Una de fantasmas, o el lado sin glamour

 

 

Es, ni más ni menos, otro episodio de perro telepático que abre la boca y empieza a cantar una canción que no reconoce. Es sábado a la noche, año trece del tercer milenio, y una chica canta Separate Lives, una balada patética de Phil Collins, 1984, mientras enjabona una sartén. Hasta hace un minuto no tenía registro mental de la canción. Ni siquiera llora. Las lágrimas, cuando llora a solas, son como estornudos ineficaces, sollozos que pasan demasiado rápido como para tener verdadero poder limpiador. A la chica le gusta llorar en público, después de todo lleva en la sangre el gen inequívoco de dama de las camelias.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de pasto amarillo entre cada punto pintoresco. Si tiene suerte, el próximo camionero la llevará hasta Esperanza. En Esperanza hay una gomería, un surtidor y una fonda donde una señora con cara de Riquelme acuchilla la escarcha del freezer con una técnica seguramente aprendida en el Motel Bates, mientras se caga estentóreamente en la cadena de frío y un montón de helados se ablandan sobre el mostrador. Hoy en Esperanza viven dieciséis personas. Tal vez el mes que viene vivan las mismas, si sobreviven al E.Coli. Tal vez los helados sean sólo para turistas. Tal vez alguno de los dieciséis robe un helado y no llegue a tiempo el Turco con la chata para llevarlo a la salita que queda en el Calafate. Tal vez el Turco llegue a tiempo pero después se haga pomada por el camino: demasiado alcohol en un territorio donde el vino es más barato que la leche.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de piedras que esquivar antes de llegar a ver lo lindo, lo fotografiable. Sólo quiero una foto tuya (le canta Blondie al objeto de su encajetamiento) un souvenir, algo más sólido. Miren las cosas que le mete el fantasma en la cabeza. ¿Por qué pensar ahora en fotos dentro de billeteras? ¿Por qué pensar?
Si por lo menos alguien la llevara a Tolhuin.
Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma que le hace cantar canciones olvidadas. El viaje de tu vida, le dice el fantasma al oído, después de lamerle la mejilla. Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma, que todo lo puede. Está demostrado. Miren las cosas que le mete en el cerebro, canciones grabadas en el lado de “lentos” de un cassette amarillo, intoxicaciones alimentarias por helados en mal estado, la primera vez que probó chili con carne aderezado con vinagre de sidra. Cómo no va a poder llevarla de viaje.
La chica quiere que la lleven a Tolhuin, y aterrorizarse otra vez en esa curva de 90 grados y cornisa. Que la lleven a Tolhuin y que le rompan el culo frente a un lago, bajo la tormenta.
El fantasma, pérfido, le recuerda que este es el viaje de su vida. Un saltito ridículo sobre un mar menor, su corazón haciendo seis mil kilómetros a dedo dentro del cuerpo. La arritmia comiéndole las muñecas y la yugular. El fantasma, cruel, la deja ahí, en la pileta de la cocina, con las manos enjabonadas y un tema lento de Phil Collins en el cráneo, mientras la canilla gotea y gotea y gotea.

Podríamos dejarlo acá, pero la chica cree en el poder redentor del hilo telefónico, y lo usa para llamar a otra chica, una que se ríe como ella, con carcajadas de bruja chota. Una que también conversa con su propio fantasma, el que le mete en la cabeza caretas con las que engalanar a galanes deshilachados con caras duras cual piedra de Rosetta, el que le mete en la cabeza katanas liberadoras y cumbias para sudar la fiebre. Y después de debatir largamente acerca de la alegría anal en situaciones de tormenta, y de acordar que el sabor a a azufre tiene que ver tanto con el culo como con la atmósfera, cortan entre besos y tequieros. Y la chica le agradece a Graham Bell por los servicios prestados, y al fantasma por hablarle de lagos y mares y sudestadas, y a sus genes de vasos siempre rebosantes, y después se va a bailar con su pollera amarilla.

En el diome

Macky

Historias del otro lado de la valla

 

 

The men don’t know
but the little girls understand.

Back door man, The Doors

 

El marido había levantado la voz una vez nada más.
-Usted sólo sirve para contar historias.
Era verdad, ella sólo sabía contar historias. Y de pronto a ella eso se le antojó un pecado más grande que la vida entera de María Magdalena.
Ese día, mientras cruzaba la calle, se dio cuenta de que el confesionario ya no podía ser sitio para sus historias. Pero ella no tenía la culpa de que los pájaros le hablaran.
Fueron los pájaros los que le hablaron del caballo. Ella les hizo caso y esperó. Después de un tiempo la espera neutra se transformó en una espera de él.
Un día salió a pasear fuera de la valla, y otro día fue feliz porque supo que vendría. Pocos días antes de que vieran al caballo merodear, ella encontró calma porque había entendido todo y no le hacía falta saber cuándo acabaría la espera.
El marido comía en silencio.
En la tienda del pueblo las mujeres se hacían cruces al verla porque una niña había dicho que la escuchaba pensar.
-Tiene la cabeza llena de historias, dijo.
Todas le creyeron. Por eso las cruces.
El tendero puso ruda macho detrás de la puerta.
Otra niña dijo en la escuela que la había escuchado hablando sola detrás de la valla, y la maestra le lavó la boca con jabón.
-No hablamos de la gente esa- le gritó a la niña.
La niña recibió una paliza esa tarde. Una de esas palizas ejemplares para fijar conocimientos.
Ella empezó a caminar cada día del otro lado de la valla, cosa que, por supuesto, estaba prohibida.
Todos vieron al caballo merodear. Los pájaros hacía rato que ya no hablaban.
La ruda del tendero se secó.
Las niñas estaban taciturnas en la escuela y las mujeres empezaron a pensar en mal de ojo y también en fiebre amarilla, y se quemaron muchos jergones de lana vieja y se cambiaron por heno fresco para ahuyentar cualquier posibilidad. Pensaron que así silenciarían las historias. Al menos esa historia en particular.
En el fondo, las demás mujeres se sentían estafadas por no escuchar ellas también los mensajes. Aunque los pájaros hacía rato que ya no decían nada.
El marido pareció volverse de escarcha cuando vinieron a decirle que la habían visto fuera de la valla. Y el caballo merodeando.
Ella ya se había acostumbrado a que la tienda era un lugar para todas las otras mujeres del pueblo pero no para ella. Las demás elegían metros de tela floreada y manteca y clavos y cinturones.
Ella ya no tenía nada para comprar, ni mucho menos nada que vender.
Antes de irse, ella se paseó por los porches traseros de las casas, porque consideró importante que las niñas supieran. Y las niñas querían saber. La pregunta era obvia, sencilla.
Le preguntaron si estaba bien perderlo todo para seguir el rastro de un caballo.
Esa noche el pueblo tembló con los gritos de las niñas, a quienes se castigó con minuciosidad en cada salón, delante del fuego.
A la mañana siguiente, en la escuela, algunas niñas todavía tuvieron fuerzas para contar lo que habían escuchado, y se les lavó la boca con jabón.

elsa mora

Imagen: Papercut by Elsa Mora

La era de Acuario

Yo quería una vida de escritor de buhardilla. Bueno. Les cuento que las buhardillas, a esta edad, hacen mal al nervio ciático. Tengo un espacio de altura normal y miro la buhardilla de enfrente. Me va bien.
Las bitácoras se han hecho para registrar lo que nos va pasando y cada tanto los queridos, queridísimos lectores me pinchan con el dedito y me preguntan por este blog. Quieren más actualizaciones. Y yo a veces siento que no puedo hacerles esto. Créanme, hay meses en los que no necesitan más Chuca en tiempo real. No se los recomiendo. Por eso en Champawat vamos con un ligero retardo, porque esta vecina necesita este ratito de reflexión a toro pasado. Pero allá vamos.
Febrero es el mes de los acuarianos, ese ballet de locos maravillosos a quienes adoro y colecciono con fruición.
También es el de los piscianos, esa otra especie a la que profeso un respeto pétreo, primitivo y fundamental, porque tengo en mi vida a dos piscianos cual dos columnas sobre las que se asienta mi mundo, plano como una moneda, non plus ultra. Pero el tema Piscis es inabarcable y no nos ocupa ahora mismo.
La era de Acuario, entonces. Sepan que febrero me zarandeó cual ola atlántica, me centrifugó, me revolcó, me dejó culo para arriba en la orilla, con la bikini llena de arena gruesa, las rodillas raspadas y el pecho arañado como después de pasar demasiadas horas sobre un barrenador de telgopor (o tergopol, ¿porque deriva de poliuretano etc.? Alguien debería confirmarme este dato. No se puede vivir colgando de google, no se puede, antes no lo hacíamos así. Yo soy vintage. Déjenme en paz que todavía no encontré la parte de arriba del bikini).
El bikini, la bikini. La explosión del atolón, eso fue febrero.
Y a mí me importan las palabras, saben. Me importa ponerlas en orden, que suenen más o menos bien, que digan lo que deben. Me importa que me las digan, de frente o al oído, me alegra recibirlas en mails que parecen cartas, cargados, como el buen té. Me tranquiliza que lleguen anunciadas por un tritono, el flagelo de nuestra época. Vivo con el deseo ingenuo, el anhelo de juntar unas cuantas en páginas que valgan la pena, y febrero también fue eso. Un baile de palabras propias y ajenas, de pausas y silencios y tecleos y borrones en el papel.
Espero que la inundación de febrero vuelva en papel mojado, pero mojado por cosas que más o menos nos convenzan. Como decía la Blixen, aquello que todo lo cura, el agua salada: las lágrimas, el sudor, el agua del mar.
Seguimos aquí, mojando el papel. Escribiendo con todo el lujo al que puedo aspirar y que le agradezco al mes de marzo: una mesa firme, una silla cómoda, la luz de una ventana con balcón (desde donde hacer gestos espléndidos, ¡sí!).
Sin más demora, la lista de febrero, en su versión amable. Porque es lo único que tengo en este momento que vale la pena compartir.

– bibliotecas adoptivas y majestuosas más allá de lo imaginable
– el viento del río al cruzar un puente, y no poder evitar pensar en Alina Reyes.
– un trozo de empanada gallega tan cara como un menú degustación fifí
– cantidades industriales de chocolate y cocacola
– un balcón al sol, con mecedora y manta
– un sofá muy largo
– conectar barrios con líneas de puntos en mi cabeza, constantemente
– tabaco y vermú de grifo
– la luna sobre Little Manhattan
– un gutbucket, o cómo hacer música con una palangana, un palo de escoba y una cuerda de tender la ropa.
– lo que encierra el color magenta
– poesía a gritos
– croquetas de lacón
– la dolorosa batalla entre la música de siempre y la música nueva
– tortilla estofada, el concepto
– bautizar uno a uno a los monstruos que aparecen cuando cae el sol
– mucha madera, como para construir La balsa
– muchos cafés con leche sustanciosos vs el peor cortado de mi vida (ese que no me importó)
– cúpulas y torretas y buhardillas
– salchichas de Baviera vs Bratwurst
– conciertos salvavidas
– un sillón de cuero con vista a plátanos y fuentes
– un puñado de amigos nuevos que sacuden mi misantropía y me devuelven la fe en el arte de la conversación
– un puñado de amigos de siempre que se yerguen en toda su estatura y a quienes hay que vitorear con bombo, platillo, corneta, banderín, gorro, bandera, vincha
– el clima seco y el agua sin cal y su influencia sobre los cuidados cosméticos de las señoras premenopáusicas
– la calma en los bolsillos interiores de la ciudad
– el lugar donde se esconde la voz cuando no se usa
– gloria y loor al encargado de la emisión de cielos constantemente perfectos
– la convicción de que todo el mundo huele al mismo suavizante color azul
– tantas películas en versión original que hay que agendarlas y racionarse
– Virxilio Viéitez, o niñas de luto con el flequillo cortado a mordiscones, criatura de comunión posando entre las berzas, novia enjuta en balcón sin baranda como si estuviera caminando por la plancha
– el cálculo topográfico de la distancia más corta a un abrazo
– volverse dragón, volverse repollo blando, volverse del revés, volver a armarse, volver a verse

Marco Vigo, Virxilio Vieitez,

Foto por Virxilio Viéitez.

Finde

Sirva este link a “Finde”, temazo de Doctor Martín Clavo, como cita o empapelado sonoro, ese término tan manoseado y pedante, al texto de hoy.

 

¿Cuántos días hacen falta para romper un hábito? ¿21 o 28? Si eran 28 me faltan 7. Un finde más.

Estos días me acordé de una de mis bandas favoritas españolas (esto de estar lejos de los Països Catalans me permite utilizar la palabreja con total impunidad). Doctor Martín Clavo, from nuestra Mallorca natal, como dice Alejo. DMC y su meteorito tranquilo. Tranquilo, no como otros. No como nosotros, que venimos tan agitaditos, tan ardidos, tan romputs. Háganse un favor y escuchen todo el disco, que habla del fin del mundo de los Amaya, de meteoritos sin cataclismos, de findes llenos de muertos vivientes. DMC están definitivamente en mi Top Ten de Spain.

Este finde descubrí a otra banda que entró directo a mi toptendespain (ese top ten cuyo primer puesto ocupará para siempre Chingaleros, y cuyo segundo lugar será siempre para Cannibales). Son The Government, son indescriptibles (a menos que les diga que son absolutamente vuelapelucas y que “lo” tienen. Los motherfuckers lo tienen, lo muestran y lo sacuden para que babeemos). Compren el LP, acaba de salir, es de Folc Records.

También tocaban Islas Marshall, que es nada menos que Cristiano Motocross descuajeringándose en la batería y un guitarrista que la rompe. Brutales y emocionantes. Me bailé la vida y mis huesos tristones lo agradecieron sobremanera.

Pero mi osamenta tuvo abrazos este finde, amigas hermosas que vienen de visita y me fortifican más que un suplemento de calcio. Y que ayudan a olvidar que una a veces se queda con cara de boluda mirando cómo se le va el tren y el abrazo.

Otra cosa que pasó el finde fue que, gracias a Grito Rock Madrid, me estrené en la ciudad con “Huesos floridos y otras mutaciones”, mi pequeño show de spoken word que consta de dos partes fijas y una articulación móvil. Las partes fijas son Flor negra y Abejas en orden. Y la articulación móvil a veces sale del Manual de Comportamiento para Gente Formidable y a veces no. Siempre sale todo de mí y mi neurosis, como la flor negra de mi coxis (ojito con la pronunciación, neurosis no rima con coxis; aquí nos haría falta Fernando Peña y su sexta pizza).

Y entonces fui y declamé e hice ademanes con las dos manos, ahora que me animé a soltar la mano del micrófono. No es en absoluto un dato menor. La primera vez que me atreví a dejar el micro en su lugar fue durante Versos de plástico, esa hermosa velada de Estación Spoken Word. Aquella noche, aunque canté durante un momento, pude separar mi personaje-cantante de la otra: dejé el micrófono en su pie.

Soltar la mano del micrófono es tan peligroso y traumático como ir en una bici sin rueditas por primera vez. No pude/quise hacerlo en 13 años de punkrock. Siempre sentí que dejar el micrófono en su pie al cantar era como soltar el mango de la sartén. Así iba, agarrándolo como abrazada a un rencor. Pero bueno, desde esa noche algo pasó. Por ende, de repente tengo dos manos para gesticular. Danger. Dónde me pongo.

Dónde me pongo. Ja.

Aquí les dejo unas imágenes de la matinée de sábado en Catharsis. Gracias a la hospitalidad de los catárticos (y la gente de Campo de la Cebada el viernes), y gracias a Irene La Sen y todos los Poetas del Grito. Piacere.

Y así voy, con esta locura de querer cambiar de hábitos haciendo lo mismo de siempre, como dice Clavo, porque me gusta y sabe bien.macky-catharsis-16feb2013

Un minuto

 

Un minuto, y después ya no estás. También hay que permitirse sentir el sacudón durante un minuto entero. Después una puede seguir adelante con la alegría e inconsciencia habituales.

Tengo un amigo que me dijo, un par de veces, que dentro nuestro vive alguien que sabe más que uno mismo, y que va muy por delante de las palabras. Yo le creo, después de todo me dice las cosas con amor y tiene ojos lindos. Todos mis amigos hombres tienen ojos lindos, ojos que dicen la verdad.

En algún momento de 2008 me pareció una buena idea dedicarle una canción de Mostros a mi abuelo, que eligió vivir solo, casi como un ermitaño. Primero en un hotel, después en un catre en un galpón. Iba a escribir que eligió morir solo también, pero de eso no estoy tan segura. No estoy tan segura de que se elija. Se sabe y ya está. Un día se entiende, un día se empieza a no hacer pie dentro de esa noción. Eso me lo enseñó otro amigo de ojos lindos, hace mil años, mientras estábamos sentados en unas sillas giratorias con vista a la calle Florida.

Tiene razón mi amigo, mi otro amigo, acerca de que las mujeres aprendemos más tarde lo de morir solos. Los chicos lo entienden muy temprano. Como en esa escena de Annie Hall. Woody-niño no puede hacer la tarea porque el universo está expandiéndose y todos vamos a morir.

A las mujeres que aprendemos todo tarde nos dan ganas de abrazar hasta el infinito a esos hombres-niños que sufren día a día por la noción de morir solos. No podemos evitarlo. Como en The Crying Game, es nuestra naturaleza. No queda claro si somos ranas o escorpiones. Déjenme que pase el minuto entero, y después se los confirmo.

Otro amigo (de ojos etc) diría que ser sabios, entender las cosas no nos evita el dolor, pero sí el sufrimiento. Las mujeres que conozco, haciéndonos un poco las boludas con respecto al temita de la muerte, vivimos entendiendo con el cuerpo, teniendo epifanías en algún lugar a mitad de camino entre la garganta y el perineo, y entonces estiramos los brazos para abrazar, con la esperanza de evitar el sufrimiento de los que tenemos alrededor. Es así, no sabemos hacerlo de otra manera. Abrazamos, exclamamos que Brooklyn no está expandiéndose, nos secamos la lagrimita y seguimos. Bánquensela o déjennos en paz.

Pero vengo a hablar de vivir solos. En esa canción, la que va por delante de las palabras sintió que no había tiempo que perder, que había que planear. (Inaudito para alguien como yo, que nunca planea nada, que simplemente siente que se le inflama el tuétano y generalmente opta por volar montada en los huesos del prójimo). Y ahora entiendo que la sensación no me vino de mi abuelo ermitaño, pese a que en un momento pensé que la canción era para él. Esa sensación viene de mi abuela, la que lo echó a la calle, en una época en las que las mujeres sensatas no hacían ese tipo de happenings.

Digamos que las mujeres de mi familia no sabemos dosificar. No sabemos escatimar, especular ni hablar bajito. Me imagino a mi abuela tirando a la ropa del abuelo a la calle por un balcón (aunque no vivía en una casa con balcón). Me la imagino puteando y llorando como una Ana Magnani descontrolada. Me la imagino como su querida Tita Merello, pensando en lo que se diría de ella. Las mujeres de mi familia somos así, tenemos estos muslos y estas narices y gritamos en todos los idiomas de la escoria de Europa. Enloquecemos cual condesas polacas ahogadas en aguardiente y endogamia, nos rompemos de amor y quedamos despedazadas como los Balcanes, nos mordemos los dedos con rabia para no amazzar a quienes tenemos enfrente, como señoras rencorosas de la ‘Ndrangheta calabresa.  Pero en algún momento, a veces tarde, a veces justo a tiempo, entendemos que no se trata de quienes tenemos enfrente. Se trata de una. Se trata de mirarse con el espejito-blancanieves y decirse la verdad. Y cuando una se dice la verdad de repente tiene más resto, más soplo, más para dar.

Mi abuela hubiera cumplido hoy 101 años. Se murió a los 98, vivió sola muchos años y se pasó la vida dándolo todo, dándose entera. Una superviviente en el buen sentido, una grossa.

Le gustaba cocinar y jugar a la lotería, las cartas, el juego de la oca, el Memotest y el Cerebro Mágico, y llorar y reír a full, como yo. Y pedía amor dando amor, como hago yo, como hacemos todos.

Mi hermano (otro hombre de ojos lindos) me hizo acordar de esa frase de mi abuela que a él le hacía gracia, y a mí ahora me emociona tanto:

“Subí la música que no la siento”

Para ella y para ellos, entonces, va esta canción de cuando yo tenía ganas de gritar.  Suban el volumen si quieren sentirla.

Mostros – One Minute (Bonus Track)

Por cierto, todos ellos, mis hombres de ojos lindos, mi abuela y mi abuelo, caminan conmigo hoy hacia una casa que todavía no sé si tendrá balcón desde donde hacer gestos espléndidos o desde donde soltar mi pelo cual Rapunzel entrada en años. Pero todos caminan conmigo. A las brujas, lindas mujeres sabias de mi vida, casi que no hace falta mencionarlas, porque no me sueltan la manito nunca.

Un minuto, y después ya fue.

 

 

One minute (Mostros)

 

He estado pensando: cuando sea vieja

dejaré a todos en banda

y me iré a vivir a un motel.

Empacaré papel y pluma,

algunos libros,

a mis tres gatos,

sobreviviremos a té y tostadas.

Un minuto, y después ya te has ido

mejor planearlo todo.

Un minuto y nada más

mi futuro es perfecto

Nunca he sido una coleccionista de discos

Puedo vivir sin mis cassetes

Escucharé la música dentro de mi cabeza

Un minuto, y al siguiente ya te has ido

Mejor planearlo todo sola

Un minuto y nada más

Mi futuro es brillante

Me compraré un contrabajo

Eso me obligará a mantenerme de pie

una vieja dama necesita ejercicio

Un minuto, un minuto.

No tendrás mi dirección

así que no vayas buscándome con el coche,

no estoy pidiendo que me recuerden.

Si me ves sentada en un porche

no me vengas con charla intrascendente:

sé demasiado bien cómo hacerme la sorda.

Dejaré de teñirme el pelo,

tendré una larga trenza blanca como Patti

me liberaré de internet.

Plantaré marihuana en el alféizar

y robaré en los supermercados

me prepararé gintonics los viernes por la noche.

Me pasaré las mañanas cantando viejas canciones

y las tardes leyendo libros viejos

y las noches despierta pensando en vos.

 

 

 

No toques nada, nadador

 

John Cheever se reiría de mí. O quizás ni perdería tiempo en ello. Cheever usa la palabra “estúpido” para referirse a aquellos escritores (sin dominio de su oficio) que claman que sus personajes tienen vida propia, y a aquellas invenciones que supuestamente huyen de sus autores y labran sus propios argumentos. Deleznable, diría, también.
Si llega a leer lo que escribí el otro día aquí en Champawat, eso de preguntarse si, de tanto escribir ficción, una acaba siendo un personaje de sí misma, seguro que me echaría a patadas de su cocktail party. Y yo tendría que huir, esta vez como un personaje prestado, nadando de piscina fría en piscina fría hasta alcanzar la carretera.
Yo les cuento todo esto porque todavía no había colgado aquí la entrevista que me hizo mi querido Hugo Clemente, autor del magnífico Cuaderno de Agua,
para su blog.
La anécdota gratuita y olvidable: contesté toda la entrevista de un tirón y me quedé leyéndola estupefacta como si la hubiera escrito otra persona (perdón, John). Decidí que esa no era yo. Y esperé dos meses, sin tocar nada, a que la vida se ajustara al habla de esa que contestó las preguntas. Quizás en ese gesto (el de ser insólitamente paciente, en el de confiar sin revisarse demasiado), quizás allí sí me acerque a lo que a veces hacen los escritores, y las personas, cuando saben. Cuando se saben. Qué poco sé ahora, de todas maneras.
Ligeramente esquizoides, todos nosotros, sí. Por algo paseamos por Champawat como si fuera un parque de diversiones. La tigresa ya se comió a 286 infelices, y el próximo puede ser uno de los nuestros. Uno de esos miles que llevamos dentro. Seguiríamos caminando, seguramente, pero tal vez ligeramente rengos de alguna de esas voces que cada tanto se nos trepan al hombro, como loritos, para gritarnos barbaridades en la oreja.
En ocasiones veo voces. Algunas hablaron con Hugo para No Toques Nada. La entrevista, aquí.

 

swimmer

Swing

Siempre creí que tenía swing. Porque tengo ritmo, porque tengo cierta flexibilidad, cierta tendencia al balanceo, se me da bien hamacarme, rockear, rollear.
Pero el swing es otra cosa y tuvimos que llegar al año trece para descubrirlo. Se ve que además hacen falta otros dones que el buen Señor no me ha otorgado. Léase: coordinación, obediencia, sentido de la oportunidad.
Hay gente que ha tipificado el swing. Anoche bailé lindy hop, por primera vez, en una fiesta fantástica. Las chicas estaban hermosas con sus vestidos de falda amplia, y brillaban cuando los chicos, ágiles, cancheros, las hacían volar por los aires. Es lógico: a las chicas siempre nos gusta salir a volar.
Me contaron que se le llama lindy hop por Charles Lindbergh y su salto a través del Atlántico. Inmediatamente pensé en Rod Stewart y ese paso de gigante en la portada de Atlantic Crossing. Inmediatamente pensé también en el mucho esfuerzo que he puesto a través de los años en cruzar mares en uno y otro sentido. Ahora estoy de este lado de un mar menor porque me lo pide todo el cuerpo, pero no alcanza, no basta, el efecto dura demasiado poco.
Hay unos pasos básicos para empezar a bailar lindy, y me mostraron los ocho primeros movimientos recontra básicos a la hora de la merienda. Por la noche estaba lista, con mi vestidito negro, para que me sacaran a bailar. Avisando oportunamente, eso sí, que era novata y, fundamentalmente, una caradura.
Anoche aprendí varias cosas.
Que en todo baile en parejas lleva el hombre.
Que siempre hay un leader y un follower. Cualquier semejanza con Twitter es pura coincidencia.
Que no conviene confundir el rol.
Que hay diferentes clases de hombres:
-Los que se preocupan por que aprendas bien los pasos, más que nada para que puedas salir airosa en una pista de baile llena de gente dando saltos y patadas. Ligeramente paternales.
-Los que se irritan porque no sabes los pasos, aun habiéndoles explicado que eras doncella. Se pasan toda la canción protestando y tratando de llevarte por el buen camino a fuerza de entrecejo y resoplido. Así no.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos, quieren que te la pases bien y te tratan con paciencia y suavidad. Smooth operator.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos y no sólo quieren que te la pases bien bailando, sino que te sientas la puta reina de la pista. Mucha cadera, mucho giro, mucha sonrisa y algún salto ornamental. Complicidad y compenetración.
En algún momento de la noche el Señor Resoplido, no contento con aguarme el baile, vino a decir algo como “Te cruzas todo el tiempo, es como si tuvieras un leader dentro”.
Pausa para espumarajo y respuesta que él pudiera entender:
– Es que, aquí donde me ves, no soy mujer: soy travesti.
– Y lo bueno que estás- me dijo, al pasar, el Señor Complicidad, siempre risueño y atento, mientras hacía volar a otra que sí había entendido de qué iba lo de follower.

fosy  andrea

Foto: Andrea & Fosy by Markel Optah Uriarte

Distancia congela tiempo

La palabra «pulverizar» ya no puede utilizarse a la ligera, después de que Alejandra Pizarnik la colocara en su cuaderno para hablar de ojos, párpados, flores. Alguien se atreverá a sugerirnos diccionarios amables que nos regalen sinónimos, pero hace rato que una escribe en los intersticios de la vida real. Una escribe de parado, como quien consume dos porciones de Ugi’s, una de muza, una de fugazza, ensanguchadas, en un rincón preferiblemente cerca de la ventana.
Entonces a veces hay que jugar a esto sin la ayuda de poetas, sin la ayuda de diccionarios.
Estamos hablando de pantallas enteras de un videojuego en el que no nos dan skates, cascos, hachas de pedernal como en el Wonderboy, tan sólo un punzón de hielo. (Si alguien se siente inclinado a pensar en Sharon Stone en este punto, tiene mi bendición. Yo no descruzaré las piernas hasta dentro de unos días; vayan a buscar esa imagen a otra parte).
Un punzón de hielo, entonces, y con él la necesidad de acribillar un mar congelado, un mar de cristal, hasta reducirlo a fragmentos transitables.
La distancia congela el tiempo y nos permite levantar la cabeza y ver estrellas muertas. Es un truco del director de arte de todo esto, un truco que Carl Sagan podría explicarnos. Yo soy sólo una chica con remera rockera y no tuve tiempo de estudiar astrofísica. Por eso prefiero sentarme con la cabeza en la falda de Carl, escucharlo mientras nos cuenta ese cuento, maravillarme.
¿Y hasta cuándo es lícito que una mujer se sienta una chica? ¿Tendrá que ver con la adaptación, el menos común de los sentidos, la cordura, el escalafón?
Ahora debo decirles que uno de los riesgos de escribir on the road es que se te borren párrafos enteros gracias a gestos descuidados. No importa. No hace falta que nos lamentemos, que conjuremos la sensación de los rollos perdidos en la Biblioteca de Alejandría. Aunque, si les soy sincera, a mí me da tanta pena perder un jardín colgante como un anaquel.
Detrás mío, en esta cola que avanza lentamente, un señor madurito y bastante pelotudo juega, con fruición y dos pulgares, a un videojuego con volumen infernal. Debo confesar que, antes de que desenfundara el dispositivo y nos ensordeciera con sus burbujas, sus marcianos o lo que sea a lo que está disparando, lo había mirado con curiosidad. Había algo en su bufanda, en su mandíbula. Ahora le clavaría mi punzón dos centímetros debajo de la línea de su quijada sin dudarlo un instante. Eso me distrae lo suficiente como para reflexionar sobre cuándo es realmente indispensable un picahielo.
Y entonces pienso que si, además de congelar estrellas muertas, la distancia sirviera también para congelar el mar, yo podría patinarlo.
Ahí está. Me voy patinando sobre hielo. Una manera amigable de acuchillar el mar.
En las colas, en los bondis, en los subtes hay dos clases de persona. La que escucha música con su dispositivo en pantalla bloqueada y baila lentamente al ritmo de una música que jamás adivinarás, y la que enarbola la portada del disco con el brillo al máximo para que todos sepamos a qué viene su headbanger o su oscilación. O su cara de nada. (Yo no soy de esas; a mí se me derrama la música en el cuerpo y todos se dan cuenta).
Me pregunto si dejar o no que se perciba lo que escuchás es el equivalente a llevar los discos guardados en bolsita cuadrada o visibles bajo el brazo.
Me pregunto si tiene algún sentido desplazarnos aturdidos y mirando pantallitas. Sólo sé de mis ganas de patinar, de jardines colgantes en espera, de habitaciones silenciosas y cosas que se despiertan y susurran y gritan.

Jessica-Rosenkrantz-2

Imagen: Fotografías de estructuras de hielo por Jessica Rosenkrantz.

 

 

Bailemos

Nunca he necesitado pastillas para bailar. Voy por la vida con efecto-lanzadera-musicoespacial incorporado.
Pero pongamos esta canción. El look de la banda es deleznable, y creo que en la vida he escuchado otro tema de ellos. Y sin embargo imagino que, en el 0.39, la pastillita ritual pega un salto al vacío, se queda en suspensión durante un microsegundo que por arte de hechicería parece durar un eón, y luego rebota en tu hueso púbico, que se distiende hasta envolver los astros, anche la nebulosa de Oort, un certero golpe que tiene la intensidad de un palo contra las pantorrillas pero un palo hecho de bocadito Cabsha y duraznos en almíbar, un dolor de caramelo que flota y viaja con la tensión aérea de un la recién salido del diapasón.
Y después sí, todo es anbilívabol.

http://www.youtube.com/watch?v=EyHgVEbQ_nY&sns=em

¿Es así, acaso? ¿Alguien tendría la bondad de confirmarlo? ¿A alguien más le ocurre?
Desde luego, hay muchos otros temas, de variados géneros, que incorporan esa parada gostosinha, pensada para llenarte de felicidad y transformar tu vida en un videoclip. Con o sin ayudín.
Mi playlist de bailar frente al espejo estaría necesitando más especímenes. Sean buenos y cuéntenme con qué canciones sacan los zapatos de dancing, y/o cuál es el minuto-youtube que los transforma en guiñapo blando, en mascota predilecta del DJ.
Bailemos.

 

shoes

Imagen: Please lose the shoes, by Amy Sullivan.