desintegraban en la oscuridad de la habitación de un hotel alojamiento, saboreando por anticipado las canciones que iban a escuchar.
Fueron a ver Goodfellas. Había un tipo raro sentado en la fila de atrás y ella quiso irse. Él no le hizo caso y ella ya no pudo concentrarse en la película. Aguantó durante toda la función el roce en el asiento y el movimiento rítmico del tipo del asiento de atrás.
Las cartas segregan una sustancia que se pega a la palma de las manos y las deja ardidas, dolientes, deseantes. Pero ellos nunca se escribían cartas.
Un interlocutor sólo es válido cuando la otra persona quiere emitir un mensaje. Las chicas frías no hablan pero gritan por dentro.
A veces lo que no se comparte con las amigas es más importante que lo que se comparte con las novias.
A veces una novia es sólo una muleta.
Él era correcto y apasionado en la cama. No hablaba mucho.
Ella tampoco hablaba pero por dentro lloraba de amor.
Al final gritaban los dos como si se acabaran de despertar de una pesadilla.
Él le cantó al oído muchas canciones de Joy Division. Ella cierra los ojos y todavía puede escucharlas. Pero esto es mentira.
Ella un día abrió la boca pero no dijo nada. Le hubiera gustado decirle que tenía ganas de envejecer a su lado, pero era el tipo de frases que una chica fría como ella no podía permitirse.

Él se gastó el sueldo de una semana en una cena romántica en un restaurante de la costanera. Quería sorprenderla, decirle que sus ojos brillaban más que todas las estrellas sobre el río, que la querría siempre. Ella vomitó cuando salieron del restaurante; nunca supo comer con vino. También vomitó de miedo, parecía que seguían los pasos lógicos de dos novios cualquiera, y ellos tenían más planes además del escalafón.

Él también estaba triste.
Se prometieron que el próximo aniversario iban a estar solos en un lugar lejos de ahí, en un lugar como les gustaba a ellos, sin sol, sin calor, sin gente.
Ser linda no lo es todo en esta vida.
Ella lo supo antes de ver la vida desde el lado incorrecto de una escopeta.
Quién sabe qué pensaría él de la belleza. Tal vez para él la verdad fuera más resplandeciente que la belleza, como una naranja maravillosa.
Cuando llegó el día los dos tuvieron miedo, pero se miraban sonriendo y parecían sumamente adultos y valientes.

 

 

 

 

 

 

 

Imagen:  Halina Duda. Joy Division Fan, acrylic on wood by Marta Quílez.

 

 

 

Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys

 

Tuve dos novios que me quisieron de verdad: Peluca y el Toto. Los demás, un rejunte de losers cósmicos. Sí, me traían flores, y me invitaban a comer a los mejores lugares. Los mejores lugares. El último se gastó una fortuna en restós antes de que lo dejara verme en bolas. Menú degustación a mí. Como tirar margaritas a los chanchos. Guardo en una lata de galletitas danesas los folletos de restaurantes con servicio a domicilio: sushi japonés auténtico, sushi de chino camuflado, pizza y pasta, rotiserías, empanadas, exóticos onda sirio hindú, parripollo. Tengo una colección de bandejitas de aluminio y plástico en las que recaliento ad infinitum trozos de pizza en el horno y porciones de pollo en el microondas. El encargado de mi autopsia, entre tanto policloruro de vinilo recalentado, tanta dioxina liberada, se preguntará si está abriendo a una mujer o a un maniquí. Relleno las botellas de agua mineral con agua de la canilla y dejo que se condensen. Me gusta mirarlas al trasluz. Espero, algún día, poder crear mi propia variedad de Sea Monkeys.

—¿Vos tuviste Sea Monkeys?

— No, mis viejos eran conservadores. No pasamos del ludo y la lotería, y, mucho después, el Atari.

— Yo tuve Sea Monkeys. Eran una garcha, no se veía nada. También hice lo de los cristales de aspirina en agua. Eso era más flashero.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

—¿Para eso me llamás? ¿Para hablar de los Sea Monkeys y después insultarme?

— Yo no te llamé, infeliz, hace doce días que me seguís por toda la ciudad para hacer que nos encontremos por casualidad.

— Al final es verdad que sos una enferma. Me voy.

— No te vas, te estoy echando yo, nabo.

— No tenés huevos.

— No, lindo, huevos tienen los trabas de Godoy Cruz que vas a ir a ver ahora.

— Loca de mierda.

— Andá, andá. Boludazo.

— ¡Frígida!

No, no tengo respeto por nada. Y menos por el orgullo de un loser. Estoy harta del típico porteño piola, muy perfumado, con músculos inflados en el gimnasio, con un kit de bromas y muletillas con doble sentido listas para usar. Como si estuviera siempre llegando a una despedida de soltero. Te presiento.

En cambio, a mis amigas les gustan justamente esos.

— Qué tubos que tiene, está re fuerte.

—¿Por qué hablás como si tuvieras doce años?

— Perdón.

Abro la heladera y rebusco en las cajas de papel aluminio. Elijo un chikenito frío y arrugado. Todavía sabe lejanamente a pollo. Borisbecker se levanta de su letargo en el rincón de los juguetes y llora. Siempre llora este perro puto. Lo amenazo con el dedo en alto. Me dirige un último lloro antes de volver a su sitio y acostarse, ofendido. Le tiro lo que queda del chikenito y lo atrapa en el aire como un perro bueno. Me tomo un gran vaso de agua saborizada. Me gusta cuando en las explicaciones de las dietas ponen eso: un gran vaso de agua, un gran plato de lechuga. Como si semejante apreciación del tamaño de la vajilla nos devolviera la alegría al espíritu. Todos saben que el verdadero júbilo espiritual es un plato de fetuccini tuco y pesto de Pippo.

Antes de que haya confusión alguna: yo nunca hago dieta. Finjo que hago dieta más que nada para acompañar a mi amiga, la Micropunto. Guardo copias de sus dietas para saber en qué fase estamos y así poder apoyarla. Está la fase ataque del astronauta, la fase mantenimiento de Scarsdale, la fase me-como-todo-el-kiosco-de-la-esquina. Yo soy de esas que pueden comer de todo sin engordar, sin que les salga un grano inoportuno. Esto me recuerda que tengo que prenderle una nueva vela a San Genaro, que me protege el hígado, y otra a San Pancratius, que me protege el páncreas. Borisbecker emite un ladrido grave y sonoro, y se sienta muy derechito en su lugar mientras prendo las velas. La cocina se ve muy vacía a la luz de las velas. El verano se retuerce en las macetas secas del balcón y no sé a quién llamar.

 

 

 

 

 

 

Fotografía by Guy Bourdin

 

Resistencia

 

Miro documentales de vida salvaje, porque este fin de semana me robaron la dosis de salvajismo que me había preparado cuidadosamente. Miro documentales de felinos a medianoche, porque mirar documentales de escarabajos a medianoche es demasiado policía-preñada-de-Fargo. Anoche vi a cachorros de leopardo atrapados en su propio juego, dando vueltas alrededor de un árbol muerto. Los vi desgarrados de pura inocencia, de pura prisa de beberse toda la vida de un sorbo. Los vi morir de debilidad en torno a un árbol muerto.

Junto a la carretera me saludan cada día los gatos atropellados. Quiero detenerme cada vez y acariciar lo que queda de ellos en el asfalto para que el sueño les sea propicio. Pero no es tan fácil frenar la vida por otros.

A la hora de la siesta, antes de que el sueño venga, se me aparecen las huellas de sangre y tejido en el asfalto. En el momento de quedarme dormida, sé que hay una parte de mí que estiraría los dedos para llevarse la textura de la muerte al lugar de las pesadillas, para dejarla allí y que no moleste.

En cambio, la siesta me trae un sueño plácido, de cuadernos blancos y cremosos. Paso la mano por la página varias veces antes de empezar a escribir. Cuando quito la mano las palabras ya están allí. Reconozco la letra; es mi caligrafía de nena, con las aes redondas, de colas largas. Como gatos domésticos.

Las palabras hablan de la escritura, de la búsqueda. Escribo a continuación con mi letra de ahora, una letra que se ha alargado, que se ha desilusionado de tanta sombra. Escribo un montón de palabras sobre escribir, y la sensación es la de bailar en la niebla. Sé que lo que escribo en sueños es verdadero y hace que el corazón me dé saltitos de cachorro. Lo escrito en sueños deja una marca profunda en el papel, y es la clave para completar el proyecto en el que estoy trabajando. Pero no es fácil frenar un sueño para tener tiempo de leer las indicaciones, las pistas.

El sueño sigue su curso y me atropella. Alguien se detendrá en la banquina para despedirse de lo que queda de mí.

Fotografía by Lara Ginhson

 

 

Un menú oscurito

 

 

 

Hoy es un día así, de cuarto menguante, pero no por eso nos quedaremos sentadas en la caja del gato, rodeadas de moscas y oloretes, no.

Hemos contraído una obligación con los invitados y, aunque no vendrá Giotto a inmortalizar esto cual banquete de Caná, sí que hemos preparado un menú de batalla.

Hoy tenemos:

  • señoras gordas con abanicos golpeando el pecho en enfático mea culpa
  • el drama de la taza de té en verano
  • el ulular de los escritores
  • una armadura preciosa
  • la viuda que vive apartada del pueblo y hace debutar a los hombres jóvenes
  • el concepto del debut y la performance anxiety clavadita en tu bulbo raquídeo para siempre
  • el orgasmo popular y obligatorio
  • fingir para que el amante se sienta mejor, fingir constantemente, fingir que estamos vivos y que nos gusta
  • la mujer como responsable del desempeño del hombre
  • desempeño, tarea, performance, antifaz
  • la madre como responsable de la formación emocional del hombre
  • la indiferencia acerca de la madre como responsable de la formación emocional de otros seres
  • personas que saben que no es fácil ser sólo una persona sin etiquetar
  • gente que necesita saber, todavía, ya mismo, quién es straight y quién no por simple cuestión de logística y más que nada para no malgastar discurso de cortejo
  • peine, spray, bowling
  • penas redonditas y emplumadas como gallinazas
  • Gift, la película y (atención spoiler) la escena de la ducha
  • los muertos como responsables de autoerotismo asistido
  • amigos con nombre de héroe medieval
  • matar al dragón
  • la ondina del estanque
  • el goulasch no es un estofado y otras rebeldías
  • el ragú del C.O.D.O.
  • estambres y pistilos bien insertos en el tálamo
  • heridas empolvadas
  • coques de dacsa valencianes: llicsons (diente de león) y otras hierbas amargas, sofritas con aceite.
  • Pizzería La buena pala
  • James Coburn en Affliction
  • un día difícil no siempre es un día de furia
  • la furia es El sonido y la furia reeditado con párrafos diferenciados en technicolor y enterarse de que encima fue idea original de Faulkner, que se lamentaba porque la imprenta no estuviera avanzada hasta ese punto. ¿Y nuestras noches en vela? ¿Y la lectura febril yendo delante y atrás para dibujar la trama en un telar imaginario?
  • la furia es Hemingway y sus 138 finales alternativos. Sabés qué, Ernest, tanto iceberg y tanta escopeta y tanto acampar junto al río y al final no tenías ni puta idea, igual que todos los demás, goddammit. ¿Qué es esto? ¿Hemingway-elige-tu-propia-aventura?
  • el proceso creativo del mentor como responsable de la frustración y/o alivio del novato
  • chica ingenua con don de gentes estaría necesitando que se pongan las pilas con los mitos porque una ya no es adolescente y tanta bajada torpe del altar empieza a embarrarnos el campo de visión.

 

De postre:

 

 

Imagen: This is impossible, drawing by Justin Brown Durand.

 

 

 

 

Berta SS (Siempre Sexy)

Creo que soy de esas a las que le va a colgar el cuello, fláccido, como una tortuga de Galápagos. A menos que me decida hacer algo al respecto, pero ya. Me pregunto cuánto tiempo falta para que tenga que hacerme peinados hacia arriba, incorporando mucho aire. Mi poco pelo de repente adquiere las propiedades de unas claras a las que hay que dejar a punto de nieve. ¿Cuánto tiempo falta para que la mente funcione de tal modo que teñirse las canas de lila metalizado parezca una buena idea?

¿Cuánto para necesitar dientes postizos? ¿Y para empezar a despedir olor a apolillado, a encía enferma, a pis? Mirarse las sienes encanecidas en el espejo me hace lanzar estas preguntas al éter. Designio evolutivo que deja bien claro cuáles son los especímenes ya pasados de rosca, los que no deberían ser deseables en las rondas de apareamiento. Lamento decepcionarlos pero, a pesar del cuello y las dudas, Berta se encuentra ahora más a punto de caramelo que a los veinte. Pequeños milagros de la adultez.

-Te cambió el pecho.

-Sí, viste.

Yo, Berta, de costado en la cama, como una maja desnuda con las medias puestas, me miro. El brazo de arriba toma la forma de la cadera y ayuda, ya que estamos, a disimular algún que otro pliegue. El pelo cae en estudiada catarata sobre el hombro. Me abro un poco de piernas y Borisbecker, mi perro, viene y me huele el pubis. Lo dejo, pero de repente me da miedo que ataque esta pequeña maraña con los dientes. Desde aquí huelo su aliento fétido. Lo echo. Se me desarma la pose. El espejo capta una imagen desparramada que quiero olvidar. Me cago en el perro, y en la puta que lo parió. Me levanto, voy hasta la cocina, me abro una botella de vino. Hay dos sartenes con restos de cebolla; todavía no aprendí a saltearla y hago experimentos consecutivos pero algo falla. Al ver las sartenes grasientas, la cebolla quemada y cruda al mismo tiempo, algo se me clava en el pecho y me enrojece el campo de visión. Estrellaría las sartenes contra el suelo, pero después tendría que limpiar. Ay, Berta, Bertita. ¿Por qué no podés ser sexy a todas horas?

—¿Qué comerías?

—¿Si tuviera que ser sexy a todas horas? Sushi delivery. Palito, mojar el cosito, niguiri con los dedos, mojar otra vez. Después lo metés todo en la bolsa en la que vino y listo. Los japoneses la tienen re clara.

En la heladera, entre el queso de rallar y los restos de pollo al spiedo, en medio de las aguas saborizadas y el pan lactal, hay cuatro tarros de crema facial euforizante, de la marca japonesa que uso habitualmente. Dicen que si la guardás en la heladera los beneficios son mayores. La crema japonesa refrigerada no alcanza a borrar mi expresión de cansancio y tristeza, y me produce un escalofrío certero cada vez que me la echo, fría como dedos de muerto, en la cara.

—¿Por qué seguís haciéndolo?

Por qué sigo haciéndolo. Porque es japonesa. Porque hay que ser constante, por eso. Por que hay que insistir en los pequeños gestos de belleza diaria.  Porque a veces, en medio del ritual de la crema euforizante, cierro los ojos y aparezco en una planicie helada. Todo resplandece de nieve. Me congelaron como a Walt Disney, me mantendré siempre sexy, siempre apetecible como un Conogol recién desenvuelto. El futuro es tan blanco y brillante que debería usar anteojos de sol. Después pienso que si a los demás también los congelaron no habrá nadie para admirarme. Lloro un poco. Las lágrimas resbalan sobre la piel helada, falsamente euforizada. Borisbecker me lame los dedos fríos.

 

 

 

Imagen: Illustration from the series Femina Plantarum, by Elsita/Elsa Mora

 

Religare, o dónde me pongo

 

El otro día tuve la oportunidad de asistir a la presentación de El ocaso del pudor, el nuevo libro de Miguel Dalmau, gran escritor y vecino lletraferit de Champawat sin duda alguna.
En el corto pero interesante debate que siguió a la presentación, hubo murmullos exasperados cuando el autor eligió decir que muchas de los movimientos de emancipación femenina nacieron como respuesta a la herida infligida por el patriarcado, léase, que las niñas empezaban a estar ya hartitas de estar bajo la pantufla de papá.

Me hace falta la expresión anglosajona to roll the eyes para ejemplificar lo que pasa cuando alguien habla del patriarcado. Muchos (y muchas) hacen rodar los globos oculares dentro de sus cuencas, por no decir que elevan sus ojos al cielo como suspirando “otra vez, ahí vamos, es que no pueden las niñas dejar aparcado su Complejo de Electra por un rato”. Esas ganas de que aparquemos según qué inquietudes, que naturalicemos de una vez lo que no es ni nunca fue natural (basta ver la cantidad de barbaridades que se cocinan en nombre de esa gran institución zombie que es la familia) es, justamente, sólo uno de los tentáculos de lo que tan ampulosamente llamamos el patriarcado.

Cuando yo era joven, muy joven, cayó en mis manos un libro delicioso, que valió como despertador en un momento en que mi gran preocupación era si iba o no a tener tetas. (preocupación muy válida, parece ser, pues no dejan de tenerla señoras ya creciditas que deciden pasar por el bisturí para tapar algún agujero).

El libro en cuestión es Mulher, objeto de cama y mesa, de Heloneida Studart, un maravilloso collage que sonó como un sopapo en mis tardes de prepúber. Antes de tener la oportunidad de escuchar a los Ramones y The KKK took my baby away, aprendí que una podía ser abducida por esas mismas 3 letras como iniciales de Kinder, Kirche, Kuche, niños, iglesia, cocina. Los tres espacios a los que debía limitarse el universo femenino si no queríamos tener problemas, según algún simpático nazi que consideraba que la “democracia sexual” era un invento judío, y que había que “matar al dragón y (…) revivir lo más sagrado en el mundo: la mujer sierva y esclava”.

 

El libro es una joya, y aunque lleva muchísimas ediciones en portugués, creo que no es fácil conseguirlo en castellano. Sin embargo, lo encontré en scribd y espero que lo disfruten.

Gracias a este libro, entre otros, en cuanto mi destino me empujó a un colegio de monjas luego de haber disfrutado de una educación primaria mixta, laica y libre, yo ya había pasado de niña repelente a púber repelente, “soberbia y contestadora”, como bien dejó sentado la madre superiora en los cinco años en que tuvimos que vernos las caras.

Y ahora, mire usted por dónde, a propósito de El ocaso del pudor, Dalmau me habla de unas Jornadas de Estudis Feministes En Religió, de unas wonder women teólogas, filósofas, sociólogas, poetas, que usan palabras e imágenes para des-colonizar el cuerpo como espacio público, arman camas debate (porque la mesa ya es demasiado mainstream), presentan la  película Fake Orgasm del director catalán Jo Sol, y hablan de la posibilidad de una religión que haga lo que su etimología indica, o sea, que nos devuelva el religare. Una religión que una, que junte, que le haga el pespunte a las almas y los cuerpos después de tantos años de dualidad, de dividir para conquistar, de cortar por lo sano. Una religión vista desde la capacidad de decisión individual y al mismo tiempo de aceptación de la diversidad.

Vamos a ver. Llegados a este punto he de admitir que me pasa algo. Si han estado leyendo este blog, sabrán que hay una voluntad de comenzar fracasando, de aceptar vacíos y pasos en falso. Y acá me pasa algo muy grande con la religión vs toda mi pose ultra rebelde, super loca, re punk.

Algo dentro de mí, cuyo único punto de contacto con la protagonista de mi post anteriores que cree en un pulso, en la presencia de algo más grande que yo misma, cortocircuita de lleno con esa pose, y ambos chocan de frente, y como decían en las antiguas novelitas de Corín Tellado, como dos locomotoras a vapor.

Pero como una sabe que de las electrocuciones a veces una sale con tatuajes nuevos, y que hay que meter la cabeza en los lugares incómodos para despeinarse un poco, va y se asoma, y no sólo se asoma, sino que es invitada a que lea y haga ademanes en uno de los eventos que se organizan en el marco de estas jornadas. Estaré acompañando a Marian Pessah, que presenta su libro “Amor, placer, rabia y revolución”, y a Arantxa Andreu, que nos cantará “Hilando sueños”. Esto será el miercoles 11 en el restaurant Ummo de la calle Sant Magí 66.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Inciso: si con las monjas me hice la rebelde, antes, en la primaria, fui de las llamadas varoneras. Un grupito minúsculo de chicas, aburridas e insatisfechas con el rol por default de “nena buena”, que elegían sistemáticamente jugar con los (y a cosas de) varones. Creo que nunca dejé de ser una varonera. El ejemplo más claro es el del asado. Un asado cualquiera de los miles de asados a los que asistí en mi país.

Cuando llegás a un asado, las mujeres se meten en la cocina para hacer las ensaladas y hablar de cosas de mujeres (que generalmente tienen que ver con corazones rotos, depilaciones o suelos pélvicos más o menos atendidos).
Y junto a la parrilla los hombres hablan de cosas de hombres (o sea vaguedades sin profundidad emocional sobre quién vio más conciertos, quién tiene la mayor colección de discos o quién corre mejor detrás de una pelota).
Sí, estoy generalizando para irritarlo a usted.  Porque también, como saben mis amigas, soy la primera en disfrutar con las conversaciones de minitas, y hago todo lo posible para que nos ríamos de nosotras mismas. Y porque espero que esta generalización ayude a entender lo que viene ahora, y que es como el epítome de lo que me viene pasando en los asados, y que me ocurrió un día a finales del siglo XX.
En uno de estos asados una chica muy hermosa se me presentó diciendo:
-Yo soy la novia de Pitu. ¿Vos de quién sos novia?
¡Plop!
¿Hace falta que le ponga un subtítulo a esto?

Entenderán que a partir de ese día yo fui muchas veces de las que se quedaban junto a la parrilla para hablar con los hombres, sólo para joder, porque no era lo establecido. Sólo porque era ejercer un derecho a ser diferente que no había podido ejercer en las épocas en que las opciones eran jugar con los niños o meterse debajo de la mesa de los mayores para escuchar conversaciones no aptas para todo público.

Y yo siempre quise ser muy apta, y al mismo tiempo nunca supe dónde ponerme.

Entonces digamos que esta varonera, que tuvo que labrarse una conciencia gremial, como diría Mafalda, con mucho esfuerzo, muchas de cal y pocas de arena, ahora está encantada de participar de un encuentro de minitas, pero de minitas pulenta. Allí estaré el próximo miércoles, y allí espero verlos si tienen ganas de pasar un buen rato y de salir de los lugares pre-asignados que nos dio el Gran Acomodador de esta película.

Vecina de Champawat | julio 6, 2012 at 4:13 pm | Etiquetas: el ocaso del pudorfeminismoheloneida 

 

 

Ya veremos, ya vendrá

Si le preguntan, ella dirá que nunca se vistió de blanco en Año Nuevo para ver cómo las bahianas trepaban olas con vestidos hinchados como medusas para devolver sus conjuros al mar. Aunque en Leblon sintió por primera vez el pulso de algo más grande que ella misma y tuvo miedo.

Tampoco quemó nunca afrentas antiguas la noche de San Juan. Aunque sí ha quemado cosas. Tartas y budines, en su mayoría. La parte de abajo. Si al centro no le falta cocción, siempre se le quema la parte de abajo.

Estos días las palabras que oye huelen a humo y las cosas le dejan en la boca un sabor a kerosén.

Hay una larga lista de películas que debería haber visto; dice que a ella la ficción no le interesa. Hasta que un día le presentan a un hombre que habla todo el tiempo con citas de películas y la avergüenza en público, dando por hecho que ella conoce los diálogos de las películas que están en su lista. En su lista de clásicos que nunca vio.

A ella sólo le importa ser maravillosa y se peina con trenzas elaboradas que suscitan la admiración de las esteticistas que se cruza por la calle.

En días grises, pone la radio clásica y cruza los dedos para que suene alguna ópera en alemán, así no se sentirá tentada a comparar aullidos con la soprano, y nadie tendrá que escuchar cómo desafina.

A veces la rapta un violín y se queda inmóvil, con la espumadera en la mano, hasta que las impurezas del caldo vienen a buscarla con un murmullo a hornalla mojada.

Desde la ventana de la cocina ve las montañas que rodean su pueblo, pero aunque la invitan a excursiones ella siempre dice que no. Se le ocurre que habrá cavernas, piedras húmedas y resbaladizas. Se romperá la crisma y se deslizará hacia el corazón de la montaña negra, donde nadie podrá encontrarla jamás.

Pero imagina allí dentro estarán esperándola todas las tapas de plástico de los compartimientos de pilas de los walkman. Tal vez estén también las cartas de su club de correspondencia de la niñez. Y las peinetas translúcidas que guardaba en primoroso estuche de cuero con broche, y que de tan bien guardadas perdió de vista para siempre

Tal vez esté su primer diente de leche. Ella lo tiró por la ventana, porque no apareció nadie que le propusiera meterlo debajo de la almohada y esperar el milagro de la transmutación de tejido en metal.

Le gustaría encontrarse también con el deseo que pidió la primera vez que sopló las velas para su cumpleaños, aunque no recuerda cuántos años tenía ni qué pidió. Pero debe haber sido algo que valiera la pena. Los niños a esa edad piden cosas importantes y duraderas.

Esos días, pensando en la montaña, con el caldo ya listo, apaga el fuego y se sienta junto a la ventana de la cocina. Hace una lista de la compra, y otra de cosas necesarias para una excursión que nunca hará. Luego, con el corazón liviano como un niño, eleva los ojos al cielo y pide un deseo: que la montaña venga a buscarla y la engulla. Y que en el interior, en esa caverna oscura, esté esperándola el hombre que habla de cine todo el tiempo, el mismo que no entiende que ya tiene suficiente con su película cotidiana, que cada uno tiene sus problemas, sus líos, que las cosas importantes de la vida no se arreglan viendo películas, que a ella no le vengan con cuentos.

 

 

Image: Mountain/traveler by Natsuo Ikegami

Rescate emocional

Aquí delante del teclado he visto mis manos envejecer hasta parecer las de otra persona. Una admite tener estas microscópicas pero consistentes manchas de la vejez, así como admite un millón de otras disfunciones diarias, y se sienta delante de la página.

La página no está en blanco; ese es justamente el problema.

Si estuviera en blanco, una podría mentir, inventar, imaginarlo todo.

En la página ya hay algo, puesto por una misma, lo que significa que una ya tomó partido, ya intentó, a pesar de lo que dice Yoda. Y como una tiene grandes planes para su Jedi interior, siempre le hace caso a Yoda.

Pero la página ya no está en blanco. Una intentó poner algo ahí. Y digo intentó porque no salió bien. No es la primera vez. No es el primer paso en falso, ni el primer comienzo fallido; la mano vieja se adelanta confiada y produce notas disonantes. Se adelanta otra vez, y se quema. Se adelanta otra vez y recibe un shock eléctrico.

¿Es mi mano más inteligente que un hámster?

De vez en cuando veo mi reflejo en esta pantalla y eso me alucina un poco, ver la cara que pongo al escribir. Entonces me enojo y me voy.

Luego paso al cuaderno, me envuelvo en el papel para saber más, pero tampoco.

Ayer lo dije en Twitter. Es en vano oponer resistencia. No vale la pena esforzarse y trabajar cuando la palabra verdadera está tan lejos como el horizonte.

Cada tanto habito en esta mentira de escribir sin pausa y no siempre es un buen lugar para vivir. Voy de la cama al living dentro de esta mentira y me hago trampas, me impongo penitencias y castigos pero no funciona así. No siempre funciona así.

Cada tanto hay que admitir el vacío y dejar de jugar el juego de las lapiceras nuevas y los cuadernos mágicos.

Entonces me envuelvo en mi capa verde de los super poderes y salgo a la calle en busca de fiesta y amigos.

En la calle una puede gritar, aturdirse, brindar, reír, comer, sanar, comer un poco más, abrazarse mucho y celebrar las llamadas de los amigos, esas que llovieron parejito toda la semana y que me rescataron(¿todavía se puede usar esta palabra en un contexto que no sea el europeo-anal? Investigaré y se los confirmo. A mí, portadora de deuda externa con el FMI desde el día de mi nacimiento, no me corren tan rápido con lo del rescate. Uh. Cuidado. Viene el cuco.)

El único rescate que admito es el de mi tribu de hermosos inadaptados sacándome del escritorio a patadas, invitándome a tomar un vermú, improvisando desayunos, almuerzos, sobremesas y charlas de sofá.

La loca que cree tener super poderes, la aspirante a Jedi pierde los zapatos y se deja la capa por ahí.

Y después vuelve y trata de explicar lo inexplicable, y con el pelo mojado por una lluvia que no llegará hasta dentro de tres meses, se sienta nuevamente frente a la página.

Rasca y huele, y debajo de la piel lastimada ya se está formando la piel nueva. Las células saben lo que hacen. Aunque no lo parezca, una no puede cambiarse el disfraz antes de tiempo.

Ahora, por más que busque mi reflejo en la pantalla, no me veo. Esa que está ahí se me parece, pero no soy yo. Creo que Yoda estaría de acuerdo en que es el momento justo para dejar los pasos en falso y volver a sacar a bailar a eso que está esperando en la página.

 

 

Image: Peregrinus, by Thomas Shahan