las flores amarillas que me golpeaban las piernas
mientras iba en bicicleta por Lago Puelo
son mi casa.
la cutícula seca y levantada
de mi dedo corazón
también es mi casa.
la yema de ese dedo
me riega y me garúa
y me lleva sana a casa
cada vez.
algunas mañanas me despierto
miro a mi alrededor
y no reconozco el espacio
ni mis cosas.
algunas mañanas soy náufrago
bicho escamado
afónico de sol
hipermétrope de ver sólo agua y sólo cielo.
tantos años viviendo junto al mar
me deben haber hecho mucho daño.
hay algo en mí que se castiga
por semejante privilegio
regalándome algunas mañanas
un pavor de balsa
hondura trémula bajo el parquet
el viejo miedo a la oscuridad
al que ya vencí en pasillos y en esquinas
pero que vuelve, salado, al paladar
que vuelve, vértigo, al talón
que vuelve a esto telgopor y deriva.
Este texto acaba de aparecer en el número 37 de la revista Agitadoras. Es tal vez una continuación a o apéndice de “Atormentada”, uno de los cuentos de La reina del burdel.
A veces camino por torrentes sin agua. O me llevan en bici por el lecho de algún río, entre risas. Otras veces me siento más profunda que cualquier océano, aunque esto que digo no tenga profundidad alguna.
Extraño la arena gruesa y me paro frente al mar a que el viento me vuele lo que sea que se me haya posado en los párpados estos días. Esta mirada de loca afiebrada que se me ha puesto.
Sentada como una gallinaza sobre una veleta, cambio la sudestada por el llebeig y vuelvo a la sudestada. Es todo lo mismo, grado más, grado menos.
Miento para sentirme fuerte e importante, y tiro una moneda que primero no quiere que la arroje y cae al suelo, y después me dice, nena, andá para casa.
Me dice que no hay razones, que no hay motivos. Que tal vez la erupción de prominencia solar helicoidal haya tenido algo que ver. Que el terreno estaba arado, que no es el viento, que no, que no es un viento en particular.
De pie en un balcón con vista a la rompiente, mojada sin remedio desde hace demasiadas horas, me alejo cuando las olas se acercan.
¿Cómo se explica esto? ¿Este susto repentino cuando la ola me salpica?
El único mar que admito quedó atrapado en una noche de insomnio, y lo que verdaderamente me moja, más que estar de pie aquí, es el espejo que me han puesto enfrente.
Mirar al mar tiene dos riesgos. A veces te pone en un lugar muy visible, en una línea de tiempo sagrada entre ancestros y posteridad, y entonces brindás silenciosamente por todas las tribus que han mirado el horizonte y su telón de olas.
Otras veces el sonido te vacía y por más que busques una palabra, una definición, sólo queda el agua golpeándote las costillas por dentro, jugando con tu diafragma, ahogándote de dentro hacia afuera.
Y en esta noche nublada el mar se rompe y el viento golpea y los barquitos iluminados son el acento en esta canción peligrosamente cursi que dice que el mundo es la casa de todos.
Tengo compañeros que juegan con el viento. Ellos van a lo suyo y permiten que yo me enfríe frente al mar, frente a este mar habitado por pequeños rostros sonrientes. Conmovida, la gente de buen corazón se asoma por los ventanucos de sus camarotes para saludarme a la distancia.
No me ven pero me adivinan. A veces ni yo misma me veo, y tengo que andar a tientas sobre mi disfraz para que me vuelva a caber el cuerpo.
Los rostros de los camarotes son el equivalente a las estrellas amables de los cuentos para niños. Por un momento iluminan el mar con sonrisas y senderos de noctilucas.
Después de un rato el vendaval arrecia, y los barcos se meten en la niebla y desaparecen. Vuelvo a quedarme con mi disfraz, ya muy mojado.
Entonces el único que todavía me mira, desde un balcón en otro punto de la bahía, es un chico muy alto y muy negro. Puedo intuir, a la distancia, entre la bruma, su gesto de alarma ante una chica que tira una moneda frente al mar una noche de tormenta.
Mejor no, parece decir.
Me apoyo en el balcón y me gustaría contarles que pude mojarme de olas pero yo sólo admito el mar que quedó atrapado etcétera.
Y le hago caso a la cara que dice que no. Doy un paso atrás. Miro la tormenta como lo que siempre fue: una amiga, una visita amable. El chico de la cara alarmada se gira y se va.
Cuando la tormenta ha hecho su trabajo me voy yo también, y camino y camino.
Muchas cuadras más tarde un chico muy alto y muy negro se levanta del banco de una plaza a la que llegó antes que yo. Me pregunta:
—Hola chica, ¿has visto el viento en el mar?
Y yo le digo que sí, sin miedo y con una sonrisa que reservo para las confesiones de las brujas de mis amigas. Pero el chico también es brujo porque me ha visto mirar.
Su siguiente pregunta es si hay posibilidad de algún curro de diseñador.¿Qué se responde ante algo así? ¿Por qué gotea la coyuntura sobre nosotros de esta manera?
Lo miro con sonrisa de tarada que no entiende, y él se señala a sí mismo, con el desparpajo de quien no tiene un codo roto y puede llevar el pulgar al esternón con toda naturalidad y me dice, con los ojos más verdaderos de los últimos tiempos:
—Yo podría dibujar el mar de esta noche.
Dios que me da tantas palabras en vano no me preparó para nada de esto, se los prometo. Le respondo con entusiasmo genuino.
—Bien por ti.
—Gracias, chica.
Yo no le puedo dar trabajo. Sin embargo podría habérmelo traído a casa para que me dibujara con su acento francoafricano todas las tempestades que me hicieron tirar monedas hasta el día de hoy.
Pero entonces tendría overbooking de compañeros de viento en mi vida.
Foto por Macky.
“Que cese ya el grito alrededor de todo
detrás de las sillas llamándonos.
Que cese la espera de la eternidad
cansada de esperarnos,
que el silencio se vuelva transparente
para que el verdadero sonido
filtre por fin su alma.
Que “el círculo perfecto” se vuelva luz encendida
en alguien que abre una puerta.
Que el golpe de mar quede en la memoria,
penetrante.
Que se acaben los hábitos de la incertidumbre,
que caiga la lluvia donde la ceniza se moje,
que la nostalgia siempre trabaje en la nieve,
que me dejen interrumpir el juego
de guardar silencio,
que Dios bendiga los zapatos rotos
y nos quite la costumbre tan socorrida del dolor”.
Pliego petitorio, Susana Chávez
Escritores por Ciudad Juárez surgió tras el asesinato de la poeta Susana Chávez en enero de 2011. Siguiendo su iniciativa, el día 1 de septiembre se hará una lectura simultánea de textos de poetas y escritores, que alzarán la voz en más de 130 ciudades de todo el planeta.
Sabemos hace rato que el arte no tiene ninguna función. Pero el sábado 1 las palabras se arremolinarán en el aire. Tanta poesía al mismo tiempo, tanta energía concentrada en el recuerdo de las muchas mujeres muertas y en el deseo de una vida tranquila, tantos textos cruzando la tierra tienen que dejar, forzosamente, una marca.
Seguramente no seremos los mismos después de leernos y escucharnos por las mujeres de Ciudad Juárez.
Nos gustaría que vinieras a hacernos compañía.
Copio y pego el texto de la convocatoria:
“El día 1 de Septiembre del 2012, en la emblemática cafetería Ses Voltes se llevará a cabo una lectura poética multitudinaria, no seremos muchos, SEREMOS TODOS. La razón es apoyar literariamente a los autores de México que luchan en contra de los asesinatos en Ciudad Juárez, para que sepan que no están solos.
Esta lectura se hará a nivel mundial.
Se llevará a cabo a partir de las 20 horas (se ruega puntualidad). Un poema o texto de unos 2 minutos y medio cada uno. No es ninguna recolecta ni nada por el estilo. La asistencia como participante y como público es absolutamente gratuita, aunque si alguien quiere beber algo, la cafetería estará disponible.
pd: Más información en:
http://contratiempo.net/
PARTICIPANTES:
Annalisa Marí Pegrum
Àngel Terrón
Anthel Blau
Antonia Tur
Antonio Gómez Movellán
Antonio Rigo
Arantxa Oteo
Biel Vila
Delfín Motos
Emili Sánchez
Eusebio Priego
F.J. Barrera
Guillermo Hernández
Isabel Calafat
Ivis Acosta
Jaume Gaviño
Jorge Espina
Jorge Merino
Luis González Ansorena
Lluís Servera
Macky Chuca
Magdalena Ferragut
María Frisuelos Jiménez
Máximo Fernández
Mayte Albores
Rafel Llobet
Requiem Tony Prayers
Rocío Taberner
Román Piña
Silvia Ogayar
Sonia Plaza
Tomeu Ripoll Moyá
Toni Bauzá
Victoria Marín
Xisca Tarongí i Valls
“
Mallorca is on fire, dice Marina P. De Cabo en su artículo para 40 putes, y no seré yo quien lo niegue.
La Feria del Libro de Palma en el Parc de Ses Estacions fue un duelo al sol.
El duelo comenzó la semana anterior, cuando quise buscar información en internet. Encerrada en un tren averiado en medio de los Monegros, sin electricidad ni aire acondicionado, a puerta cerrada pero conectadísima con el mundo exterior, me di cuenta de que ninguno de los diarios de Palma se había hecho eco de la Feria a dos días de que se inaugurara. Luego en El Mundo dijeron algo, pero el armazón de la nota eran las pérdidas económicas que se calculaban. ¿Es el criterio económico el único cristal con el que debemos mirar la vida a partir de ahora? ¿No nos salvarán los libros?
Loable, digna de mártires paleocristianos, la dedicación de los libreros ante las adversidades.
El martes fui a ver a Felipe Hernández, que firmaba ejemplares de su reeditada La Deuda, y también a Agustín Fernández Mallo, que presentaba su nuevo poemario, una bomba con disfraz de pildorita: Antibiótico. Lo presentaba Miguel Dalmau, y amenizaba el evento la Banda Municipal de Palma, que algún maníaco-depresivo del ayuntamiento había programado para el mismo horario, a escasos tres metros del (muy pomposamente denominado) Salón de Actos de la Feria.
Luego nos fuimos a festejar en dulce montón. Para ver imágenes de esto, pueden dirigirse al blog de Agustín, que documentó alegremente todo lo que ocurría en la terraza.
El jueves 7 firmaba Gabriel Bertotti (a quien acompañaré en la presentación de su nueva novela Luna Negra, este viernes 15 a las 20h en Literanta)
Luego era el turno de mi recital/lectura/show (aún no encuentro nombre para esto; que alguien me ayude: ¿es spoken word si una usa chuleta/machete?).
El Salón de Actos nos estaba vedado, porque habían pasado dos días y la Banda Municipal seguía allí, como el dinosaurio famoso. Inciso: tenían un gong. ¡Un gong! Me hubiera encantado contarles que en medio de mi Oda al Pepino Mediterráneo salí corriendo a interrumpir la música de peplum que estaban tocando y que golpeé ese gong con cara de Iluminada, una de las protagonistas de Asesinos de los días de fiesta, pero no, no fue así. Dice Bertotti en Luna Negra:
“Es increíble (…) al final resulta que uno nunca puede dejar de ser el boludo que no cree ser.”
Para ustedes que se piensan que lo de duelo al sol era un bluff, las imágenes no me dejan mentir: leí en medio de la main street de la Feria.
Desde aquí un cariñoso saludo a las dos señoras a la derecha de vuestras pantallas, que se marcaron el siguiente diálogo para solaz de nosotros, los que leemos los labios:
-¿Qué es orto?
-Culo, ¿no?
Estuve rodeada de amigos y familia antes y después de la lectura, cosa que agradezco desde aquí con ademanes emocionados, ya que el otro día estaba demasiado nerviosa a posteriori (cosa ‘e mandinga) como para abrazarlos uno por uno y decir gracias. Gracias por venir, ustedes, gente linda.
Hace unos días, en otro ámbito, alguien decía: un solo bafle, y encima mono, como epítome de la desgracia. Eso mismo tuvimos en la Feria: un solo bafle, y encima mono. Pero como dice siempre mi socio Don Rogelio J, “hemos tocado en conciertos peores”.
Tampoco contaban con la astucia del mostro audiovisual con el que comparto mis días, que puede hacer con un cable canon cosas que Harold Bloom no imagina.
Foto tomada por Marina para el artículo antes mencionado.
Parte dos
Parte tres
Las siguientes fotos se las robé a Román Piña.
Con Aina Lorente, Agustín Fernández Mallo y Miguel Dalmau.
Bafle mono, pero atril transparente apto para el Oscar a la Mejor Peluca.
Foto robada de un medio digital que escribió una mini nota llena de horrores (además de escribir mal mi apellido y el nombre de nuestra banda) y que cree que uno puede ir por la vida sin correctores. O asistentes de continuidad. O redactores. Pero es una linda foto.
Hace mucho tiempo, en la casa de una escritora que amé, me dieron un libro para que me entretuviera y dejara hablar a los mayores. Querían que me callara, pero todos me hablaban como si fuera adulta.
—¿Te gusta Bradbury?—me preguntó ella.
El libro que me dio fue Fantasmas para siempre, el volumen que hicieron juntos Aldo Sessa, un gran fotógrafo y artista argentino, y Ray Bradbury. No recuerdo mucho de esa tarde, además de las carcajadas de las mujeres y la taza de Lapsang Souchong que me hicieron probar y que me destrozó las papilas gustativas. Ahora siempre guardo una lata en la despensa. Tres hebras de Lapsang Souchong, como tres hebras de pelo con propiedades mágicas, transforman una taza de cualquier té negro en un salto a otra dimensión.
Sí recuerdo haberme sentido muy molesta por esa pregunta. Yo era una nena repelente, y no podía soportar no tener todas las respuestas (y por lo que dice mi primera entrada en este blog, creo que mi hermana melliza muerta sigue rogando tenerlas todas).
Yo de pronto necesité saber si me gustaba Bradbury, pero ese tarde me distrajo el té ahumadísimo, la rabia de no poder participar de la conversación, las ilustraciones de Sessa.
No pasó mucho tiempo, sincronicidad mediante, antes de que otra adulta me regalara su copia de Crónicas marcianas. Tal vez porque yo sólo hablaba de Marte en esa época, de mi querido Carl Sagan, de un libro, Cosmos, que insistía en mostrar otras orillas que yo ya visitaba en sueños, religiosamente.
Leí Crónicas marcianas un verano en que pretendí tapar el agujero interior con demasiados sándwiches de panceta, tomate y mayonesa. Leer a Bradbury sólo contribuyó a hacer crecer ese agujero, ese anhelo.
Yo necesitaba un cohete para salir de allí lo más rápido posible, y me subí al verano del cohete muchas veces, durante muchas siestas. Me hubiera gustado tener un traje de marciano para transformarme en otra cosa, en otra persona, una persona a la que alguien quisiera abrazar.
En alguna de esas tardes llegué a esta página.
Me quedé mucho tiempo mirándola como la miro ahora, porque desde hace dos días no dejo de mirarla, para no perder pie.
Sigo enamorada de esa página en la que un escritor lleva volando a un poeta de otro siglo a una avenida embaldosada en Marte. Ahora algo dentro de mí llora a través del tiempo. El cuento se llama Aunque siga brillando la luna, fue publicado por primera vez en 1948 y está ambientado en junio de 2001. El poema es de Byron. Once años después de que el capitán y Spender y Biggs hayan sentido el viento marciano, es otra vez verano, y miro la página en la que el tiempo se transforma en un extraña cinta de Moebius. El aire se agita en torno a las palabras.
El otro día tuve que ir corriendo a la biblioteca para dejar de pensar en que Ray Bradbury se había ido de paseo bajo la luz de otras lunas. Si mi vida fuera un libro de Bradbury, el martes pasado en la sala de lectura de la biblioteca, entre tantos adolescentes estudiando economía para intentar llevar a este mundo al cataclismo final, me hubiera encontrado a alguno leyendo a un poeta de otro siglo.
Me hubiera encontrado a una persona muy joven, con el nombre y la cara de alguien que quise mucho. Y yo hubiera entendido inmediatamente que era Bradbury detrás de su traje de marciano, ese que te permite transformarte en otra persona, una a quien alguien quisiera volver a abrazar.
PD: Crónicas marcianas volvió a mí, hace pocos meses, con otro nombre, un nombre querido escrito en la primera página. Estuvo en la biblioteca de una amiga mucho tiempo y lleva sus marcas, sus palabras. Tengo la fortuna de que mi vieja amiga sea poeta, que devuelva los libros prestados y que este libro se transforme, entonces, en una gran fiesta de reencuentros.