Nefertiti me mira con el ojo que le queda. En la cuenca vacía alguien ha puesto un chicle masticado, ya sin sabor. Y yo le digo que debieron haberla amado mucho para esculpirla tan bella y tan potente. Se encoge de los hombros que no tiene y sigue así, con su sonrisa enigmática. Verdaderamente enigmática, de reina acostumbrada a pasearse por cámaras subterráneas llenas de amantes con cabeza de cocodrilo y látigos floridos. No como la sonrisa de la otra, la que vemos en la tapa de las latas del dulce de membrillo. Resulta que con lo mucho que quiero a Leonardo, me chupa un huevo su Mona Lisa. Te la regalo a la Mona Lisa. Me quedo con todas las cabezas de Santa Ana, con los trazos del carboncillo rojo, con el esplendor entreviéndose en el gesto rápido y espontáneo, todavía no disuelto en trementinas. Hay tanta pirueta certera en esas líneas de polvo de ladrillo.
Me las llevo a las dos, a Santa Ana y a Nefertiti, adheridas en la retina. Cuando llego a casa las despego lentamente y las apoyo con cuidadito sobre mi álbum de sonrisas. Santa Ana mira con benevolencia, no sabe hacer otra cosa, mientras la reina intenta establecer contacto con alguna de sus momias, para que le envíen un eunuco que le delinee al menos el ojo que le falta.
En mi álbum de sonrisas tengo también a la gitana dormida de Rousseau y a la Victoria de Samotracia. Sé que algún iluminado querrá acotar que la gitana no tiene sonrisa y que la Victoria no tiene cabeza. Pero qué cosa, hay que explicarlo todo, habráse visto.
Imagen: Busto de Nefertiti, Neues Museum, Berlín.