Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta.

 

Estoy con los ojos vendados en una mesa larga. Me acercan copas de vino y digo cuáles son. Es como jugar a las adivinanzas. Siempre fui la mejor jugando a las adivinanzas. Tanto probar vinos de aquí y de allá en las cenas caras que paga Casimiro, mi amante polaco, ha dado resultado. Los demás invitados alucinan:

—Esta muchacha. Esta muchacha es una auténtica nariz.

Casimiro ríe complacido. Oigo el chaskiboom de su dentadura. Chasquea lengua y dentadura frecuentemente, un tic que odio pero que no puedo mencionar para no ofenderlo.

—Mi Bertita es una joya.

Me besa la mano, y sigue besándome, brazo arriba, como Pepe L’Amour, hasta llegar al hombro, descubierto por el vestido color visón que me compré durante mi último ataque de pánico.

Me quito la venda.

—Ya está, me aburrí.

Sonrío con muchos dientes para que se luzca la limpieza de ultrasonidos que me pagó Casimiro.

—No no no, nada de eso — dice una señora con nariz de papagayo y aros de esmeraldas tan grandes que los lóbulos le cuelgan, estirados. Se ve que todavía falta una pequeña batalla de vinos de la tierra.

Levanto una ceja y miro a la Señora Papagayo. Más esmeraldas asoman entre los pliegues de su cuello arrugado, ocultas apenas por un tremendo chal de seda cruda color champagne.

Me recuesto en la silla durísima. Color champagne, color visón. Siempre cosas caras, llenas de glamour. ¿Por qué nunca decimos color primer pis de la mañana, color vómito de lentejas, color leche de soja rancia?

De hecho, un ligero pero inconfundible olor a pis me llega a través de la mesa. Duda entre la Señora Papagayo y la Señorita Vestido Blancanieves. Siempre hay una nostálgica de Disney en estas fiestas. Ajadas damiselas infantiloides y a la vez incontinentes.

—¿Me querés? —le pregunto a Casimiro.

—Sabes que sí. Eres una reina, y además estuviste fabulosa cuando describiste ese merlot.

—Repito las boludeces que leo en las revistitas del ramo— dijo a través de mi sonrisa ultrasónica, sin mover los labios, como Borisbecker.— Ya sé que me querés. ¿Soy linda? ¿Te gusta mi vestido?

—Eres fabulosa.

—¿Y mi vestido?

—También.

Pienso que nadie puede jactarse verdaderamente de hiperolfato si no es capaz de rastrear a una persona a través de los mares. En este momento, por ejemplo, extraño horrores a mi amiga la Micropunto. Sus cartas huelen a frustración, a otra dieta truncada, a galletitas Lincoln, a jugo Cepita de naranja y uva. Qué hago con estos datos, me pregunto. Adónde me lleva ese rastro. Todavía no puedo volver.

Tengo este hiperolfato desde chiquita. Siempre reconocí las colonias de las tías, quién se lavaba con jabón Heno de Pravia (náuseas totales), quién usaba jabón blanco de lavar la ropa.

Un par de copas más tarde, logré escabullirme con la vieja excusa de empolvarme la nariz y me fui a curiosear por la casa. Llegué al jardín de invierno, una estancia acristalada donde el aire era tan denso como en una selva. Caminé entre helechos de mi tamaño y otras plantas monstruosas que no reconocí, hasta que me di cuenta que no estaba sola. Un señor engominado, muy buen mozo, se paseaba bajo una especie de ficus de tronco retorcido y fumaba un cigarrillo. Había tanta humedad en el ambiente que la punta del cigarrillo parecía pintada. Le pedí uno. Me dijo que era una lástima que fumara, con mi olfato tan desarrollado. Yo contesté que sólo fumaba los fines de semana.

—Salgamos, aquí vamos a ahogarnos.

Abrió una puerta de cristal que daba a la galería y, más allá, el jardín. Afuera también había mucha humedad y las nubes bajas reflejaban el resplandor de la ciudad a lo lejos.

Siguió hablando maravillas de mi cata de vinos. Se ve que él podía conseguirme un puesto de nariz. Tenía muchos contactos. Yo podía elegir, bodega o casa de perfumes. Dije que muchas gracias, pero que ya tenía un trabajo.

—Ya tengo un trabajo.

—¿Y cuál es ese trabajo?

—Un trabajo antiguo y divertido. Adorno.

—¿Perdón?

—Dama de compañía— batí las pestañas y me reí escandalosamente, pero él no me celebró el chiste. Hay humores que son más difíciles de desenredar que jugar a las adivinanzas. Lo tomé del brazo y le hablé al oído (que olía levemente a gomina, caspa y cerumen):

— Cuando Casimiro se aburra de mí, pídale mi teléfono. Ahora no— lo miré a los ojos con expresión de cervatillo herido — el polaco es muy celoso.

—¿Dónde vais ahora?

No le dije que tenía muchas ganas de volver a casa y mostrarle el botín a mi amiga. Que tantos días sin poder compartir mi tesoro hacía que los estuches de maquillaje parecieran usados y deslucidos.

—Nos vamos unos días a unos balnearios en Suiza… después no sé— sonreí ante una idea súbita— Espero que haya raclette. Siempre me encantó la raclette.

—Seguro que encontrará raclette en Suiza — dijo el caballero, afable.

—Dios lo oiga. ¿Sabe qué? Siempre me quedo con hambre con tanto canapé minimalista.

El señor buen mozo se rió y los cristales temblaron un poco, como si le hubiera pedido prestada la risa a Jack Nicholson.

—Berta, es usted un encanto. Haré que le traigan más comida.

— No, no, más miniaturas de estas no.

—¿Qué le apetece?

—¿De verdad me pregunta? Entonces… Entonces, hágame un favor. Vaya a buscar a Casimiro y dígale que nos va a llevar a uno de sus lugares favoritos— hice una pausa para lograr unos ojos de Bambi convincentes.

No me costó mucho. Mirándome los zapatos color provoleta mojados de rocío, pensé en ese agujero que hacía días que no podía llenar, en lo mucho que extrañaba a mis amigas, en Borisbecker aullando en el balcón, en La Mezzeta, en Banchero, en El Cuartito, en Aceituna y su mandíbula temblorosa, y volví a mirar al señor con unos ojos que casi casi lloraban de verdad:

—Por favor, buen hombre, lléveme a comer una pizza.

 

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Imagen: Invernadero en Botanisk Have, Copenhague. Foto por Macky.

 

 

Menú fermentado en Formentor y otros puntos del camino

 

De entrante:

  • zapallitos grillados con ajo y albahaca dulce
  • queso scamorza
  • paté de zanahorias y castaña de caju
  • silencio mental cuando lo necesario es hablar del silencio
  • conversaciones sobre sexo cuando lo necesario es practicarlo
  • la certeza de que ya se ha practicado bastante
  • ensayos generales para una farsa más

 

Seguimos con:

  • señores extranjeros que estudian la historia del siglo pasado y necesitan un aventón a este siglo
  • trabajos de parto relatados por whatsapp
  • un hostal de montaña en China donde dejan las botellas de cerveza sin abrir en la mesa de los clientes
  • el truco chino para abrir botellas
  • señores moderadores enamorados de su propia voz y que sumen al respetable público en un sopor infinito
  • señoras con cabellera infernal y adornos angélicos, con miradas que dicen más que toda la Enciclopedia Británica
  • un rincón en una glorieta perfumada y umbría
  • señoras que creen que la gente deja de escribir sobre Dios porque ahora se preocupan por los derechos de los homosexuales
  • encuentros vespertinos de piano y cuaderno
  • la diferencia entre enamorarse de personajes o enamorarse de personas o acertar con la historia
  • aprender sobre la vida leyendo entre líneas de las mentiras que la gente decide contar
  • el argumento de la altura utilizado a la vez por cincuentones y niñas de ocho años
  • señoritas que deciden aunar fuerzas en aras de la musicalidad
  • conversaciones sobre maternidad demasiado profundas como para mencionar a los hijos
  • gente con manojos de etiquetas listas para repartir
  • el cubículo correcto donde guardar un bolso
  • un lugar de la pampa de cuyo nombre no quiero acordarme
  • Leila Guerriero hablando de Madame Bovary como la novela en contra de sí misma, y leyendo un texto tan brillante como su entrevista a Aurora Venturini en Gatopardo
  • arsénico espumoso y mujeres de corazón negro
  • Marta Sanz y lo que asusta a los hombres es la sangre y el placer que no vacía
  • el placer no nos vacía porque siempre podemos enganchar un vagón más a este tren
  • lo mucho que hacía falta el Señor Lobo entre tantos hombres chupándose las pollas
  • los caminos inescrutables del chemtrail
  • bajar escalones hacia el mar
  • girarse y ver una estela en el cielo, y entender que detrás de esa huella en el azul está Bradbury y el lanzamiento del último cohete del verano

 

De postre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Imagen: Ava Gardner en el yate de Samuel Bronston en Mallorca, por Dennis Stock.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Liberen a Berta

 

  

Tanto actividad onírico-musical me deja absolutamente reventada. En el sofá, aturdida, me acuerdo de otro sofá. Me acuerdo de un almuerzo en un restaurante japonés de Barcelona, en mi primer viaje con Casimiro. Él se había quedado en el hotel. Un denso como tantos otros, viviendo exclusivamente para los clientes y los balances trimestrales, pero con mucho más dinero que los inmediatamente anteriores. Para reafirmar esta convicción, yo me fui de compras como si no hubiera un mañana. Y tal vez no lo había: no estaba segura en qué momento me pinchaban el globo con un pasaje de vuelta a mi departamento con las plantas secas en el balcón y demasiadas bandejas de delivery en la heladera.

De camino al restaurante había visto un grafitti brutal en una pared: Sólo solas somos libres.

Comí mi bol de fideos gruesos y sopa japonesa, y mastiqué un trozo de bambú y esa frase. Se me quedó pegada a una muela. Me empalagó después del postre crujiente de banana. Intenté bajarla con té kukicha. Enfurecida, admití que todo el almuerzo no sirvió para sacarla de mi organismo.  Algo dentro de mí sabía que tenía que aplaudir las veinte letras de esa frase, y otra quería salir corriendo al sofá Chester del hotel, a contárselo a su novio.

Qué disyuntiva, fijensé, la huida o el sofá. En el sofá, que tenía horario europeo, habría ojos entrecerrados, mantas de cashmere, el mando a distancia (o control remoto, como prefieran). En el sofá un rato más tarde estaría yo, como un gato, ronroneando al punto del espasmo, vendiéndome panza arriba, sin el menor atisbo de dignidad, por unas caricias, un bolso, dos vestidos y un neceser lleno de maquillaje nuevo, en primorosos estuches negros y dorados.

Había sido un almuerzo sexy, después de todo. Sexy por que estaba sola, y bien vestida. Sexy porque me había llevado una revista para no parecer que estaba tan sola. Sexy porque era un lugar en penumbra con mesas muy juntas, que invitaba a que se te sentara al lado algún ejecutivo, algún turista ricachón o algún otro espécimen de esos que nos gustan a las chicas solas. Me encantaba comer en ese lugar. Era sexy sobre todo porque consistía en sushi. Mi plato preferido era una sopa con fideos de esos muy gruesos y en forma de prisma alargado. Fideos con forma de paralelepípedo. Qué palabrita tan divertida. La aprendimos hace hoy un millón de años, ¿y sirve para qué? Tan sólo para esta clase de analogías, nada más que para eso. Cuando una llora a gritos porque no le sale la regla de tres compuesta, o porque no sabe cómo encontrar el objeto indirecto, los padres y los maestros siempre dicen estudiá que después te va a venir bien en la vida. Bueno, yo les informo: es mentira. Déjenme que les confirme: la mayoría de las veces esas cosas no sirven para nada. Salvo pequeños momentos cristalinos como este: un mediodía de lluvia en que pese a la humedad que te apelmaza un poco el peinado te sentís sexy y divina a partes iguales, y después de un rato de estar mirando fijamente el bol humeante te acordás la palabra, y podés aplicarla a la forma del fideo que forma el manojo que descansa en la sopa.

Paralelepípedo.

-Seño, se confundió, puso dos veces “le”.

-No, chicos, es así, está bien así.

Es un paralelepípedo, sin dudas, bastante alargado, y me gustaría saber a quién le sirve acordarse de una palabra así. Tal vez los arquitectos o ingenieros o diseñadores industriales encuentren una utilidad real para palabras como esa en sus vidas. A mí ni siquiera me sirvió para sacarme de la cabeza ese grafitti horrible, subversivo y mala onda. Por ende, después de pagar mi cuenta y dejar una buena propina corrí hacia el sofá de la habitación del hotel y me quise morir durante un rato hasta que Casimiro haciendo zapping enganchó Friends.

 

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Eran sólo cuadros colgados

 

 

Este cuadro de Hopper siempre me recuerda a uno de los primeros cuentos de Carson McCullers, El patio de la calle ochenta, zona Oeste. Las ventanas del contrafrente, la vida de los vecinos avanzando sobre la tuya como lentas plantas carnívoras. Aunque esta habitación parece mucho más espaciosa que la descrita por McCullers.
Cuando abro la antología de McCullers editada por Seix Barral para buscar el nombre del cuento en cuestión, me encuentro con el comentario de Rodrigo Fresán, que prologó y anotó el volumen: Casi un cuadro de Edward Hopper hecho cuento.
Claro.
Eso mismito.
Me quedo con las ganas de ver la exposición de Hopper en Madrid, pero seguiré trotando por esas habitaciones en sueños. Me asomaré a las ventanas o dejaré que las cortinas hinchándose en la tarde marquen el pulso del fin del verano mientras yo las miro desde la cama, desde la mesa, escondida en la ventana del contrafrente, tocando un instrumento demasiado grande para sostenerlo bajo la barbilla, un monstruo encordado que me obliga a abrir las piernas y a sacudir el pelo en cada stacatto.

 

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Menú de viernes ya, qué rápido pasó la semana

De entrante:

* verduras rebozadas de La Bodeguita de las Ramblas

* niños que degluten racimos de uvas como orangutanes famélicos.

* salsa mexicana a base de tomatillo morado horneado con cebollas, ajo, cilantro y lima

* pan con manteca y sal
Platos principales:

* niños luminosos que aprenden a caminar solos

* un osito de peluche flotando en una piscina muy blanca

* tantas clases de química en las que nunca presté atención

* la salida laboral de Walter White

* el ángel caído que usaba camisas de new romantic

* un chico muy alto y buenmozo bailando sobre los restos de una botella de vodka

* un pie reducido a jirones morados y vuelto a coser

* un vendaje que se aparta para inyectar morfina entre los dedos del pie

* un músico con el pie destrozado que inhala cocaína farmacéutica cada media hora para contrarrestar el efecto del opiáceo y poder grabar el video de uno de los conciertos en vivo más famosos de los años 80

* alcaloides tropanos vs alcaloides fenantrenos

* el Rock Doc: contacto infaltable en la agenda del manager

* señoras que se masturban y desgraciados que las señalan, con el dedo

* lo lento que pasan los días mientras espero que James Salter venga a contarme un cuento

* catacumbas con olor a amontillado, llenas de libros en inglés

* regalos de cumpleaños recibidos con antelación

* calendarios chinos de principios del siglo XX con mujeres atrevidas que muestran la pantorrilla y tienen dos copas preparadas en la mesa ratona

* lo listos que estamos todos para tirar la primera piedra

* el sonambulismo como ritmo de moda

* cielos blancos hinchados de lluvia

* radios cada vez un poco más vacías

* gente que roba guitarras y vuelve para devolverlas en una esquina anónima, en patines, con los instrumentos atados a la espalda

* usar una moneda para tañer las cuerdas y otras dos para sujetar la correa en su sitio

* hombres a los que no se les ocurre que haya mujeres que no los encuentren atractivos

* el sexo potencial como espejismo

* ser bien educada hasta el mismísimo final

* bueyes solos que bien se lamen vs bueyes perdidos

* discos amontonados en un sótano húmedo

* el concepto de humedad en contextos intercambiables

* cuatro baños de mar

* pintarse las uñas de los pies con las sandalias puestas

* mortajas con bolsillos

* el último concierto de Mostros por un tiempo
De postre:

* helado de chocolate de Jamaica de Ca’n Miquel

* muffins caseros de ciruelas sin fumigar y nueces de macadamia

* pan con manteca y azúcar

* jarabe para la tos con tomillo y codeína

* Psychocandy
Imagen: They sacrificed everything to the stars, by Amanda Blake/ thisisalliknow
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Algo tiene que pasar

 

Hubo un error de cálculo en mi plan con los repartidores. Al final acabé estresada y con dolor de cabeza: Aceituna se fue gritando pero rapidito, con el culo fruncido mientras Sambayón aguantaba inmovilizado por Borisbecker, el palier reverberando con las puteadas de Aceituna, la vecina de arriba asomada por el hueco de la escalera mientras Namasté, su caniche, resbalaba de excitación en las baldosas de tanto saltar con esas patitas mochas. Después tuve que bajar y asegurarme que Aceituna no estuviera esperando atrás de una árbol antes de hacer salir a Sambayón, que también puteaba mientras se subía a la moto. El portero aprovechó ese preciso momento para lustrar el picaporte de bronce, que ganaría un Óscar al Lustre Definitivo, pero con el portero no se jode; más vale tenerlo de amigo.

Cuando vuelvo arriba Borisbecker está lamiendo la ensalada rusa del parquet. No tengo estómago para retarlo, con lo bien que se portó de carcelero de Sambayón, además de bancarse como un señorito las muy diversas tentaciones desparramadas a su alcance. Cuando termina con la ensalada el parquet brilla como si en esta casas nos deslizáramos sobre patines de lana. Evidentemente Borisbecker también está nominado al Lustre Definitivo. Le tiro media empanada; dicen que el aceite le hace bien a las maderas nobles.

Me termino las empanadas que quedaban, y ataco el cuarto de helado, ya medio derretido. El envase huele ligeramente a Aceituna, su perfume de huérfano del río, y me dan ganas de llorar. Aceituna con esa mandíbula hermosa, tan enojado. Sambayón tambien me miró muy mal cuando puso la moto en marcha. No les robé ni un beso a ninguno de los dos. Si les digo la verdad, me siento bastante pelotuda.

Estos son los momentos en que hay que llamar a las amigas, o demostrar que una tiene aguante. Junto al inalámbrico, la carpeta de las dietas me recuerda que estamos en el día cuatro de la sopa del astronauta, por lo que la Micropunto debe estar desintoxicada e intratable.

Opto por la autosuficiencia y, aunque estoy notablemente perjudicada por la ingesta de cinco empanadas y media de carne picante, logro poner un poco de orden: meto el pollo y las papas en la heladera, y congelo la pascualina. Por el balcón abierto oigo los cantos tibetanos de la boluda de arriba, y a Namasté, la caniche, haciéndole los coros. Yo no sé qué le ve Borisbecker a Namasté, pero es empezar con los cantos tibetanos y los dos perros se ponen a armonizar sus lloriqueos.

En vano intento distraerlo, telepáticamente primero, a los gritos después. El llanto afinado de Namasté debe tener un atractivo sutil que se me escapa. Dejo a Borisbecker en el balcón, aullándole a su perra yóguica y me acurruco en el sofá.

Seguro que hubo alguna época en la que no tenía que depender del delivery para divertirme. ¿Dónde fueron a parar esas noche locas de la juventud? ¿Cómo nos divertíamos antes?

Borisbecker interrumpe su llanto lánguido durante el tiempo suficiente como para enviarme un recuerdo certero: yo pegada al teléfono, esperando que llamara el Toto, la cara desfigurada por el llanto y los celos, un pañuelito turquesa apretado junto a la boca para no gritar. Y de yapa, otro más: perdida en una fiesta en una quinta, como sonámbula, cocktail en mano, mientras mi pareja de esa noche se dedicaba a impresionar a potenciales clientes con anécdotas interminables. Y un polvo con un señor en las reposeras, habiendo soplado previamente todas las velitas de diseño que iluminaban ese extremo de la pileta. Y horas esperando taxis que me llevaran a mi casa. Y un montón de cenas carísimas con tipos que se miraban hasta en el reflejo de los tenedores. Y el Toto y Peluca, que me quisieron tanto.

Y taxis, muchos taxis. Despedidas en los taxis y taxistas teniendo que limpiar los asientos traseros. Y despedidas en los umbrales bajo la lluvia. Y volver a casa mojada pero sin beso. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de las calles.

Veo una calle cualquiera, con adoquines brillantes, y todas las puertas son la puerta de mi casa. En cada umbral me espera un chico. Todos tienen remeras lindas, el pelo desprolijo, sonrisas prometedoras. Yo estoy parada en medio de la calle y no puedo decidirme. Me gustan todos. Los voy llamando con el dedito como para sacarlos a bailar pero después me arrepiento porque me gusta más el de al lado. Giro sobre mí misma, aturdida y enamorada. Los quiero a todos.
Algunos empiezan a mover los pies con impaciencia. Un sonido leve pero implacable. Otros chasquean los dedos al ritmo de un metrónomo invisible. Los flequillos se sacuden, las caderas se agitan. El aire se pone denso y los árboles deforman sus copas, que alcanzan las nubes. Se encienden carteles de neón. Un reflector barre la calle en busca del amor. Algo está a punto de pasar. Dios mío, algo tiene que pasar.

De repente se oye, en la lejanía, un repiqueteo arrítmico, fuera de lugar. Un tiqui tiqui tiqui. Un ruidito molesto. Se acerca. ¡Es Borisbecker con sus pasitos de claqué! Se para en dos patas, como una ardilla disecada, y me habla:

– Algo tiene que pasar. Puede ser. Pero ¿una comedia musical, Bertita? ¿Estás segura?

Me despierto con la borla del almohadón labrada en la mejilla. Mi esófago tiene vida propia y su revestimiento ondula golpeado por olas de ají molido y grasa de pella. Creo que es hora de prenderle una vela a San Genaro y tomarme una hepatalgina.

 

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La amplitud de la puerta: humo, mentiras y rock and roll

Este texto acaba de aparecer en el número de septiembre 2012 de Agitadoras.

—Mojamos los adoquines para que las calles brillaran como en un sueño.

Él habla y fuma, con los ojos cerrados como si le pesaran los recuerdos detrás de los párpados. Los silencios son tan fundamentales en los cuentos como en la música.

—Necesitábamos una frase más, ahí en la noria. El famoso ferris wheel speech. Cosas del ritmo de la historia.

A mí lo de ferris wheel siempre me hizo acordar a Ferris Bueller, pero no estoy segura de que le guste mi asociación libre, entonces no digo nada. Soy muy cuidadosa con lo de gustarle a la gente que me gusta. Nunca pongo mi necesidad de pertenencia en peligro si no es por una buena razón. No hay razón alguna para que yo quiera dejar de pertenecer a esta pequeña célula de conversación. Después de todo, él me está hablando sobre El tercer hombre.

—Es un discurso brillante. Lleno de inexactitudes, pero brillante porque consigue lo que quiere: tu atención completa. No te importa que Suiza haya sido una nación de ejércitos feroces antes de adoptar su supuesta neutralidad. No te importa que los relojes cucú sean un invento alemán. Sólo importa que Harry Lime no deje de hablar.

Sé a qué se refiere. Cuando las palabras no son completamente verdaderas pero el encantador de serpientes nos paraliza hasta que acabe el truco. ¿No es acaso eso la ficción? Una mentira-lobo con traje de verosimilitud ovina. Un sueño contínuo y vívido, como dice John Gardner. Un sueño en el que las calles reflejan la luz de las farolas aunque no llueva.

Cómo nos gustan a todos esta clase de mentiras. Pagamos para recibirlas. A otros nos gusta tanto soltarlas que lo hacemos gratis. Malas costumbres.

Hay una canción de Neil Young en la que dice que el rock and roll está aquí para quedarse. Tiene una de esas frases matadoras y mentirosas. Una de esas frases que son capaces de hundir a los niños perdidos, de empujarlos aún más abajo en sus sótanos con sus escopetas. It’s better to burn out than to fade away. El mismo Young dice

It’s just one of those lines

y lo dice con la conciencia limpia. Mejor quemarse que desdibujarse. Neil Young nos suelta esta barbaridad con su voz de pajarito y se queda tan tranquilo, porque él ha metido un pie en el fuego, ha vuelto para contarlo y todavía le sobra tiempo para esfumarse con calma. Pobre Kurt, dice también. Era la primera vez que le pasaba y no sabía que podía ir a algún otro lugar y conseguir más combustible.

Mejor quemarse. Randy Newman opina que es una frase de escritor dentro de una canción. Una frase irresistible. Cuando eres escritor, eres despiadado. Algo así.

Mi interlocutor enciende otro cigarrillo. El humo se comporta como si estuviera en una atmósfera controlada, amortajándole la cara con volutas cinematográficas. Con lo mucho que me molesta el tabaco, no digo una palabra. Hoy tengo la asertividad metida en la verija. Con un poco de suerte se caerá sola cuando me hagan abrir las piernas más tarde.

Parece que Orson Welles se inspiró en una antigua y olvidada pieza teatral para su discurso cucú. Nos impresiona con sus fulgores de mazmorras renacentistas porque en el fondo somos urracas y picoteamos el brillo de la superficie. Si les tengo que decir la verdad, mi corazón siempre deja de latir un rato antes, cuando Harry Lime abre la puerta de la cabina de la noria. (¿De verdad estoy escribiendo noria cuando puedo decir vuelta al mundo? ¿Es tan importante desde dónde y hacia dónde escribe sus mentiras un escritor? Sí que lo es. Pero sobre esto ya hablé en febrero.)

Y no tenemos que olvidarnos de Lime abriendo esa puerta corrediza como quien está a punto de bajarse del ascensor.

—¿Víctimas? No seas melodramático. Mira ahí abajo. ¿De verdad sentirías compasión por alguno de esos puntitos si dejara de moverse para siempre?

Siempre me olvido de respirar durante un rato cuando Harry Lime abre la puerta corrediza. Lo que me sobrecoge es que yo alguna vez ya miré desde arriba con ese vértigo y ese desapego. Fue desde el campanario de Bohun Beacon, invitada por el Padre Brown. Por dentro, aplaudo emocionada a Graham Greene que aplaude a Chesterton, que ya nos había advertido de los peligros que acechan en las alturas:

—Creo que andar por estas alturas, aun para rezar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir que puede uno caer? —preguntó Wilfrid.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma —contestó el otro.(…) Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.

Holly Martins se pasa tres cuartos de película queriendo creer que su amigo es un hombre bueno, aunque éste, como el reverendo Wilfrid Bohun, empiece a acostumbrarse a ver a la gente desde arriba como insectos, como puntitos. Malas costumbres. Una creencia es sólo un pensamiento que pensamos demasiado a menudo.

Yo me paso la vida buscando mentiras en el papel, extrayendo mentiras de la boca de los extraños con sacacorchos y sonrisas de señorita tonta, viendo a la gente desde abajo, sentada a sus pies, esperando que me cuenten un cuento.

Quiero que él me diga que le parezco hermosa e inteligente, pero no recurro a Chesterton, sino a algún truco de la pantalla plateada. Mohines de Marilyn, risas como Rita, ejercicios de laringe à la Lauren. Sesenta años después, estas cosas siguen funcionando. Tienen mi palabra.

El Padre Brown sujeta al reverendo Bohun cuando éste quiere precipitarse desde el campanario para escapar a su castigo por cainita.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Neil Young dice que en el rock and roll es donde Dios y el Diablo se dan la mano. Esa puerta está abierta cada vez que quieras ir.

Me pregunto si es verdad. Me pregunto si basta con golpear para que salga el buen Señor a darme un bidón de gasoil, o si Mandinga preferiría que entrase sin llamar.

Me acerco a las rodillas de este hombre que me cuenta un cuento. Apoyo mi cabeza en su falda, dócil como una perra que, sin embargo, cree que su hueso ya debería estar en el plato.

 

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Cómo funciona (mi amor por) la música

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Hay canciones que he cantado tanto que ya no las reconozco. Hasta que entra una nota en el aire y entonces me doy cuenta de que seguimos siendo amigas aunque la vida nos haya separado hace rato. Me ha pasado dos veces esta semana.

Tiene que ver con haber cantado una canción muchas, muchas veces. Tiene que ver con una memoria muscular que se activa y que responde al gran encantador ventrílocuo, que te sienta en sus rodillas, mete la mano en tu espalda hueca y te impulsa a cantar.

Las dos veces fueron versiones: yo no conocía la versión pero sí la original, y las palabras volvían a mí enmascaradas dentro de otro ritmo, con otra voz.  Una vez fueron palabras que yo tenía perfectamente memorizadas, las de Train in Vain, de The Clash, pero en elcover de Annie Lennox. Con la mirada fija en un punto en el espacio canté una canción ligeramente distinta a la que estaba acostumbrada a cantar, pero la letra coincidía.

Cuando una abre la boca para cantar una canción que se canta sola, o sea, sin que una la haya reconocido previamente, la sensación es lo más parecido en el mundo a haberse transformado en un perro telepático.

La segunda vez que me ocurrió fue esta mañana. Es una canción que en principio creí no conocer, y de hecho no sabía la letra de memoria, ni con las palabras exactas. Pero inmediatamente supe que yo había cantado ese wachuwaru wachuwein muchas veces, y de muy joven. Era uno de esos horribles covers chill-bossa que tienen la particularidad de poder ser reproducidos en un sinfín de no-lugares, o más exactamente lugares anti-musicales, como comederos aptos para todo público, sin que ninguna abuelita se espante ante la distorsión y los platillos.

La segunda versión, la del wachuwein, era Shout, de Tears for Fears. Y claro que la había cantado de chiquita. Es curioso como el ánimo hace un pequeño clic y te sitúa en un espacio-tiempo especifico (hay una luz de verano, una cierta colcha liviana, un claroscuro de árboles y siesta) y las palabras vuelven intactas, o al menos vuelve ese balbuceo que empezaba a ser la música que uno no amaría tanto como para incorporar con alma y vida (léase, con letra y melodía completas), pero vuelve tal cual se aprendió aquella vez, durante un verano entero escuchando el American Top Forty.

El otro día, cenando con un amigo y volviendo, una y otra vez, al cine y la música, que son las dos cosas inexplicables que nos unen a los que supuestamente dominamos las letras o nos dejamos dominar por ellas, mi amigo se derritió por un tema de Beatles que ahora no recuerdo y exclamó algo así como: por eso son buenos los Beatles, porque sus canciones se pueden versionar y siguen funcionando, y por eso, musicalmente hablando, son una mierda los Stones, porque sus canciones no se dejan versionar.

Pausa dramática con espumarajos saliendo por la boca.

Tiene razón en lo de que las canciones de los Stones no se dejan versionar. No conozco un solo cover de los Stones que valga la pena (quizás la excepción sea Satisfaction, por Devo, y eso porque es una deformidad tan monstruosa que uno la acaba adoptando entre suspiros de ternura).

Pero el adverbio terminado en -mente oculta una de esas inexactitudes provocadas por un excesivo y excitado uso de la mente. Creo yo que en este caso ese adverbio,musicalmente, se coloco ahí con demasiada velocidad. ¿Es mayor virtud, musicalmente hablando, que una canción siga siendo buena en su versión MIDI para ascensores y aeropuertos? ¿En un sintetizador para politonos de telefonía móvil?

Yesterday, como aprendimos hace poco en este precioso artículo de Jot Down, se llamó «Scrambled eggs» hasta obtener su título y status definitivo como la melodía con más covers de la historia. La mayoría de ellos serán seguramente horribles y olvidables. A mí esos miles de covers me edulcoran sin remedio una melodía que es tan buena que McCartney no acababa de creer que fuera suya.

Y lo que la falta absoluta de covers decentes no podrán nunca anular es la magia de una canción como Shattered, o Bitch, o Faraway Eyes (y que alguien me detenga, por favor, gracias), o la sonoridad de una canción con afinación en sol abierto, que sonará más primitiva, pero cuándo fue una desventaja en Champawat ser primitivo. Y además ¿desde cuándo es la música una competición?

 

Una banda es un artefacto delicado, eso quiero decir. Una sutil combinación de engranajes irreproducibles. Cualquier banda que sea tan única que todavía no se haya inventado el software que pueda hacerla funcionar en modo pseudo-bossanova merece un apretón de manos, medalla, diploma y beso.

Tal vez la culpa la tiene un cantante que deforme tanto las palabras que no importa si aprendés o no la letra de memoria (me viene a la cabeza una furibunda Whoopi Goldberg en una película menor de cuyo nombre no quiero acordarme, rebobinando un cassette delante de una partitura de Jumpin’ Jack Flash, rogando: «For God’s sake, Mick, talk English”). Un guitarrista con el don de le mot juste (algo que también comparte Frusciante, el instrumentista que pone sólo dos notas, pero ay cómo te las pone), la economía de digitación que sin embargo le permite todo lo demás: sus gestos de orangután, buscar tanto el roll como para llevar la guitarra a la altura de la rodilla, supurar carisma. Una base rítmica como el cañón del Colorado, un baterista con los pases más simples y sin embargo dueño de ese hi-hat inconfundible. Y más química que Walter White.

La química, eso que hace que un puñado de personas corrientes, que llegan a un local de ensayo con la lista de la compra en la cabeza, sean capaces de abrir válvulas que traen al momento presente melodías y arreglos y vuelos interplanetarios que un minuto antes no existían.

Lo que nos lleva a algo muy grande, aquello que nos tiene preparado David Byrne para dentro de diez días, cuando se lance su nuevo libro How Music Works: la oscura materia emocional de la creación sigue apareciendo de manera instintiva, pero lo hace para tomar una forma que encaje en un contexto previo. Sólo pude leer el primer capítulo, que es lo que McSweeney’s nos ofrece como adelanto, pero me dejó turulata. El planteo es que a través de las épocas y los estilos, el músico compone pensando inconscientemente en el entorno en el que sonará su música. No sólo el espacio físico, sino algo tan simple como que mejor que nuestra música se escuche si habrá gente bailando y bebiendo y batiendo palmas y gritándose guarradas de un extremo a otro del salón de baile. Y para alguien como yo, que durante trece años se preocupó de cantar lo más audiblemente posible dentro de una banda en la que hay que luchar con la distorsión y los platillos, tiene mucho sentido.

¿Qué tienen que ver los Stones con cómo funciona la música? Sólo sé cómo funciona mi amor por la música, que es lo que dije hace unos meses en esta entrevista de 40 putes, cuando me preguntaban sobre músicos, poetas y florituras. Yo diré que la música no es nunca sólo la melodía más o menos elaborada, más o menos pegadiza, la letra lacerante o con gancho, el soplo creativo de cada integrante de la banda escapándose de pulmones y otros espacios vitales para tejer tempestades en tiempo real. Es la suma de todo eso más el ingrediente secreto (¿el feeling? ¿la emoción? ¿that which cannot be named?). Y ningún virtuosismo aislado puede superar a la gente dejándose la piel en el escenario, a Patti Smith rompiéndose el cuello por poner el pie dentro de las llamas (visito esta idea una y otra vez, y podrán encontrar un texto mío al respecto en el próximo numero de Agitadoras). Pero básicamente, y mi amigo lo sabe, sólo que le gusta provocar, todos agradecemos que Macca haya compuesto sus huevos revueltos y haya jugado con esas séptimas, sin las cuales ciertos melómanos no pueden acercarse a las canciones ni con un palo. Y también sabemos que considerar esas canciones mejores que otras sólo porque se traduzcan bien al aséptico idioma cafédelmar-chillout-yamahadejuguete para ascensor es dejar todo el feeling fuera de la ecuación, lo cual es un error imperdonable.

El plan B de Berta

Aceituna me mira con cara de hiena enjaulada. De hecho estamos encerrados en el baño mientras, en el living, Borisbecker ladra como un poseso durante los breves instantes en que suelta la pantorrilla de Sambayón, que aúlla a su vez de dolor.

Al final, acá el único que muerde es Borisbecker, entre tanto perro quilombero.

-¿Por qué me hacés venir si va a estar el rusito forro este?

Me hago la compungida. Pongo trompita mientras le acaricio la mandíbula. Pone cara de dolor, pero es la rabia lo que le quema el maxilar.

Sambayón grita desde el living:

-¡La puta que te parió, perro puto!

Es así, esa es la opinión que tenemos todos acerca de Borisbecker. No hay nada que hacer.

– ¡A ver señora, dígale que me deje en paz!

Qué tierno, me dice señora. Señora, me dice, el muy enfermo. Merece que Borisbecker le deje la pantorrilla hecha puré. Aprieto los dientes y, cual un control remoto peludo, percibo telepáticamente que Borisbecker aprieta a su vez el gemelo de Sambayón. También percibo que Sambayón grita.

-¡Perro de mierda! Y vos, turra, nos podríamos dejar de joder ya con la jodita, ¿eh?

Vamos mejorando. Por lo menos nos vamos tuteando y ya no me dice señora. A este pendejo bien que le gustó mientras jugábamos al histeriqueo delivery todos los lunes y miércoles, que hay poco laburo. Pero ahora de repente no le divierte tanto el tema y se pone nerviosito y redundante y me pide que no jodamos con la jodita. Es lo que pasa: se les atasca la gramática en cuanto tienen a un perro a escasos centímetros de los genitales. Aunque sospecho que para los hombres como Sambayón todo está peligrosamente cerca de sus genitales. La vida entera gira alrededor de su tiki-taka. Misterios de cierto cableado masculino.

-Por qué me hacés esto- me dice Aceituna, sentado en el bidet, con el envase de telgopor del helado apoyado en la mandíbula. No me lo pregunta, me lo dice, con un siseo casi de tísico. El dulce de leche granizado asoma por debajo del celofán que separa el hielo seco de mis dos sabores de helado, y pronto amenaza con chorrearle cuello abajo. No se imaginan las chanchadas que se me ocurren en este momento. ¿A ustedes también? Puercos malpensados.

Suspiro un poco para mantener esta tensa atmósfera de telenovela. Me encanta Aceituna. Le tiembla la boca cuando me habla, de rabia y humillación, pero también de calentura. Este chico siente todo en sus carnes, como si fuera huérfano y yo le estuviera negando un vaso de agua. Pongo cara de ofendida:

-¡A mí, que sabés cómo pienso! A Bertita no le podés hablar así, lindo. Cuándo te traté mal yo a vos, decime cuándo.

El pibe se pierde por un instante, dirige los ojos a un río imaginario que crece trayéndole un camalotal de ira y frustración y después vuelve en sí.

-Te parece poco tener que ver cómo este pelotudo te transa en mi cara. En mi cara.

Lloraría, pero no me quiere tanto. En el fondo la rabia es porque Sambayón le pegó antes de que él pudiera reaccionar, cuando ni se le había ocurrido el recurso de la trompada, cuando todavía no se había dado cuenta de que la idea era que se pelearan por mí. Un poco de lucha libre de entresemana, para ponerle emoción a la cosa. Yo con mi vestido nuevo alentando desde el sofá. No salió exactamente según lo planeado: a Sambayón lo poseyó el espíritu de Bonavena y me lo noqueó al morocho a la primera de cambio. Borisbecker se asustó y se prendió a la pierna de Sambayón como abrazado a un rencor. Así no hay fantasía que se sostenga.

 

En honor a la verdad, el derecho de pernada lo tenía Sambayón, que como he dicho ya venía efectuando visitas sanitarias los lunes y miércoles, que son días tranquilos en la rotisería. Y como inauguró la liza con ese derechazo tan bestia él debería haber sido el vencedor. Pero yo no tengo estómago para negarle nada a Aceituna. Al morocho lo que es del morocho, porque el morocho se lo ganó. Ay, y de qué manera se lo ganó el morocho. Por eso lo encerré en el baño, para despertarlo con una ducha fría, y después le puse el cuarto de helado pegado a la cara, para calmarle el dolor y que se le pasara el revire. Por eso Borisbecker quedó encargado del rubio y gruñe mentalmente para que no me olvide de él y de que no va a poder aguantar mucho en su pose de perro guardián en el living.

-Ahora vuelvo.
-No, ya fue, yo me voy también.
-No, vos te quedás acá, yo le digo que se vaya y después vos y yo hablamos tranquilamente.
-No hay nada mas que hablar. Ya fue.

Oia. ¿A este qué le pasa? Paremos un cachito. ¡Como si yo le hubiera jurado amor eterno! ¿Qué parte de «cogemos después de pagarte las empanadas» no entendió? Sí, me gusta el morocho y sí, me inquieta su pose de galán de la barranca del río, y sí, esa inquietud hace que me caliente más todavía, pero no nos vayamos de mambo. Las cosas como son. Hay momentos en que quiero empanada de carne picante y momentos en que quiero chamuyo-Arnaldo-André, y a veces quiero las dos cosas al mismo tiempo. Pero el ingrediente fundamental de esta historia es el polvo después de la empanada de carne picante y el chamuyo, y eso no está ocurriendo.
Creo que tendremos que echar al guionista de esta telenovela.

Por lo pronto voy a echar a estos dos, uno después del otro. Vamos a ver cuán ofendido está Sambayón, y si todavía se puede salvar la ensalada rusa que se nos cayó en la refriega. De hecho, pienso que Borisbecker está dando sorprendentes muestras de autodisciplina, al mantener inmovilizado al rubio, habiendo tanta empanada y tanto pollo a su alcance.

deniro

El día que Jillsy entró en el burdel

Hace un año, día más, día menos, yo estaba en una playa paradisíaca de esas que hay en mi isla, (ver fotos), acompañada de gente hermosa.

Era viernes. En la bahía de Palma soplaba el viento, como me recordaría luego mi pájaro surfeador, pero allí al norte el mar era un espejo y los turistas habían decidido dejarnos prácticamente solos con nuestra toldería, la pizza casera de Costa y varias heladeritas llenas de bebida fría. Un picnic de esos perfectos, organizados por el ojo atento de Nat. Amigos queridos. Un perro negro pastoreándonos, contándonos uno por uno, esperando  en la orilla a que volviéramos todos de explorar los siete mares a bordo de una colchoneta inflable.

 

Después de comer y nadar y revolcarnos en la arena y dormir varias siestas consecutivas caía la tarde y pensé en darme un último baño. Me hundí como siempre, y después emergí como el capitán Willard en Apocalypse Now, sólo los ojos fuera del agua. Más exactamente como Simon en el video de Hungry like The Wolf. Hacía mucho calor y me gusta el silencio-escafandra cuando los oídos se te llenan de agua.

Sonó mi teléfono y me gritaron e hicieron ademanes desde la playa.

Yo tenía una buena razón para querer atender. Estaba des-esperando una señal con la incredulidad que una espera, yo qué sé, que los Reyes Magos le traigan a John Taylor y una de esas camisas que usaba en los 80s.

Cuando salí del agua ya habían colgado. Pero habían dejado un mensaje. Unos de esos mensajes involuntarios que se dejan en los móviles cuando uno piensa que ya cortó pero no, la maquinita está grabando.

El no-mensaje era confuso; Mercurio estaba sin duda retrógrado. Pero alcancé a escuchar voces que hablaban de cuentos. Hablaban de libros y de fechas.

Yo en ese entonces no recibía llamadas telefónicas sobre libros y cuentos y fechas.

Varios intentos de comunicación más tarde (yo llamaba al número, el número me llamaba a mí pero daba ocupado, esos tropezones que parecen pasos de baile), alguien me dio la enhorabuena y me dijo que mi libro tenía editor.

 

Yo estaba de pie en la playa con el pelo chorreando agua y el corazón golpeándome tan fuerte que no escuchaba nada. Puede ser que todavía tuviera agua en los oídos. Puede ser que fueran los tambores de los invitados de Kurtz.

Pero desde luego era mejor que los Reyes Magos.

Sé que dije gracias muchas veces antes de cortar. Creo que festejé dando saltos en la arena y fue la mejor celebración que pude haber tenido, porque mis amigos se pusieron más contentos que yo (aunque nadie sabía que yo escribía, lo cual fue un golpe de dramatismo excelente) y matamos las cervezas que quedaban con un último brindis en medio del jolgorio general.

Después me subí a la furgoneta, sola, y conduje 60 km riéndome a gritos hasta casa.

Yo soy muy amiga de las efemérides y podría pasarme el resto de 2012 marcando cada hito de La Reina del Burdel, que viene a ser mi primer libro publicado. But fear not: sólo voy a decir que el viaje que empezó ese día sigue siendo uno de esos en los que dan ganas de gritar de contenta todo el tiempo. Y lo mejor, como siempre, es la gente que fui encontrándome por el camino hasta hoy.

Gracias a todos los personajes reales de esta historia. Ustedes saben quiénes son.

Y desde ya un abrazo emocionado a quien esté des-esperando esa llamada este año.

 

 

playa 2 playa de muro

 

 

 

 

Fotos por Nat y Stell