(Auriculares espías. Investigación holandesa en sistemas de defensa aérea, entreguerras.)
Disimuladamente, y con mirada de tristeza infinita, ese señor que se parece a mi tío muerto espera al enemigo. Soporta sobre su cráneo dos palanganas. Dos mitades de sandía de aluminio. Se le asoman las orejitas en medio del metal. Y espera escuchar algo, suponemos. Una señal. Un mensaje encriptado. O aunque sea a sus vecinos cogiendo. Algo.
Creo que está triste porque no acaba de captar señal alguna.
Creo que lo analógico nos hacía sentir más poderosos, a prueba de todo ridículo. Esas perillas, esas antenas, esos metales. Lo sólido, lo tangible. Artefactos que pesaban en la mano como pesan las tijeras buenas, las pijas, las tetas, la cabeza de un bebé, aquello que uno sostiene y aguanta en momentos que destacan con el resplandor sutil del fotograma del medio, el fotograma que clava toda la escena.
Ahora quedan sólo dos o tres cosas que tengan soporte físico, y la nube es muy distinta al éter. El éter por lo menos pegaba.
El señor de la foto, con su abrigo de lana-picor y su gomita de estetoscopio, mira desde la orilla, apoyado en una caseta de una playa cualquiera del Mar del Norte, y espera al enemigo.
Un susurro en la playa le hubiera hecho flamear el tímpano. Un susurro de esos que se lleva el viento. Una de esas plegarias que hacen los amantes desparejos, como en la canción de Gillian Welch. Una obviedad de esas que suben al cielo, mezcla de suspiro, soplido de armónica y humo de cigarrillo, o un grito de placer a la hora del té, le hubiera volado la tapa de los sesos al señor del abrigo picoso.
El señor del abrigo tiene ojos de haberse empeñado en dialogar con el enemigo más grande, el que vive en el último recoveco del espiral del nido del hornero, el que hizo túnel de hormiga en su cráneo, y entonces no tiene tiempo para captar lo demás, las pequeñas plegarias, los placeres ínfimos. Las migajas de alegría que esconde el día.
De cara a la pared, de pie en el rincón, bien adentro del nido de hornero, huele el barro y se queda ahí.
Es una elección como cualquier otra. Dentro del nido los ruidos de afuera llegan distorsionados, con delay.
Después de un tiempo el barro se le queda pegado en la punta de la nariz, tizna el blanco de sus ojos, le ensucia la pupila y hasta las voces queridas se vuelven ríos turbios.
Preguntas que son antifaces, auriculares que amplifican sorderas: instrumentos del pecado. El pecado es renunciar a la alegría. El pecado es que el barro se alargue, que la adicción a dialogar con el enemigo fracture y frene.
Quietito, inmóvil, abrigado de más, empeñado en localizar al enemigo, abanderado de su melancólica tarea, se abandona al viento y al ruido de dentro, esperando una señal. Pasa y pesa la tormenta, que le llena el artefacto de arena y acaba por transformarlo en duna. Sin cobertura.