Será por las noches de invierno en una casa hostil, la luz de la calle golpeando en los cristales de la puerta, en lugar de iluminar, como ustedes bien saben, esa canilla que gotea hacia la nada. Será porque las condiciones no estaban dadas ni siquiera para poder sentarse en la mesada de la cocina. Será porque dolían los silencios telefónicos. No bastaban las horas, no servían las explicaciones. Ya nos habíamos dicho todo y sin embargo había que seguir escuchando. Una voz que cura la ausencia de otra voz. Y la canilla goteaba.
Se puede dibujar un rostro con las manos, estirar los ojos con dos dedos, y esperar una sonrisa que nunca nos dio calor. Una sonrisa que habla de lo muy rotos que tenemos todavía los corazones, a pesar de los años, a pesar de las armaduras sucesivas, a pesar de las palmadas en el hombro y lo muy machos que nos hemos vuelto todos.
Será que seguimos jugando al mismo juego estúpido. De repente ser cínico es sinónimo de ser cool. Hay que ir a los conciertos con el labio superior tieso, con la enciclopedia abierta bajo las narices del prójimo. Hay que seguir pendientes de la mirada del otro. ¿En serio? ¿Ante la música, que tiene la virtud de borrarnos de la faz de la tierra, al punto que sólo queda la sombra del fantasma del escuchador?
Qué nos queda a quienes vamos a los conciertos a enamorarnos de nuevo, a abrir heridas de nuevo. Yo no lo diré si no lo dices tú primero.
Leo en la prensa que está mal visto reconocer las canciones con una exclamación, emocionarse antes los primeros acordes de un tema que hace quince años que no escuchas en directo. No sabía yo que hay que ir por la vida con tanta coraza, tanto antifaz.
Será porque en los conciertos me vuelvo esponja.
Será porque ese sonido de bajo me sigue llevando a la cama, porque me duelen los agujeros que dejaron tantos discos girando en la nada, porque sus canciones fueron gelatina roja y también una lenta viscosidad plateada escurriéndose hacia el pozo de donde vienen los malos sueños. Y yo siempre, siempre seguí esa baba de gasterópodo. Habrá otros que sigan las migas que deja el gurú, ese que nos dice qué es exactamente lo que deberíamos haber sentido ante la música. No me pidan eso.
Para mí, tres horas de The Cure fueron pocas. Gallup brillaba (después de todo, tiene la píldora mágica, el control completo, el mapa que lo guía al mejor sonido de bajo de la galaxia). También me dio la sensación, cada vez que Smith sonreía, de que conocía mi secreto. Pero tal vez deba rendirme ante la evidencia de que soy y seré carne de fan club.