Fuera

Pasé unas ciento sesenta y ocho horas en encierro voluntario en cabaña alejada de la civilización con la intención de escribirme entera.

Durante mi estancia en las profundidades seguí una dieta a base de jugo de naranja natural, jugo de mandarina y uva embotellado, frambuesas, manzanas verdes, ensalada Waldorf, mi special chicken salad sólo para elegidos, pancito para mojar, vino blanco, pseudo ravioles industriales, ravioles caseros de espárragos, queso mallorquín, mongetes con butifarra, fideos ramen, alfajores BonOBon, agua, innumerables tazas de té negro sin azúcar y dos chicles de menta.

También comí aceitunas en total soledad.

Escuché música sin parar. Instrumental durante la escritura, de la otra durante los descansos. Descubrí un total de siete canciones nuevas. Algunas de ellas fueron bailadas con lentitud, otras con furor sincero.

En estos días aprendí cosas que nunca olvidaré. Tienen que ver con viñas e hinojos, con olivos y cipreses, con la luz filtrándose a través de una parra, con la luna llena entrando por un tragaluz. También tienen que ver conmigo.

Me levanté muy temprano la mayoría de las veces. Algunas noches escribí sentada en el suelo junto a la chimenea y el fuego me acunó hasta que se me perdieron los párpados. Otras veces escribí en una pequeña mesa de cara a la pared, rodeada de bosques pintados por las manos de otros. También escribí al sol, en el porche, envuelta en una manta, mientras una gata jugaba con hojas secas a mis pies.

Una mañana me despertaron los disparos de los cazadores. Volví a dormirme. Más tarde un pájaro golpeó en mi ventana y no supe qué decirle. El último día, mientras empacaba, el mismo pájaro volvió a golpear en la ventana para despedirse. He oído que hay aves que sobrevuelan y miran hasta que deciden bajar.

Caminé mucho por el bosque y rodé en la hierba para adquirir cicatrices variadas con mi torpeza habitual. En un rincón bajo los árboles me senté a mirar cómo la naturaleza me ponía en la mano cosas vivas que no puedo nombrar.

Una noche salí a conducir bajo la lluvia. Los aviones cruzaban la carretera e iluminaban la niebla sobre mi cabeza. Vi aviones llegar y partir con el desapego de aquellos que ya han volado en alfombra mágica. Un puñado de brujas me mantenía en sus oraciones en la distancia.

Cuando volví a casa el cable de los auriculares se había enredado para siempre con mis llaves. Fue un momento penoso y tuve que recurrir al timbre.

Me sobró comida. Bajé unos kilos. No calculé los víveres tan bien como Kerouac en Big Sur, pero tampoco tuve que boxear con el delirium tremens.

MIs gatos están felices de tenerme de vuelta. Uno de ellos me abraza ahora, indefinidamente.

El número de páginas nuevas escritas es aún indeterminado. Quedan mesas por escrutar.

Mis besos hoy saben a gasoil.

Dentro

Salud, visitante. Esto es Champawat, tierra de sangrantes. Aquí nadie se pasea por las calles polvorientas. Todos se quedan metidos en sus casas, atendiendo sus heridas, lamentándose por los que ya no volverán. Afuera hay monstruos. Afuera hay bestias. Afuera hay un criatura que husmea el olor de tu entrepierna y luego se lanza con las fauces babeantes, directamente a partirte la cadera. La tigresa antropófaga te quiebra como si fueras un pichón de gacela. Si tenés suerte y te suelta, tendrás tiempo de mirar el agujero que reluce bajo tus costillas, el lodo oscuro que mana de tu cuerpo.

Yo hace rato que me miro sangrar. Después de cierto tiempo se transforma en un ejercicio interesante, una meditación en movimiento, la mente quieta, la sangre fluyendo hacia donde quiera que tenga que ir. Cuando la sangre coagula, vuelven las palabras.

No hay más que hacer. Quedarse quieta y esperar que la sangre se detenga sola. Y luego sí, volver a salir, buscar a la tigresa, pedirle más agujeros donde meter los dedos.

Estos días he estado patrullando la fronda en su busca. Dentro de un momento me sorprenderá, me tenderá una trampa, me la encontraré mirándome con sus ojos del color de la alcaparra. Ansío ese momento porque sé lo que viene después. El lento balanceo en una silla mientras dejo de gotear.

Y entonces, como buena vecina de Champawat, me encerraré a lamerme y curarme, y si me porto bien habrá palabras nuevas esperándome al otro lado.

Mientras tanto, tienen todas las entradas anteriores de esta bitácora para hacerse una idea de qué pasa aquí.

Vuelvo un día de estos. Y si no vuelvo ya saben en qué estómago encontrarme. Si no los encuentra ella primero.

korean tiger

Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

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Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta hace la tercera llamada

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

 

 

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El de Santa Teresita no fue el único al que le gustaba mi look mojado-correccional-de-mujeres. En honor a la verdad, el primero que hizo esa asociación fue Peluca.

Es extraño como, en los momentos más inauditos, cuando necesito un Chapulín Colorado que me rescate de mis variadas metidas de gamba, Peluca es el primero que me viene a la mente.

Con el bolso colgado del hombro, miro por el balcón hacia las vías. Sé que algunas de las luces que se mueven ahí abajo podrían ser las motos de Aceituna, o de Sambayón. O el coche de Peluca.

Déjenme que les diga que yo fui feliz, muy feliz, en el asiento trasero del coche de Peluca. Aunque al principio me reí del tapizado rojo, el volante nacarado, el cassette de Los Wawancó. Todo tan figaza. A veces el envoltorio es lo de menos. Yo, Berta, la del ritual secreto de hidratación y la crema facial euforizante japonesa refrigerada, la que tiene que salir corriendo un martes a la noche a un residencia misteriosa poniendo en peligro su vida y la de sus amigas, les digo ahora que a veces el envoltorio es lo de menos.

Borisbecker balbucea y el ruidito se traduce en mi cabeza como que es tarde, que la Micropunto ya debe estar llegando, que no la haga esperar.

Pero yo ya no tengo nada que hacer más que esperar. Y cuando espero, siempre se me ocurre que espero al mismo. Siempre estoy acá, sentada, esperando que Peluca se decida.

Es una manera de decir. No estoy sentada, estoy de pie en el balcón. A veces estoy de pie en el baño de un avión con Casimiro. A veces estoy apoyada en una vidriera espiando a algún panadero fornido mientras acomoda los sánguches de miga. A veces estoy con Borisbecker mientras trata de abotonarse a Namasté, la caniche de la boluda del séptimo A. Pero siempre tengo la sensación de estar sentada esperando a Peluca.

Entonces, como todavía debe faltar un minutito o dos para que suene el bocinazo impaciente del taxi de la Micropunto, y como no tengo quién me rescate, es sencillo acercarse a la mesita ratona. Son sólo dos pasos. Es sencillo agarrar el inalámbrico y marcar el número de aquel que creo que debería rescatarme. El que creo que debería haberme rescatado hace ya tanto tiempo, si alguna vez se hubiera decidido.

Marco. Por favor que no me atienda una mina. Por favor, San Expedito, de verdad: que no me atienda una mina. Miro alrededor mientras suena cuatro, cinco veces, pero ya no uso pañuelito de tela para apretar en el puño.

-¿Holá?

Me atiende una nena. Corto. Lloro. Salgo.

Micropunto al habla

leto

Con Borisbecker hecho un buñuelo tembloroso en su almohadón, y mis propios nervios latiéndome en la garganta, me cuelgo el bolso y salgo muy decidida hacia la puerta.

Cinco segundos más tarde vuelvo sobre mis pasos, agarro el inalámbrico, marco el segundo número salvador. Me atiende la Micropunto, inusualmente dicharachera.

—Holááá.

—Puntito, soy yo.

—Berta, mi amor, cómo estás. Me estaba haciendo un pan de almendra y acelga, dicen que es re nutritivo y además te llena un montón y podés comer hasta una rodaja y media por día, lo cual me parece espléndido.

Frunzo el ceño, pues no reconozco el tentempié en cuestión.

—Punto, ese pan no es de Scarsdale ni de la Antidieta. ¿De dónde lo sacaste?

—No, no, es un snack nuevo, de la Dieta del Hortelano.

—No me suena, Puntito. ¿Por qué no la tengo en mis apuntes? ¿Por qué me ocultas información y empezás dietas sin mí?

—Berta, no seas demandante, que estaba de buen humor. Es una dieta nueva, parece copada: hojas verdes a full, frutos secos en cantidades moderadas, montones de clara de huevo. Huevo de granja, eso sí.

—¿Hojas verdes? ¿Y tus divertículos?

—Nunca tuve divertículos, qué decís.

No sé, Puntito, si fuera la dieta del perro del hortelano todavía…

—No te me pongas pasivo-agresiva, te lo pido por favor.

—Al final siempre me acusás de cosas que no tienen nada que ver.

—Uy nena, de verdad, qué retorcimiento de ovarios. Yo estaba de buen humor. ¿Qué te pasa? ¿Vos me llamabas por algo en especial?

Lloro un minutito antes de contestarle, y ella aprovecha el hueco en la conversación para bajar un cambio.

—Ay, Berta, estás sensible, qué pasó. No llorés, boluda, no llorés. Soy una bruta. Qué te pasa, tesoro.

Cuando la Micropunto deja de lado su pose de gurú de la sensatez y la frialdad y me llama «tesoro», es el momento de bajar la guardia y dejar que el corazón se me derrame como si se hubieran rajado las compuertas del embalse de Río Cuarto. Lloro un poco más audiblemente hasta mojar de baba y lágrimas el inalámbrico.

—No sé, es todo (hipo) un desastre (sollozo). Yo sólo (hipo, hipo, sollozo) quería (llanto desconsolado) quería…

—Buá, Bertita, buá, buáno, buáááno, calmate, tesoro, calmate.

—(hipo, hipo, hipo)

—Buáno.

—YO SÓLO QUERÍA PASARLA BIEN UNA NOCHE DE ENTRESEMANA (sollozo prolongado). ¿Es mucho (hipo) pedir?

—Buáno.

—¡Dejá de decir bueno y decime algo útil!

—Ay, Berta, no hay orto que te venga bien.

—¡Eso mismo dice Borisbecker! (Sollozos furibundos)

—Ese perro está más loco que vos. Calmate un poquito. Contame qué pasó.

—No.

—Berta, no empecemos con la nena malcriada, eh, que eso te funcionará con los hombres pero conmigo no, eh.

—¡Con los hombres tampoco me funciona! (Sollozo más que justificado)

—Buá. Buá. Qué pasó.

—Que yo quería estar linda y me hice el ritual de hidratación (hipo) porque me había comprado un vestido re lindo, re lindo (llantito)…

—Cómo…

—… y me lo quería poner. ¿Está mal? Sambayón dice que está mal, que soy una calientapijas. ¿Está mal querer ser linda? Decime.

—Pero qué. No entiendo.

—Y Aceituna ni un beso me dio (sollozo) y encima el helado estaba derretido y el envase olía a él. Muy boluda me sentí, muy boluda. Y el sueño ese de mierda.

—Qué sueño, que decís.

—Con los bailarines (llanto de bronca por tener un inconsciente adepto al music hall) y a Borisbecker no le importa nada y aúlla tibetano y ahora no me quiere acompañar.

—Berta, tesoro, estás fatal. No entiendo una garompa. ¿Adónde no te quiere acompañar Borisbecker?

—A la Residencia.

Oigo el inconfundible ruido de la Micropunto y su túnica incorporándose en su chaise longue.

—¿La Residencia?— Baja la voz a un susurro tísico —¿La Residencia Bogdanovich?

—Sí.

—¿Un martes? Vos estás demente.

—No, no estoy demente, ¡es una emergencia!

—Berta, decime un poco: vos no te habrás mojado, ¿no?

—…

—Nooo. Nooo. Pero Berta. ¡Pero Berta! ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

—Porque vos sólo hablás de tus acelgas y no me das bola.

—En otro momento te mandaría a la mierda, pelotuda. Esperame abajo, me subo a un taxi y te paso a buscar. Estás loca. Loca— La oigo caminar a grandes zancadas por su casa. —Un martes. Y seguro que estos no tendrán tiempo de avisarle a vos sabés quién, y encima vamos a tener que hablar con él en persona. Increíble. No lo puedo creer.

—Bueno, Puntito, perdoname.

—Ya vamos a hablar en persona. Estoy saliendo por la puerta. En diez estoy ahí.

—Gracias, Punto.

—No te escucho porque la rabia me sube por las venas del cuello y ahoga tu voz de tarada – dice la muy turra, y después cuelga.

 

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Imagen: street art by Veronica Leto/eveyinorbit

Berta llama a la Residencia Bogdanovich

 
Yo ahora les voy a contar algo que es secreto. Pero estoy segura de que no habrá problema, total, esto no lo lee nadie.
Intentando por una vez priorizar las decisiones en mi vida, marco un número clave.
Suena varias veces y nadie atiende. Me olvidé del código. Reviso mis apuntes, siempre junto al teléfono, igual que la carpeta con las copias de las dietas de mi amiga la Micropunto. Encuentro la tarjeta con esquinas doradas y letras en relieve. Marco, dejo sonar dos veces, corto. Marco, atiende la máquina, tecleo el código y me pasan con la otra máquina. Tecleo el segundo código y corto. Suena mi teléfono y otra máquina me dice que mi comunicación está en proceso. Suena un buen rato hasta que atienden.
—Residencia Bogdanovich, buenos días. —Se escucha de fondo un tintineo angelical.
—Seba, querido, son las once y veinte de la noche. No digas buenos días.
—¡Bertita! Vos sabés que nuestro día empieza a las cinco con el té de las cinco. Qué hacés llamando hoy. Hoy no podés llamar, mi amor, hoy no puedo, sabés que los martes es el día de…
—No sé en que día vivo, Seba, no me retes.
—Bertita, imposible, corazón, no.
Se escucha una voz de fondo:
—¿Quién es? —Sebastien tapa el auricular pero oigo todo.
— Es Berta, ¿podés creer? Que me llame hoy, justamente hoy.
La voz grita desde lejos:
—No te llama a vos, nos llama a los dos, tratala bien y preguntale qué le pasa.
Yo escucho muda. Sebastien vuelve con un gruñido.
—Qué te pasa, Berta. Te tengo que preguntar, viste, porque ahora me dan órdenes en mi propia casa.
—Pero no, Seba, ya lo conocés, no te da órdenes. No te pongas así.
—¿Y vos qué sabes? ¿Y vos qué sabes por lo que estoy pasando yo? — la voz de Seba se agrava con un tremolo de pecho que me recuerda a Elvis, pero más a Sandro. Lo quiero con locura cuando me lloriquea así. Tiene voz grave, de telenovela, como Aceituna.
—Seba, seguro que está todo bien. Si me dejás que vaya me podés contar todo lo que te pasa.
—No. No porque la última vez que te empecé a contar te fuiste y me dejaste con la palabra en la boca.
—¡Sebas, eran las cinco de la mañana! ¡Se estaba haciendo de día!
—Y qué problema hay, si no hacés un carajo.
Trago saliva y me arrepiento de haber llamado. Se escucha de inmediato el respingo y el grito de Massimo.
—¡Sebastien! No le hablés así a las chicas!
—Pero ella me llama y después me miente y me hace sufrir.
—¡Pero es Berta!
—Sebastien, dejá, si realmente es un mal momento yo llamo otro día.
—¡Me ofendés! Me llamás de la nada, me provocás y ahora me ofendés. ¿Cuándo te dejé en banda yo? Decime cuándo.
—Nunca. Es verdad —Es verdad que cada vez que llamo hay que dar este rodeo absurdo. Él se entretiene, es lo que lo alimenta a su retorcimiento de huevos, de alguna manera, este tira y afloja.
—Decime qué te pasa, así me voy preparando.
—Te vas a enojar.
—Yo nunca me enojo, Berta, amor. Vos no podés hacer nada para que me enoje. Nadie tiene ese poder sobre mí— recita Sebastien. Es verdad. Nunca se enoja: siempre parte de un escarpadísimo umbral de ira permanente, que a otras personas les costaría mucho alcanzar, pero que él se viene labrando a fuerza de años macerándose en sentimientos de inferioridad, inseguridad y orgullo brutal.
—Bueno, menos mal, Seba. Sos un divino.
—Ahora contame que te pasa. —Susurra con su voz de Barry White.
—Me mojé.
—No. Jodeme. No. ¡No! ¡No! No, hija de puta, no.
—¡Sebastián! —cuando le dice Sebastián con a y acento en la a es porque se está por ir todo al carajo. —Dejá de insultar.
—¡Se mojó! ¡Se mojó! — Seba aleja el teléfono y grita con la boca cerrada. Es un truco que le enseñaron en Brasil. Lo usa mucho. Es aterrador.
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
—Ay no, Berta. Berta. Berrrrrrrrrrta. —se escucha un estruendo y los pasos nerviosos de Massimo. —Dame. — le arranca el auricular —Hola tarada. Te lo tengo dicho. Te lo dije mil veces. Te digo tarada porque te quiero, pero es que no lo puedo creer. No te podés mojar un martes. Por qué nos hacés esto— Massimo también tiene una voz profunda y acaramelada, pero no tan grave como la de Seba. Creo que es barítono. Se conocieron en el coro de la Iglesia de la Santa Emanación. Es una larga historia. Por detrás, Seba llora con un rumor de oso herido.
—Ya sé, Massimo. Ya sabía que me ibas a retar. Pero bueno, no es urgente. Puedo ir mañana.
—Mañana, dice— se escucha a Seba sollozar de desesperación. —Oíme, vos sabés que no podemos dejarte así sin tratar. Vos sabés que mañana será peor. ¿Lo sabés o no?
Suspiro. Los llantos y admoniciones de Massimo y Seba siempre logran hacerme sentir como un gremlin que opta por comer chucrut después de medianoche.
—Sí, ya sé. Decime que hago,
—Tomate un taxi y vení ya. Pero ya. —Baja la voz y habla con total seriedad —Yo no tengo tiempo de salir y avisarle a Severino. Vas a tener que conversar vos con él.
—Cómo.
—Lo que oís. Hoy, martes, no puedo. Si venís a comer, vas a tener que hablar con él.
Esto es lo peor que me podría haber dicho. Súbitamente todo el plan se vuelve demasiado complicado. Pero ya estamos bailando, pienso, así que, Bertita, bailemos. Le pregunto:
—¿Algún cambio en la puerta?
—No me comprometas Berta no digas esas cosas no digas nada por favor— dice todo esto con la velocidad de un relator de fútbol en medio de un gol con siete gambetas, y después levanta la voz. —No sé de qué me hablás, no tengo idea qué estás diciendo, vení a comer cuando quieras.—Y me corta.
Lo miro a Borisbecker, que tiembla en un rincón y me ruega que no lo lleve con él. La herida de la última velada en la Residencia Bogdanovich todavía es reciente, y sé que no hay croqueta en este mundo que pueda convencerlo. La Residencia Bogdanovich es la kriptonita de Borisbecker.
Muy bien, entonces. Voy sola. Miro alrededor como si Borisbecker no existiera, agarro el bolso, me miro en el espejo. Estoy intentando insuflarle un sentimiento de culpa certero y mortal, pero el perro suelta un llantito que dice ni loco, Berta. Dice no me hagas ir, Berta. Dice, tené cuidado, Bertita, tené mucho cuidado.
 
 
 
 
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series

 

Palabra hablada, palabra olvidada

El viernes me olvidé de que tenía blog. De que tocaba escribir una entrada, y también de su existencia.
Les pido perdón a los incautos que se hayan acercado a Champawat, poniendo su vida en peligro, y se hayan encontrado sólo con el aliento fétido de la tigresa y nada para leer. Nada nuevo para leer, quiero decir.
Estos días también me olvidé de mí. Una está siempre mirándose el ombligo y su flora autóctona, pero a veces soplan vientos que te alejan de la orilla. Juegas a la estatua en el agua, aferrada a una vela imaginaria, y ya no tienes manera de volver. Algo así.
El otro día contesté una entrevista y no me reconocí en las respuestas. Le pedí perdón al entrevistador y le dije que ya le mandaría algo cuando el usurpador de cuerpos me dejara en paz. Me pregunto si con el hábito de escribir ficción una acaba siendo un personaje de sí misma. O si el bosque es tan denso que una ya no sabe cómo regresar y mirar las cosas con la cara limpia.
La tigresa se acerca, me husmea y veo que ha masticado mucha humanidad esta semana. Bien por ella.
Ayer celebramos el cumpleaños de Estación Spoken Word en ese lugar mágico que es Sa Possessió. Toni y Victoria hicieron un festejo precioso, con tarta incluida, y nos reencontramos con DYSO, que ya casi es isleño, y sus palabras saltarinas, que ayer sonaron más cercanas, más al oído. Conocimos a Batania y su musa. Nos emocionamos con Max Fernández Riera dejando volar al pájaro azul y recitando esos poemas suyos que me ponen la piel de pollo cada vez. Estaba todo Agente Noviembre con galletitas con monograma, ron y unas ganas de jolgorio total. Al lado, Eva se encargó de que el stand de Sloper despachara ejemplares de La reina del burdel como rosquillas. Enfrente el stand muy cuco de Ediciones La Baragaña y Casabierta Editorial. Lourdes Durán es quien hizo la foto que cuelgo aquí. También recitaron Biel Vila, Annalisa Marí, Tomeu Ripoll, Delfín… y espero no olvidarme de nadie.
Yo leí un texto aún inédito sobre personas primitivas y formidables (algo que está a punto de aparecer en formato electrónico y de lo que les hablaré muy pronto), y Flor Negra, que ya leí en mi primer slam el 25 de julio pasado.
Fue una noche de domingo en la que pareció que las palabras eran amables, que unían en abrazos. Pero no. En Champawat sabemos que la tigresa empuja con su hocico hasta que las palabras nos levantan la piel a mordiscones y ella puede ver qué hay debajo.

 

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Foto por Lourdes Durán.

Berta y los perros

 

 

 

No me hace bien quedarme sentada en el sofá acordándome de Casimiro y ese viaje que me mezcló tanto los sentimientos, así que me levanto y meto la cabeza debajo de la canilla. Hay recuerdos que sólo se quitan con agua fría. Además siempre me queda bien el pelo mojado.  A los hombres le gusta, les da una sensación como de intimidad, de ducha compartida. Les hace pensar en otras humedades, o en alguna película sudorosa de cárcel de mujeres o reformatorios o algo así.

Al de Santa Teresita le encantaba mi pelo mojado porque le encantaba Edda Bustamante, por ejemplo. Ven, cómo se me va a ocurrir salir con alguien de Santa Teresita. Son esas cosas que pasan en las vacaciones. Vas a la costa y conocés a alguien de Santa Teresita y por algún motivo te quedás pegada. La manera de hablar, las pausas, sus pasión por los coches y las películas de reformatorios, yo qué sé. Todo eso que parece tan tierno y exótico al principio cuando pasan dos meses lo usás en su contra. El de Santa Teresita y yo no tuvimos dos meses. Todo el tiempo me decía que me iba a venir a ver y después no fue capaz de tomarse un micro. Se gastaba toda la plata en repuestos pero no tenía preparado el auto y por eso no venía, pero decime vos si no podía sacar el auto aunque no tuviera el alerón perfecto, aunque se le viera la fibra de vidrio por un costado. No tenía plata para el micro, tampoco, porque se la había gastado toda en el alerón. Un pelotudo.

Otro al que conocí con el pelo mojado fue el de la rotisería fashion. Una de esos delivery modernos, muy iluminados. Es el horror de nuestra época, reformar algo tan tradicional y sencillo como una rotisería. Me produce la misma urticaria que a la Micropunto con sus bares. Mi amiga la Micropunto llora y se lamenta por todos esos bares de Corrientes, porque esa es la onda que le iba a la Micropunto. Llora por los bares de mesas marrones, donde la gente llegaba luciendo libros como cucardas, que de repente se transformaron en peceras dicroicas con barras modernosas, y los mismos mozos de siempre con una mueca nueva y triste.

Y eso es lo que pasa: una va a una rotisería fashion y se encuentra con elementos indeseables, como el mamerto este que me crucé esa vez. Él era flaco y paseaba un perro afgano y eso tendría que haberme dado la primera pista de que era un nardo. ¿Saben por qué? Porque los tipos que valen la pena se pasean con pastores. Pastor alemán, pastor belga. Pastor irlandés, si me apurás. Doberman y pitbulls no, que son unos perros de mierda, neuróticos como sus dueños, y una no quiere ese toque en un hombre. Pero un hombre que pasea pastores está bien. Un perro viril, con porte. ¿Y los que valen la pena? Los que se pasean a sí mismos como si fueran el campeón del barrio. Los que se mueven como por una competición de salto y obediencia, divinos, seguros de sí mismo.¿Otros que valen la pena? Los que no tienen ningún perro, ninguna cuenta en la tienda de alimento balanceado, ningún gasto extra de veterinarios, esos se pueden gastar toda la platita en vos. ¿Y los mejores de todos? Los que pasean a sus novias de la manito como trofeos, vestidas y perfumadas y divinas. Esos mismos. No importa si ellos van con jogging y ellas divinas, ahí el trofeo es una y ellos lo saben, y nos dejan que brillemos. (Si la mina es una misma, mucho mejor claro).

Pero yo me vengo a fijar en este huevón, con el afgano. Perro fifí de pelo largo, seguro que tenía el sofá lleno de pelo blanco, imposible ir con una petite robe noir a un hogar con afgano, pero todo esto lo estoy imaginando, porque el muy mamerto nunca me invitó. Me lo transé contra un árbol en la calle que llevaba a la estación, cada uno con su bolsita con el pollo al spiedo, él con ensalada rusa, yo con papas fritas, yo con la otra mano ocupada con la correa de Borisbecker que quería hacerle un reconocimiento anal al afgano (para Borisbecker cualquier agujero es trinchera), el señorito también con las dos manos ocupadas, claro, con la que no sostenía el pollo sostenía al perro, a la correa del perro quiero decir. Y, un dolor de ovarios, qué quieren que les diga, transar así, sin manos, en medio del baile de Borisbecker y el afgano que me iba a llenar la ropa de pelos. Y como me agarró con la guardia baja se me ocurrió darle mi teléfono y, obvio, después me arrepentí. Entonces hace rato que no voy a la panadería de la vía, que tanto me gusta, por no pasar por la rotisería fashion. Porque no tengo ganas de encontrarme a este salame.

 

Borisbecker abre un ojo en medio de su sueño post-canto-tibetano y me recuerda que no hay orto que me venga bien. Y que tampoco me salen demasiado bien las cosas últimamente.

Desde el sofá, con el pelo mojado y esta corriente que me viene derechito del balcón para provocarme una tortícolis o una sinusitis, pienso que, como siempre, este perro puto tiene razón. Esto no es el ensayo general. Esto es la posta. ¿Me voy a pasar la vida así, pensando qué me favorece más, si el rubio claro claro, el rubio dorado ceniza o el rubio muy claro dorado? ¿Me favorece ante quién? ¿Ante los que no sueltan la bujía para ir a verte o antes los que le dan más bola al perro que a vos? ¿Si me tiño el pelo de rubio platinado le gustaré más a los amantes de los afganos? Tanta depilación, tanto gel de zanahoria, tanto bajarse los breteles en la playa para que no tener marcas en el escote y ¿de qué me sirvió?

Tal vez tenga que dejar de pasarme la vida sentada en el sofá escuchando a mi perro castigarme telepáticamente. Necesito un plan de acción ya. Sólo se me ocurren tres personas que puedan ayudarme.

 

 

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Guía definitiva para lograr el sonido Mostro

Mañana hay concierto de mi banda, Mostros. Será el último concierto hasta dentro de un tiempo. Nos tomamos unas vacaciones para recobrar energía, y todavía no sabemos cuánto tardará la energía en presentarse otra vez, burbujeante y esplendorosa, como esas hadas esféricas de las películas de Disney.
Mentiría si dijera que no estoy un poco así, ligeramente triste y rara, porque todos sabemos la ansiedad que genera el juego bobo al que suelen jugar los novios, ese horror de “pedirse un tiempo”. Una banda muchas veces es como un noviazgo multitudinario (me estoy metiendo en terreno pantanoso aquí pero déjenme elaborar).
Mostros no nos pedimos un tiempo, porque lo que subyace, la amistad total, esa entidad inquebrantable que uno reconoce cuando mira al otro a los ojos, eso no está ni estuvo nunca en juego. Eso es algo que me llena de gozo: que a pesar de los comienzos turbulentos, una mudanza de continente, varios años sin papeles viviendo juntos en un piso (que podría haber sido el de Gran Hermano, porque nació al mismo tiempo que la edición española de GH) y todo todo todo en contra, esta formación de Mostros haya sabido mantenerse unida, heroicamente y estoicamente, como decía el gordo Casero, durante casi doce años.
¿Saben qué nos mantiene unidos, además de la amistad, la música, el amor por las mismas bandas y los mismos postres? La risa. La manera en que día tras día, año tras año, nos reímos de nosotros mismos.
Ojalá hubieran podido estar ayer, como mosca espía, en el último ensayo de Mostros antes del último concierto antes de las vacaciones. Fue muy divertido. Fue un delirio. Nos olvidamos de canciones que tocamos cada día, y salieron perfectos covers que no hacíamos hace meses. Por supuesto, también quisimos reflotar temas olvidados, y agregar arreglos de último momento a canciones a las que nunca se les cambió una corchea desde el día en que se tocaron por primera vez. Es evidente que esas cosas no se pueden, no se deberían hacer. Pero nosotros las hacemos porque somos los Mostros.
También tuvimos una idea fantabulosa sobre cómo mejorar el sonido en el local de ensayo y cambiamos todos los equipos de lugar, y luego nos pasamos un buen rato “buscando el sonido”. Ayer. Porque somos los Mostros.
Y también se nos ocurrió que, dado que todos los que pasaban por el patio comentaban lo muy bien que se oía desde fuera (“como si tuviera un compresor”, comentó alguien, entusiasmado), no perdíamos nada con probar. Y probamos tocar afuera un rato, al fresquito, tres de nosotros estirando los cables al límite, saludando a los vecinos del local, dejando al baterista, of course, sentado en su lugar y mirándonos con esa cara que sólo sabe poner él.
¿Por qué? ¿Porque somos los Mostros? No, porque somos unos boludos bárbaros.
Unos emocionados de la vida, en el fondo. Pero ay qué manera de reírnos.
Todo esto significa que no cambiaría a esta banda por ninguna otra del universo conocido, y que esta banda es así porque la hacen así mis queridos mostris, Alejo, Larry, Juanmi. Cómo los quiero, monguis.
Firmado: vuestra ovárica y muy cursi vocalista.
Nos vemos mañana en el Teatre de Lloseta.

(Esto se supone que iba a ser una introducción para mi texto sobre punk rock, que fue publicado en el número de marzo 2012 de Agitadoras. Pero creo que ya me extendí lo suficiente. Y si quieren, pueden ir aquí y leerlo)

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Foto por Ferrán Prieto.

  1. Nicolobo Ramos en 21 septiembre, 2012 en 15:16 dijo:

Oooooooohhhhh que me emocionas estúpida !! No hay nada mejor en el mundo (después de la pareja y -ay!- los hijos) que tener una banda. de musica.