Incontinencia o lubricación

Mi hermana melliza, tan indisciplinada, y sobre todo tan muertita ella, se había negado siempre a estos maratones de escritura con vehemencia. Ponía un sinfín de peros. Los enhebraba con delicadeza y floridos argumentos, y luego colgaba la guirnalda resultante en el estante de arriba de la pantalla, para que tuviera bien a la vista que a ella no le gustaba ni un poquito esto de pasarse días y días atornillada al escritorio. Cuando, en aras de la muy mentada verosimilitud, alguien sugería la posibilidad de investigar para enriquecer esa pieza de narrativa larga (miren cómo nos resistimos a pronunciar the N word), mi hermana melliza muerta directamente se brotaba. Estallaba en urticarias delante de mí, florecía en erupciones fosforescentes dignas de golosinas embebidas en manteca de cacao, de snacks con demasiados derivados del cerdo.

—¿Investigar? —preguntaba. Y castañeteaba los dientes de impresión hasta que todo el escritorio se desmoronaba con la fuerza de su sismo.

Debo admitir que me contagió su disgusto. Que me convenció de que nosotras estábamos más allá de esa manía de encerrarse en bibliotecas calurosas manoseando páginas antiguas. Para qué inventaron la Wikipedia, sugería. Eso, repetía yo, para qué inventaron la Wikipedia. Y las dos chocábamos los cinco, dábamos un salto en el aire y luego nos frotábamos los culos como Ren y Stimpy. Happy happy joy joy. Quién necesita investigar. Investigar es de débiles. Es de blandos. Los que investigan, todos putos.

Todos putos es la frase que despierta a los demonios residentes. Esos que son aún más vehementes que mi melliza. Pero por algún extraño juego de espejos desfigurantes, a mi hermana melliza muerta le molestan los demonios. Les tiene miedo. Al revés que los personajes de El fin de la Infancia, ella aún no está preparada para abrazarse a esas altas criaturas oscuras y aladas.

Entonces un buen día contraataca, como el Imperio.

Melliza elige esos momentos en que yo tengo la vista fija en la guirnalda de peros que cuelga encima de la pantalla, a la altura de la segunda estrella a la derecha, hacia el mediodía. Son esos ratos blandos en que miro mucho el cielo veraniego, esperando que pase un avión publicitario con cartel volador y megáfono distorsionado. El piloto me traerá la primera frase, esa que necesito para acallar a este hámster que rueda y rueda hacia la nada. Mi hermana melliza muerta, con antiparras de piloto, me grita desde el avión:

—Algo que te guste.

La altitud y la velocidad deforman el mensaje, que suena como Bart a través de los ojos de Ayudante de Santa Claus.

Mangalga.

Le hago señas desesperada, agitando la guirnalda. Le grito que no se vaya, que no entiendo. El avión se aleja, va a cargar combustible, a apagar otro incendio y vuelve una hora más tarde.

—Investigá sobre algo que te guste, man.

Melliza muerta habla estón. Está bien que así sea. Por un momento la forma me enmascara el contenido. El mensaje, man. El mensaje es que investigue sobre algo que me guste. Eureka.

Lamento haberlos entretenido hasta aquí. Tal vez esperaban algún descubrimiento brillante, algo que pudiéramos llevar derechito hasta la oficina de patentes.

Lo siento mucho. Champawat es el hogar del cliché. Ya deberían haberse dado cuenta. Hace rato que estamos intentando limpiarnos de la adicción a lo cool que nos intentan instilar los criados en los noventas.

En Champawat, en los escritorios que juntan polvo tras las ventanas cerradas, se revisa una y otra vez el mismo concepto, el de no saber jamás si el trabajo diario está bueno o si apesta. Se revisa el concepto de que no está en manos del escriba preguntárselo. Se insiste en la necesidad de simplemente hacer el trabajo un día tras otro. Como las Danaides, condenadas a llevar agua en vasijas agujereadas por toda la eternidad, el escriba aprende algo durante la mañana y lo olvida durante el sueño. Con la llegada de la aurora mira el charco a sus pies e intenta recordar de dónde viene tanto líquido. Vuelven las dudas. Se pregunta si el líquido es incontinencia o lubricación. No lo sabe. Después de un rato Zeus envía un rayo y el escriba recuerda, o deberíamos decir que vuelve a aprender, que él no es el encargado de dar las respuestas.

Cuando ocurre esa descarga, el escriba, a mitad de camino de electrocutarse como un cachorro mojado, o de una señora con croquiñol en un bad hair day, se aferra a esa estática mientras dura y pregunta, pregunta, pregunta, y corre ese maratón hacia un horizonte que tiembla como una guirnalda en una fiesta de verano. Y cuando se queda sin preguntas le hace caso a melliza, piloto de tormenta, que saluda emocionada desde un avión que ya va camino a Tombuctú, a Katmandú, a Xanadú.

Algo que me guste. Salivo de emoción. Saco mi mapa de cosas que me gustan, cartografiado a través de años de ñandutí mental. Leo: tinta. Leo: palabras descompuestas en letras. Leo: caligrafía.

Y de repente, un personaje se anota en un curso Pitman, la ventana se abre e inunda la estancia una luz cegadora.

 

amateur

Amantes con cabeza de cocodrilo

 

 

Nefertiti me mira con el ojo que le queda. En la cuenca vacía alguien ha puesto un chicle masticado, ya sin sabor. Y yo le digo que debieron haberla amado mucho para esculpirla tan bella y tan potente. Se encoge de los hombros que no tiene y sigue así, con su sonrisa enigmática. Verdaderamente enigmática, de reina acostumbrada a pasearse por cámaras subterráneas llenas de amantes con cabeza de cocodrilo y látigos floridos. No como la sonrisa de la otra, la que vemos en la tapa de las latas del dulce de membrillo. Resulta que con lo mucho que quiero a Leonardo, me chupa un huevo su Mona Lisa. Te la regalo a la Mona Lisa. Me quedo con todas las cabezas de Santa Ana, con los trazos del carboncillo rojo, con el esplendor entreviéndose en el gesto rápido y espontáneo, todavía no disuelto en trementinas. Hay tanta pirueta certera en esas líneas de polvo de ladrillo.

Me las llevo a las dos, a Santa Ana y a Nefertiti, adheridas en la retina. Cuando llego a casa las despego lentamente y las apoyo con cuidadito sobre mi álbum de sonrisas. Santa Ana mira con benevolencia, no sabe hacer otra cosa, mientras la reina intenta establecer contacto con alguna de sus momias, para que le envíen un eunuco que le delinee al menos el ojo que le falta.

En mi álbum de sonrisas tengo también a la gitana dormida de Rousseau y a la Victoria de Samotracia. Sé que algún iluminado querrá acotar que la gitana no tiene sonrisa y que la Victoria no tiene cabeza. Pero qué cosa, hay que explicarlo todo, habráse visto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen: Busto de Nefertiti, Neues Museum, Berlín.

Berta llama a la rotisería

Las rotiserías y yo somos grandes amigas. Cuando lo que único que quede sobre la faz de la tierra sean las cucarachas, Keith Richards y los cadáveres incorruptos de Borisbecker y su dueña, los arqueólogos extraterrestres descubrirán una huella profunda en el asfalto de esta ciudad desolada. La huella será la que dejen en el asfalto todos los repartidores de todas las casas de comida con servicio a domicilio, urdiendo su incalculable laberinto (atenti que pongo cursivas, no sea que venga Kodama y me baje la persiana). Su laberinto, decía, hasta la puerta de mi casa. Las ruedas de motos y más motos troquelarán el pavimento de los cien barrios porteños en una línea de puntos que llegue hasta mí. En la atmósfera reverberará todavía el eco de la última conversación telefónica de la humanidad que, estadísticamente, sólo podrá ser mi segunda llamada a la rotisería para pedirles que, por favor, no se olviden que mi porción de budín de pan no lleva jamás azúcar quemada.

Me gusta pensar en lo que quedará de Berta cuando todo haya estallado. Me conformo con pequeñas cosas, la marca de la moto en la ciudad, la emoción del rotisero pensando en mí un segundo antes de la bomba. El rotisero con la mirada perdida en la puerta del horno, pensando, qué grande esta chica Berta, eh, nuestra mejor clienta, que lo tiró. El anhelo de provocar en la mente de ese último rotisero algo muy similar a la felicidad.

También me desvela la posibilidad de que la bomba caiga antes de que me haya comido el budín de pan, pero ese es un riesgo que debo correr.

Pero no se crean que siempre llamo al repartidor, no. Muchas veces me gusta también deambular un poco con Borisbecker, alargar el paseo nocturno, y dejar que me seduzca la vidriera de un local de empanadas al azar, o una panadería con pilas de sanguchitos de miga tapados por un repasador limpio y húmedo, una señal clara de que en ese establecimiento laten corazones puros, con deseo de hacer el bien.

¿Un repasador blanco y limpio, que alguien se ocupa de cambiar cada día para que no agarre olor a moho, con los costados doblados y bien metidos debajo de la bandeja de sanguchitos? ¿Un repasador humedecido ligeramente, con un pulverizador de plantas, tal vez? Un repasador así es amor. Una panadería que cuida esos detalles provoca en mí un arrobamiento que se traduce en un reflejo pavloviano instantáneo. Mientras digo esto, Borisbecker ladra de placer y por un momento estoy tentada de sacarlo a pasear y correr derechito a la panadería de al lado de la vía, pero le recuerdo que hoy no toca ese plan. Y además, no debemos olvidar que tendríamos que pasar sí o sí por la rotisería fashion y que la última vez nos encontramos con el boludazo del perro afgano. No, mejor no, Borisbecker. Dejemos pasar unos días antes de volver a buscar un pollo.

Además, ya me había decidido a este plan de entresemana y cuando a mí se me mete algo en la cabeza no hay perro o sánguche en este mundo que pueda disuadirme.

Por lo tanto, seguimos según lo programado. Primero, una ducha. Mientras espero que haga vapor, que abre los poros y me limpia los pulmones de tanto cigarrillo de fin de semana, exploro el armario del baño. Dudo entre gel de ducha energizante, o exfoliante sensual. Estaría necesitando ambos, por ende uso el exfoliante en las piernas y el gel en el resto del cuerpo. Que el perfume cambie a partir del ecuador es un excelente factor sorpresa. Anoten, chicas.

Gracias a mis continuas muestras de devoción a Santa Hildegarda y Santa Fausta Mártir, santas patronas del cabello, mi pelo crece sano, fuerte y, sobre todo, seco, lo cual me permite lavarlo sólo un par de veces a la semana, siempre en la peluquería. Ni se imaginan la cantidad de dinero que me ahorro en productos capilares y que puedo destinar, sin escrúpulo alguno, a las cremas euforizantes japonesas refrigeradas.

Borisbecker opina que les di demasiados consejos de belleza por hoy, entonces no voy a decir nada acerca de mi ritual hidratante corporal, que considero clave para la vida de la mujer moderna. Pero es así, hay secretos que sólo pueden ser revelados en determinados círculos. Lo siento. Lo siento de verdad.

Es inútil. No insistan.

Cuando estoy a punto me pongo el vestido que me compré el otro día. Una divinura. Estoy tan decidida a pasarla bomba que se me despierta la arritmia mientras me pongo rímel frente al espejo, y eso que el espejo generalmente es como un hermano mayor detestable, que te obliga a escuchar a Judas Priest y te escupe dentro del yogur. O eso dice. Y les aseguro que es muy difícil distinguir si hay o no una escupida dentro del yogur. Si no me creen hagan la prueba.

Qué increíble cómo nos cambia el ánimo en un minuto a veces, ¿no? Con un poco de exfoliante, un vestido nuevo, un buen plan.

Le hago una seña a Borisbecker, que se retira a su rincón de la cocina, convencido de que lo que está a punto de ocurrir tiene que ver con la grandeza de espíritu y con el bien común. Mientras, agarro el teléfono y marco el número de la rotisería.

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Image by André Kertész

Lunes animal

Ocurre que miro hacia afuera y seis ojos me preguntan si los llamo.

A veces no quiero tantos animales en mi corazón.

Entonces me encierro nuevamente en juegos fáciles, en rituales de comida y cobijo. Miro las orquídeas, quito las flores marchitas. Las flores viejas parecen de papel. Se quedan colgando de la planta hasta que alguien viene y se las lleva. Como mis animales y yo, que colgamos unos de otros hasta que alguno de nosotros sea tan frágil como el papel y ahí se quede, en las palabras.

¿Seré yo la encargada de las palabras?

En una librería alargada, en la vecindad de la feria de Tristán Navaja, en Montevideo, hay un libro de Bradbury que ya tengo y que volví a dejar en el estante.

Alguien se tomó el trabajo de subrayar cada animal nombrado por el autor. Luego los clasificó y cuantificó, con letra diminuta y parejita, en las primeras páginas. Creo que ganaban los leones.

Ahí están todos los animales de los que se valió Bradbury para enhebrar su fábula y yo lo dejé en el estante.

Que alguien vaya, por favor, a la feria. Que compre dos o tres latas antiguas de galletitas, de esas de metal, con la ventana redonda en el medio, y que después consiga ese libro y me lo traiga, con sus leones subrayados que resisten el paso del tiempo.

 

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Huevo monta escalope, o la comunicación como imposibilidad

Algo titila en la ventana, un toldo de metal o un trozo de antena que se mueve a pleno sol y me manda señales lumínicas desde el otro lado de los árboles. Yo estoy sentada escribiendo esto, en la orilla inmóvil desde donde se ven árboles viejos. Me quedo en la orilla y espero, entonces, que la fronda se abra para que el mensajero salga y me traiga lo que es mío. Lo traerá en las manos juntas, cóncavas, limpias como la patena de nuestra oblación.

Querido mío, te he estado esperando para que me dijeras la palabra justa, esa que me enternece el alma como un matambrito tiernizado, como cuando se agarra un martillo de madera y se golpea el bistec para que la carne lacerada acepte mejor los condimentos.

Yo me he negado en esta vida a muchos, muchos condimentos.

Me he negado a levantar la vista para ver cómo me decían bella. Me he negado a regalos, falsos regalos bienintencionados, que escondían en el fondo una borra de deseo y lascivia. Me he negado a que me toquen con los sucios dedos del pecado. Primero por temor, después por miedo a estar regalándole algo demasiado valioso a la persona incorrecta.

Ahora vienes a buscarme, y entiendo que si has pasado cuarenta años al lado de la misma persona debemos suponer que no tenías a nadie más, hasta que me descubriste, inmóvil en la orilla. Debo suponer que estáis solo tú y tu sexo en esta vida, porque el sexo de tu cónyuge se va pareciendo tanto al tuyo que cuando os miráis, juntos frente al espejo, ya no se sabe cuál cuelga y cuál se invagina. Misterios de la carne compartida durante muchos años. Ahora, que hayas dejado las tardes de sexos gemelos para venir a buscarme viene a decir que todo ese aliño al que me negué, todas esas excursiones eróticas de media tarde no valían mucho.

Un mensajero se asoma en el bosque, atrae mi atención con luces y brillos, y luego me dice que todavía hay mucha vida que vivir. Que un mechón de pelo entre los dedos puede ser lo verdaderamente importante.

Esto es para mí un hito. Un mojón, digo, y el mensajero que el bosque me ha regalado tuerce la cara en una mueca.

Un mojón que para mí es una marca en el camino, para él es un sorete flotando en el agua del inodoro. Algo tan noble como una piedra alzada en la llanura, para marcar el temblor de lo nuevo, diluido en la palabra que uso para describirlo.

Este pequeña desconexión me confirma que hago bien escondiéndome aquí, en esta silla, en este bar, en esta fonda. Será que después de todo lo escrito, una lleva pegada en las sienes y las muñecas la esencia de lo ya perdido.

Se me ha perdido el don del lenguaje y confirmo que la vida se me desmonta. Pero escribo esto y se me desmonta la idea. Desmontar podría ser desbrozar, y montar es batir, y montar también es encaramarse a una bestia.

Porque escribo que la vida se me desmonta y usted, señora, que me lee en Villurka, tal vez entienda que alguien entra en mi vida con machete y desbrozadora, de la misma manera que los señores de la soja desmontaron el Impenetrable, a fuerza de cortar yuyos. Pero cuando digo que la vida se me desmonta es que se me desarma, y no me refiero a armas, sino a estructuras que pueden armarse. A usted le hablo también, castizo amigo, que me pide más neutro, más neutro. A ustedes, a quienes les chirría mi argentinada.

Entenderá usted que montarse es también encaramarse a las caderas del prójimo, que no sólo vale para caballos, claras a punto de nieve, nata montada. Que, como todos saben, es crema de leche batida, pero me suena a nata a caballo. Sólo que la nata es esa película asquerosa que se forma sobre la leche hervida, y a caballo es el grito certero del mozo, o camarero, o garçon, que se acerca a la cocina para pedir una milanesa (filete rebozado, y/o empanado, que no escalope, que un escalope será siempre aquello que servían en las cantinas de mi niñez, churrasquitos al marsala). Entonces eso, milanesa, pide una, segura de sí misma, y el mozo retruca (envido vale cuatro) ¿Napolitana, pollo, a caballo? Y a caballo, siempre a caballo, claro, cómo negarse. Cómo negarse a la oferta de dos huevos fritos cabalgando la milanesa y una buena porción, no ración, de papas fritas.

Pues eso, que mientras espero que el mozo me traiga la milanga se me desmonta la vida, porque ningún alma de dios puede sobrevivir a tanto subtítulo, tanta traducción simultánea, tanto buscar y rebuscar dentro de la cabeza le mot juste.

Y eso que lo que hacemos es intentar comunicar. Y comunica. Quiero decir que el teléfono da ocupado y no hay emisor ni receptor, sólo ruido de estática. Se oye fritura, como la milanesa esta que nunca llega. Como yo perdida entre dos orillas de la misma lengua, entre el alcaucil y la alcachofa, el durazno y el melocotón.

Qué infelices todos nosotros, ¿no? Tan cerca, tan lejos.

 

Dissolve henrik simonsen

 

Image: Dissolve, by Henrik Simonsen.

El malhumor de Berta y sus amigas

Llamo a la Micropunto pero nadie contesta.

Tengo un talento innato para imaginarme las peores desgracias cuando mi amiga no atiende el teléfono.

Enseguida pienso que una embolia la acaba de sorprender en la bañera, que se desnucó contra la mesita ratona, que se intoxicó a base de proteína lactosérica. Que las cantidades industriales de sustitutos de comida que se mete en el cuerpo acaban de tomar de rehén a sus vísceras. En sus horas bajas, la Micropunto cree en el poder redentor de los absorbe grasas, en lugar de clavarse media docena de empanadas como una persona normal. Pero mi amiga la Micropunto no es una persona normal.

Por eso lo primero que se me ocurre es que la nueva gelatina, la nueva alga absorbe-grasas, el nuevo moho acelerador del metabolismo ha mutado y se ha reproducido hasta colonizar toda su vida interior. El moho adquiere dimensiones siderales, se sienta en el sofá y en este momento está preguntándose si debe o no contestar el teléfono.

A la decimoséptima vez que llamo atiende una voz desgarrada, que parece haberse arrastrado hasta el inalámbrico (que, por otra parte, está diseñado para ser llevado con una a todos los sitios, incluso al baño; esta chica no aprende más).

 

—Hhhhhmmmolaaargh.

—¿Quién sos y qué hiciste con mi amiga?

La voz duda un instante. Warning. Warning.  Después escupe:

—Perdone, usted acaba de llamar a mi casa, por lo tanto primero tiene que saludar y después identificarse.

Y cuelga.

Como ahora no me cabe ninguna duda de que la Micropunto está en plena posesión de sus facultades mentales y los batidos proteicos no pudieron con su habitual corrección, llamo otra vez.

—Hola—ruge una voz, ahora sí plenamente reconocible.

—Punto, Puntito, soy yo, Berta

—Berta, la puta que te parió. ¿Eras vos recién?

—Claro, ¿quién va a ser?

—Yo qué sé, atiendo el teléfono y alguien me grita incoherencias. ¿Por qué me gritás, Berta?

—¡Porque no me atendías! Porque tardaste mucho en atenderme. ¿Por qué no me atendías?

—Porque estaba durmiendo, loco. Tanto lío. Una no puede dormir tranquila.

—Es que me asusto cuando dormís tanto, Puntito. Tomás cada porquería.

—No seas vigilante, Berta, te lo pido por favor. No empecés.

— Bueno. Está bien. ¿Estás bien?

—Sí. Dormía y estaba contenta porque dormía. ¿Qué querés?

 

 

¿Ven? Una no puede llamar a la asquerosa de su amiga sin que la traten como a un trapo. Y yo ya vengo bastante trapo como para que me contesten así. Encima que me preocupo.

En esos casos es mejor colgar y dejarla dormir para que se le pase el humor de perros y eso es lo que hago. Lo que me deja a solas con mi propio malhumor. No saben lo que me angustia mi malhumor. Casi tanto como Borisbecker, que ahora está ladrando como endemoniado para recordarme que no estoy sola. Pobre perro. Yo no lo odio. Tengo esta relación rara con él porque lo heredé y no tuvimos el mejor comienzo en nuestra convivencia. Pero ahora ya nos acostumbramos el uno al otro. Y desde luego, hay días que no sabría qué hacer sin sus dotes telepáticas. Aunque es una cuestión muy delicada.

Abro la heladera. Los estantes desolados podrían jugar al mejor de tres sets, durante horas, con el vacío de mi existencia. Hay muchas cajitas de papel de aluminio que otrora albergaron suculentas cenas pre-cocinadas, pero que ahora me devuelven un reflejo aceitoso y nada más. Las apilo y estrujo y tiro a la basura con mucho ímpetu y ademanes contra un inquilino imaginario que no se ocupa de estos quehaceres. Encuentro una salchicha recubierta por una capa blanquecina, la enjuago debajo de la canilla y la caliento en el microondas.

Después me siento en ese lugar incómodo entre el parquet y el balcón, sobre el riel de la ventana. Borisbecker me trae un almohadoncito. Bueno. Pienso que debería haberle dejado que lamiera las cajitas antes de tirarlas. Le doy la mitad de mi salchicha. Masticamos juntos mirando los techos, las ventanas que empiezan a iluminarse. Nos quedamos así, yo en el almohadón y Borisbecker con el hocico apoyado sobre mis piernas, hasta que nos damos cuenta de que oscureció hace rato y ya es la hora de cenar.

Cuando me levanto para prender las luces me tropiezo con la bolsa de la boutique junto al sofá, el vestido que todavía no guardé. Todavía falta para el fin de semana, que es cuando pensaba estrenarlo. Pero de pronto tengo una idea brutal. Borisbecker lo capta al vuelo y se pone tan absolutamente feliz que durante un rato parece que hay dos perros. Dos perros compitiendo en acrobacia aérea. Con banda de sonido propia. Me hace falta mucho esfuerzo mental para acallar sus ladridos agónicos y encima no tengo ni un chikenito, ni una papa frita, ningún bocado grasoso para calmarlo.

Pero eso lo solucionamos enseguida.

 

Menú de viernes ya, qué rápido pasó la semana

 

De entrante:
* verduras rebozadas de La Bodeguita de las Ramblas
* niños que degluten racimos de uvas como orangutanes famélicos.
* salsa mexicana a base de tomatillo morado horneado con cebollas, ajo, cilantro y lima
* pan con manteca y sal

Platos principales:
* niños luminosos que aprenden a caminar solos
* un osito de peluche flotando en una piscina muy blanca
* tantas clases de química en las que nunca presté atención
* la salida laboral de Walter White
* el ángel caído que usaba camisas de new romantic
* un chico muy alto y buenmozo bailando sobre los restos de una botella de vodka
* un pie reducido a jirones morados y vuelto a coser
* un vendaje que se aparta para inyectar morfina entre los dedos del pie
* un músico con el pie destrozado que inhala cocaína farmacéutica cada media hora para contrarrestar el efecto del opiáceo y poder grabar el video de uno de los conciertos en vivo más famosos de los años 80
* alcaloides tropanos vs alcaloides fenantrenos
* el Rock Doc: contacto infaltable en la agenda del manager
* señoras que se masturban y desgraciados que las señalan, con el dedo
* lo lento que pasan los días mientras espero que James Salter venga a contarme un cuento
* catacumbas con olor a amontillado, llenas de libros en inglés
* regalos de cumpleaños recibidos con antelación
* calendarios chinos de principios del siglo XX con mujeres atrevidas que muestran la pantorrilla y tienen dos copas preparadas en la mesa ratona
* lo listos que estamos todos para tirar la primera piedra
* el sonambulismo como ritmo de moda
* cielos blancos hinchados de lluvia
* radios cada vez un poco más vacías
* gente que roba guitarras y vuelve para devolverlas en una esquina anónima, en patines, con los instrumentos atados a la espalda
* usar una moneda para tañer las cuerdas y otras dos para sujetar la correa en su sitio
* hombres a los que no se les ocurre que haya mujeres que no los encuentren atractivos
* el sexo potencial como espejismo
* ser bien educada hasta el mismísimo final
* bueyes solos que bien se lamen vs bueyes perdidos
* discos amontonados en un sótano húmedo
* el concepto de humedad en contextos intercambiables
* cuatro baños de mar
* pintarse las uñas de los pies con las sandalias puestas
* mortajas con bolsillos
* el último concierto de Mostros por un tiempo

De postre:
* helado de chocolate de Jamaica de Ca’n Miquel
* muffins caseros de ciruelas sin fumigar y nueces de macadamia
* pan con manteca y azúcar
* jarabe para la tos con tomillo y codeína
* Psychocandy

Imagen: They sacrificed everything to the stars, by Amanda Blake/ thisisalliknow

Dentro de este sobre

dentro de este sobre

de dejado sentada mi voluntad

para mi próxima reencarnación:

seré una buscadora de perlas

para descender por tu pantorrilla hasta el charco que se forma debajo de tu talón

porque vos no lo sabés pero el agua que te moja

horada la tierra y forma nuevos mares

y en esos mares viven pequeñas criaturas abisales y yo quiero traerlas de vuelta conmigo

envueltas en su cáscara perlada

sólo para que veas que no te mentiré en mi próxima vida

cuando te diga que me voy a pescar debajo de las baldosas

para que veas que esta costumbre mía de echarme a tus pies y rascar el suelo parte de un dato comprobado empíricamente

y si no me dejás que me deslice piel abajo por tu pantorrilla como una humedad voladora y kamikaze

no vas a entender nunca lo mucho que me desespero cuando venís con el trapo de piso o su equivalente meditérraneo, la fregona

y te esmerás por limpiar todo rastro de esa agua que sólo por pasar por tu cuerpo es agua nueva

y crea mundos

con continentes prolijitos

y mares que antes no estaban

entonces para evitarnos malentendidos

ya que acaso sea tarde para pincharte el paradigma

dejemos todo esto para la próxima reencarnación

en este sobre, aquí guardado,

y crucemos dedos y otras extremidades

para que coincidamos

y que en esa vida compartida vos tengas pantorrillas y talones

y yo ganas de bucear.

 

unos nadan, otros buscan

Este es un mensaje para los débiles y sangrantes vecinos de Champawat, aquellos que tres veces por semana abren tímidamente la ventanita para ver si el aire huele al aliento fétido de la tigresa. Mi deber es decirles que la tigresa aún acecha y que, ante la duda, huyan, huyan sin mirar atrás. Si los alcanza su furor carnívoro en medio de la fronda, siempre les quedará el consuelo de no haber visto lo que viene. Esto es, otra entrada en forma de lista.

 

Que esta semana comience y acabe con sendas listas habla a gritos de la sobrecarga mental de una servidora. Quiere decir que este tedio gelatinoso no se cura sólo con teína, que todavía no aparecen los raudos mensajeros que tienen el deber de iluminar la espesura mental. Quiere decir que estaría siendo hora de admitir que el rocknroll no lo cura todo, o que quizás sea una la que está perdiendo facultades receptivas.

 

Las antenas se oxidan, los transistores aspiran ser válvulas de fuego y de repente la mayor preocupación es cerrar bien la ventana, como siempre (no nos olvidemos que la tigresa merodea) pero también se nos va la vida en mirar vía satélite a un puñado de personas que en algún momento evolucionaron para volver a la charca y sentirse más cómodos en el líquido elemento.

 

Hablo de nadadores. Hablo de doscientos metros, que a veces parecen quinientas millas, zanjados con movimientos absolutamente armónicos y tan ajenos a mí como la telekinesis. Hablo de trampolines más altos que mi balcón. Hablo de gracia y agilidad y fuerza y resistencia (ah, resistencia; a veces la deseo, a veces me resisto a la resistencia. A veces todo se reduce a cuánto resistir y cuánto soltar).

 

Hablo de que toda la vida culpé a Hollywood, y ahora resulta que el mayor daño viene desde el switcher master de Londres que me envía caramelos anestesiantes envueltos en la gorra negra de Phelps y Lochte, en la gorra verde de LeClos.

 

Ayer chapoteé en una orilla rocosa, y por respeto a ellos no di ni una brazada. Me quedé, abuñolada como un cangrejo rebozado, mirando al horizonte y su bruma. Pensé en que debía ser bonito poder estirar el cuerpo y confiar en el agua.

 

Hace un par de días que chapoteo en la orilla de un relato que me ata los pies hace años. Una historia que quiero contar y que se escurre como si tuviera las yemas arrugadas de pasar demasiado tiempo en la bañera. Una historia que hace tanta trampa que de repente me encuentro aquí, ante este alféizar ensangrentado, chusmeando de persiana cerrada a persiana cerrada, susurrando a gritos cosas sobre antenas y transmisiones defectuosas, en lugar de contarme a mí misma lo que sé sobre la historia que todavía no aparece.

 

Pero como a veces hay que escribir hacia la nada, y como hace ya rato que decidí ponerlos a ustedes de testigos, vamos a la lista que anunciaba antes.

 

La lista de hoy no será un menú. Lo que traigo es un placer insospechado que me proporciona este nuevo blog. En aras de la muy mentada interacción y la posesión de información privilegiada, uno abre el blog y cuarenta y ocho horas después instala uno o varios sistemas de estadísticas para saber, con pelos y señales, quién nos lee, cuánto nos lee, durante cuánto tiempo.

 

He de confesar que los diagramas y las tortas y los picos me aburren y confunden. Pero hay algo, ay, ay ay ay, hay algo que me tiene loquita. Las palabras clave. Claro.

 

¿Por qué nos leen? Es una pregunta tan ingenua que no saldrá de mi boca. La cuestión es ¿cómo caen estos individuos, estos nodos de la red, en el blog de una? La cuestión es ¿qué buscan para amerizar, confundidos cual gaviotas hinchadas de Doritos, en la charca de Champawat? Buscan cosas, ante el ojo atento y vigilante de google. Y lo que buscan, las palabras clave, son la clave de este post.

 

Con ustedes, y con miras a hacer un top ten en algún momento, una selección de las cosas que la gente escribe en Google y que, misteriosamente, los empuja a las fauces de la tigresa.

 

 

Les he puesto unos títulos, con afán de hacer unos diagramas de Venn más o menos ordenados. Y conservo la ortografía y gramática original, ya verán por qué. Básicamente, descubro que la gente busca sexo, busca cosas para comprar, y busca soluciones a problemas prácticos, busca guías de bricolaje de la cotidianidad. También busca cosas tan nebulosas como la historia que vengo buscando, pero esa es otra historia.

 

Allá vamos.

 

 

How-to (o preguntas que le hacemos a Google en lugar de a nuestros abuelos)

 

  • para que se le ponia cinta scoch a los casette
  • por que hay personas que se tapan los ojos con las manos para dormir
  • que cosas estan fuera de la moral y las buenas costumbres
  • como hacer q mi perro se siente y se levante atra vez de mis palabras
  • que se puede hacer con los cassettes viejo que tienes en casa
  • conjuros medievales
  • como se ven las cosas cuando se envuelven en papel aluminio en los rayos x
  • que milagro de dios paso en slama el mes de julio de 2012

 

 

 

Sexo y otras pulsiones

 

  • sillones para hacer el amor marrones viejos
  • tetas marcadas bajo la blusa
  • cuerpos en descomposicion
  • caras con antifaces sexys
  • cuerpos flacos
  • pala a una adolesente
  • relato negro ducha vestuario
  • tocando a mama bajo la mesa
  • beach men
  • mujeres mostrando solo la cola

 

 

 

queremos consumir

 

  • folletos de parripollo
  • tatuaje cola de gato
  • tubitos para poner flores de anturio
  • patrón para hacer los trajes del sargento pimienta?

 

 

 

no sabemos lo que buscamos o tal vez sí

 

  • paquete pan lactal en disney world
  • fases de me voy
  • hay gente que es asi cuando te piden plata prestada cuando les cobras
  • que botas usa la susi de soltera otra ves
  • yoda cabeza quemada
  • cambiar ch por y
  • jesus piola

 

 

PD: Que la gente acuda a Champawat en busca de verdades universales (y de consejos sobre los cassettes, algo tan cercano a mi corazón) me hace babear de gusto. Y por un momento me siento un “adalid de la divulgación científica”, como La Meibel.

 

routine

Berta SS y el espacio-tiempo

Cuando hay luna llena y todo falla, todo se desmorona, no se puede pretender que nos satisfagan nuestras propias curvas. Cuando existe la posibilidad de que un día haya carne colgante sobre la tira de tu corpiño. Ya saben a qué me refiero.

Yo tengo algo que decir: no sé si voy a poder soportar el día en que no me pueda poner una minifalda. Es tan simple como eso. Otra gente teme el dolor físico, quedarse sin habla, o sin memoria, pasearse como un animalito que ya no se acuerda de morder o de tragar. A mí me aterroriza encontrarme un día frente al espejo y que nada me quede bien.

Y qué vestirá la pobre chica para todas las fiestas del mañana. No importa, contestaba Bauhaus, unos años después, cuando los primeros ochentas rugían en fiestas un poco más pródigas en sobredosis. Sólo un poco. No importa, contestaban, ella está en fiestas. Ella se enfiesta.

¿Y si en algún lugar, dentro el armario, estuviera ese pasaporte a la felicidad? ¿Saben que me haría absolutamente feliz hoy?

Que me volviera a entrar el pantalón violeta, con su mancha de pasto en el culo.

– No seas limada

– Sí, te digo de verdad. Si pudiera volver a ponerme el pantalón violeta, creería que no todo fue en vano en mi vida.

Querer volver a un lugar sólo porque en ese lugar pesabas menos. Porque en ese lugar la vida pesaba menos, todo era más liviano. Extrañar ese lugar que en realidad es un momento, un tiempo que fue hermoso. Al intentar evaluar si todavía soy hermosa se me descuelga la mirada y me quedo muy quieta. Por haber usado para ello cinco palabras robadas de lo más rancio y rasgueado del rock nacional me castiga telepáticamente Borisbecker, que no me deja pasar una, y ladra, ladra, ladra, ladra ladra, ladraladraladra hasta que le tiro una ojota y vuelve a su rincón en la cocina con un llantito de película de dálmatas. No sin antes dirigirme un mensaje certero que me alcanza en medio de la frente: y fuiste libre de verdad, también, ¿no? Perro puto. Pienso que es también la vida que me alcanza, pero lo pienso rápido y mezclado con la lista de la compra, para que Borisbecker no lo intercepte. Borisbecker será telépata pero en el fondo es un perro. Y si puntúo mis pensamientos con ítems como “chizitos – salame – patefuá – provolone”, el pobre se relame y se confunde y por lo menos me da unos minutos de descanso.

Yo lo que digo es que, a medida que pasa el tiempo, me cuesta más encajar en mi casillero. Y no hablo de centímetros ni de kilos. Creo que es hora de llamar a mi amiga, la Micropunto, y que me cuente su última película de terror dietética. No saben lo mucho que consuela que las demás estén peor que una.

 

Image: Walking Hourglass, by Laurie Simmons.