Micropunto al habla

leto

Con Borisbecker hecho un buñuelo tembloroso en su almohadón, y mis propios nervios latiéndome en la garganta, me cuelgo el bolso y salgo muy decidida hacia la puerta.

Cinco segundos más tarde vuelvo sobre mis pasos, agarro el inalámbrico, marco el segundo número salvador. Me atiende la Micropunto, inusualmente dicharachera.

—Holááá.

—Puntito, soy yo.

—Berta, mi amor, cómo estás. Me estaba haciendo un pan de almendra y acelga, dicen que es re nutritivo y además te llena un montón y podés comer hasta una rodaja y media por día, lo cual me parece espléndido.

Frunzo el ceño, pues no reconozco el tentempié en cuestión.

—Punto, ese pan no es de Scarsdale ni de la Antidieta. ¿De dónde lo sacaste?

—No, no, es un snack nuevo, de la Dieta del Hortelano.

—No me suena, Puntito. ¿Por qué no la tengo en mis apuntes? ¿Por qué me ocultas información y empezás dietas sin mí?

—Berta, no seas demandante, que estaba de buen humor. Es una dieta nueva, parece copada: hojas verdes a full, frutos secos en cantidades moderadas, montones de clara de huevo. Huevo de granja, eso sí.

—¿Hojas verdes? ¿Y tus divertículos?

—Nunca tuve divertículos, qué decís.

No sé, Puntito, si fuera la dieta del perro del hortelano todavía…

—No te me pongas pasivo-agresiva, te lo pido por favor.

—Al final siempre me acusás de cosas que no tienen nada que ver.

—Uy nena, de verdad, qué retorcimiento de ovarios. Yo estaba de buen humor. ¿Qué te pasa? ¿Vos me llamabas por algo en especial?

Lloro un minutito antes de contestarle, y ella aprovecha el hueco en la conversación para bajar un cambio.

—Ay, Berta, estás sensible, qué pasó. No llorés, boluda, no llorés. Soy una bruta. Qué te pasa, tesoro.

Cuando la Micropunto deja de lado su pose de gurú de la sensatez y la frialdad y me llama «tesoro», es el momento de bajar la guardia y dejar que el corazón se me derrame como si se hubieran rajado las compuertas del embalse de Río Cuarto. Lloro un poco más audiblemente hasta mojar de baba y lágrimas el inalámbrico.

—No sé, es todo (hipo) un desastre (sollozo). Yo sólo (hipo, hipo, sollozo) quería (llanto desconsolado) quería…

—Buá, Bertita, buá, buáno, buáááno, calmate, tesoro, calmate.

—(hipo, hipo, hipo)

—Buáno.

—YO SÓLO QUERÍA PASARLA BIEN UNA NOCHE DE ENTRESEMANA (sollozo prolongado). ¿Es mucho (hipo) pedir?

—Buáno.

—¡Dejá de decir bueno y decime algo útil!

—Ay, Berta, no hay orto que te venga bien.

—¡Eso mismo dice Borisbecker! (Sollozos furibundos)

—Ese perro está más loco que vos. Calmate un poquito. Contame qué pasó.

—No.

—Berta, no empecemos con la nena malcriada, eh, que eso te funcionará con los hombres pero conmigo no, eh.

—¡Con los hombres tampoco me funciona! (Sollozo más que justificado)

—Buá. Buá. Qué pasó.

—Que yo quería estar linda y me hice el ritual de hidratación (hipo) porque me había comprado un vestido re lindo, re lindo (llantito)…

—Cómo…

—… y me lo quería poner. ¿Está mal? Sambayón dice que está mal, que soy una calientapijas. ¿Está mal querer ser linda? Decime.

—Pero qué. No entiendo.

—Y Aceituna ni un beso me dio (sollozo) y encima el helado estaba derretido y el envase olía a él. Muy boluda me sentí, muy boluda. Y el sueño ese de mierda.

—Qué sueño, que decís.

—Con los bailarines (llanto de bronca por tener un inconsciente adepto al music hall) y a Borisbecker no le importa nada y aúlla tibetano y ahora no me quiere acompañar.

—Berta, tesoro, estás fatal. No entiendo una garompa. ¿Adónde no te quiere acompañar Borisbecker?

—A la Residencia.

Oigo el inconfundible ruido de la Micropunto y su túnica incorporándose en su chaise longue.

—¿La Residencia?— Baja la voz a un susurro tísico —¿La Residencia Bogdanovich?

—Sí.

—¿Un martes? Vos estás demente.

—No, no estoy demente, ¡es una emergencia!

—Berta, decime un poco: vos no te habrás mojado, ¿no?

—…

—Nooo. Nooo. Pero Berta. ¡Pero Berta! ¿Por qué no me lo dijiste desde el principio?

—Porque vos sólo hablás de tus acelgas y no me das bola.

—En otro momento te mandaría a la mierda, pelotuda. Esperame abajo, me subo a un taxi y te paso a buscar. Estás loca. Loca— La oigo caminar a grandes zancadas por su casa. —Un martes. Y seguro que estos no tendrán tiempo de avisarle a vos sabés quién, y encima vamos a tener que hablar con él en persona. Increíble. No lo puedo creer.

—Bueno, Puntito, perdoname.

—Ya vamos a hablar en persona. Estoy saliendo por la puerta. En diez estoy ahí.

—Gracias, Punto.

—No te escucho porque la rabia me sube por las venas del cuello y ahoga tu voz de tarada – dice la muy turra, y después cuelga.

 

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Imagen: street art by Veronica Leto/eveyinorbit

Berta llama a la Residencia Bogdanovich

 
Yo ahora les voy a contar algo que es secreto. Pero estoy segura de que no habrá problema, total, esto no lo lee nadie.
Intentando por una vez priorizar las decisiones en mi vida, marco un número clave.
Suena varias veces y nadie atiende. Me olvidé del código. Reviso mis apuntes, siempre junto al teléfono, igual que la carpeta con las copias de las dietas de mi amiga la Micropunto. Encuentro la tarjeta con esquinas doradas y letras en relieve. Marco, dejo sonar dos veces, corto. Marco, atiende la máquina, tecleo el código y me pasan con la otra máquina. Tecleo el segundo código y corto. Suena mi teléfono y otra máquina me dice que mi comunicación está en proceso. Suena un buen rato hasta que atienden.
—Residencia Bogdanovich, buenos días. —Se escucha de fondo un tintineo angelical.
—Seba, querido, son las once y veinte de la noche. No digas buenos días.
—¡Bertita! Vos sabés que nuestro día empieza a las cinco con el té de las cinco. Qué hacés llamando hoy. Hoy no podés llamar, mi amor, hoy no puedo, sabés que los martes es el día de…
—No sé en que día vivo, Seba, no me retes.
—Bertita, imposible, corazón, no.
Se escucha una voz de fondo:
—¿Quién es? —Sebastien tapa el auricular pero oigo todo.
— Es Berta, ¿podés creer? Que me llame hoy, justamente hoy.
La voz grita desde lejos:
—No te llama a vos, nos llama a los dos, tratala bien y preguntale qué le pasa.
Yo escucho muda. Sebastien vuelve con un gruñido.
—Qué te pasa, Berta. Te tengo que preguntar, viste, porque ahora me dan órdenes en mi propia casa.
—Pero no, Seba, ya lo conocés, no te da órdenes. No te pongas así.
—¿Y vos qué sabes? ¿Y vos qué sabes por lo que estoy pasando yo? — la voz de Seba se agrava con un tremolo de pecho que me recuerda a Elvis, pero más a Sandro. Lo quiero con locura cuando me lloriquea así. Tiene voz grave, de telenovela, como Aceituna.
—Seba, seguro que está todo bien. Si me dejás que vaya me podés contar todo lo que te pasa.
—No. No porque la última vez que te empecé a contar te fuiste y me dejaste con la palabra en la boca.
—¡Sebas, eran las cinco de la mañana! ¡Se estaba haciendo de día!
—Y qué problema hay, si no hacés un carajo.
Trago saliva y me arrepiento de haber llamado. Se escucha de inmediato el respingo y el grito de Massimo.
—¡Sebastien! No le hablés así a las chicas!
—Pero ella me llama y después me miente y me hace sufrir.
—¡Pero es Berta!
—Sebastien, dejá, si realmente es un mal momento yo llamo otro día.
—¡Me ofendés! Me llamás de la nada, me provocás y ahora me ofendés. ¿Cuándo te dejé en banda yo? Decime cuándo.
—Nunca. Es verdad —Es verdad que cada vez que llamo hay que dar este rodeo absurdo. Él se entretiene, es lo que lo alimenta a su retorcimiento de huevos, de alguna manera, este tira y afloja.
—Decime qué te pasa, así me voy preparando.
—Te vas a enojar.
—Yo nunca me enojo, Berta, amor. Vos no podés hacer nada para que me enoje. Nadie tiene ese poder sobre mí— recita Sebastien. Es verdad. Nunca se enoja: siempre parte de un escarpadísimo umbral de ira permanente, que a otras personas les costaría mucho alcanzar, pero que él se viene labrando a fuerza de años macerándose en sentimientos de inferioridad, inseguridad y orgullo brutal.
—Bueno, menos mal, Seba. Sos un divino.
—Ahora contame que te pasa. —Susurra con su voz de Barry White.
—Me mojé.
—No. Jodeme. No. ¡No! ¡No! No, hija de puta, no.
—¡Sebastián! —cuando le dice Sebastián con a y acento en la a es porque se está por ir todo al carajo. —Dejá de insultar.
—¡Se mojó! ¡Se mojó! — Seba aleja el teléfono y grita con la boca cerrada. Es un truco que le enseñaron en Brasil. Lo usa mucho. Es aterrador.
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
—Ay no, Berta. Berta. Berrrrrrrrrrta. —se escucha un estruendo y los pasos nerviosos de Massimo. —Dame. — le arranca el auricular —Hola tarada. Te lo tengo dicho. Te lo dije mil veces. Te digo tarada porque te quiero, pero es que no lo puedo creer. No te podés mojar un martes. Por qué nos hacés esto— Massimo también tiene una voz profunda y acaramelada, pero no tan grave como la de Seba. Creo que es barítono. Se conocieron en el coro de la Iglesia de la Santa Emanación. Es una larga historia. Por detrás, Seba llora con un rumor de oso herido.
—Ya sé, Massimo. Ya sabía que me ibas a retar. Pero bueno, no es urgente. Puedo ir mañana.
—Mañana, dice— se escucha a Seba sollozar de desesperación. —Oíme, vos sabés que no podemos dejarte así sin tratar. Vos sabés que mañana será peor. ¿Lo sabés o no?
Suspiro. Los llantos y admoniciones de Massimo y Seba siempre logran hacerme sentir como un gremlin que opta por comer chucrut después de medianoche.
—Sí, ya sé. Decime que hago,
—Tomate un taxi y vení ya. Pero ya. —Baja la voz y habla con total seriedad —Yo no tengo tiempo de salir y avisarle a Severino. Vas a tener que conversar vos con él.
—Cómo.
—Lo que oís. Hoy, martes, no puedo. Si venís a comer, vas a tener que hablar con él.
Esto es lo peor que me podría haber dicho. Súbitamente todo el plan se vuelve demasiado complicado. Pero ya estamos bailando, pienso, así que, Bertita, bailemos. Le pregunto:
—¿Algún cambio en la puerta?
—No me comprometas Berta no digas esas cosas no digas nada por favor— dice todo esto con la velocidad de un relator de fútbol en medio de un gol con siete gambetas, y después levanta la voz. —No sé de qué me hablás, no tengo idea qué estás diciendo, vení a comer cuando quieras.—Y me corta.
Lo miro a Borisbecker, que tiembla en un rincón y me ruega que no lo lleve con él. La herida de la última velada en la Residencia Bogdanovich todavía es reciente, y sé que no hay croqueta en este mundo que pueda convencerlo. La Residencia Bogdanovich es la kriptonita de Borisbecker.
Muy bien, entonces. Voy sola. Miro alrededor como si Borisbecker no existiera, agarro el bolso, me miro en el espejo. Estoy intentando insuflarle un sentimiento de culpa certero y mortal, pero el perro suelta un llantito que dice ni loco, Berta. Dice no me hagas ir, Berta. Dice, tené cuidado, Bertita, tené mucho cuidado.
 
 
 
 
Photo by Robin Maddock, L.A.Pong series

 

Palabra hablada, palabra olvidada

El viernes me olvidé de que tenía blog. De que tocaba escribir una entrada, y también de su existencia.
Les pido perdón a los incautos que se hayan acercado a Champawat, poniendo su vida en peligro, y se hayan encontrado sólo con el aliento fétido de la tigresa y nada para leer. Nada nuevo para leer, quiero decir.
Estos días también me olvidé de mí. Una está siempre mirándose el ombligo y su flora autóctona, pero a veces soplan vientos que te alejan de la orilla. Juegas a la estatua en el agua, aferrada a una vela imaginaria, y ya no tienes manera de volver. Algo así.
El otro día contesté una entrevista y no me reconocí en las respuestas. Le pedí perdón al entrevistador y le dije que ya le mandaría algo cuando el usurpador de cuerpos me dejara en paz. Me pregunto si con el hábito de escribir ficción una acaba siendo un personaje de sí misma. O si el bosque es tan denso que una ya no sabe cómo regresar y mirar las cosas con la cara limpia.
La tigresa se acerca, me husmea y veo que ha masticado mucha humanidad esta semana. Bien por ella.
Ayer celebramos el cumpleaños de Estación Spoken Word en ese lugar mágico que es Sa Possessió. Toni y Victoria hicieron un festejo precioso, con tarta incluida, y nos reencontramos con DYSO, que ya casi es isleño, y sus palabras saltarinas, que ayer sonaron más cercanas, más al oído. Conocimos a Batania y su musa. Nos emocionamos con Max Fernández Riera dejando volar al pájaro azul y recitando esos poemas suyos que me ponen la piel de pollo cada vez. Estaba todo Agente Noviembre con galletitas con monograma, ron y unas ganas de jolgorio total. Al lado, Eva se encargó de que el stand de Sloper despachara ejemplares de La reina del burdel como rosquillas. Enfrente el stand muy cuco de Ediciones La Baragaña y Casabierta Editorial. Lourdes Durán es quien hizo la foto que cuelgo aquí. También recitaron Biel Vila, Annalisa Marí, Tomeu Ripoll, Delfín… y espero no olvidarme de nadie.
Yo leí un texto aún inédito sobre personas primitivas y formidables (algo que está a punto de aparecer en formato electrónico y de lo que les hablaré muy pronto), y Flor Negra, que ya leí en mi primer slam el 25 de julio pasado.
Fue una noche de domingo en la que pareció que las palabras eran amables, que unían en abrazos. Pero no. En Champawat sabemos que la tigresa empuja con su hocico hasta que las palabras nos levantan la piel a mordiscones y ella puede ver qué hay debajo.

 

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Foto por Lourdes Durán.

Una no tan joven promesa

 

Promesas.

Prometí que no iba a hacer esto. Pero soy una chica que a veces rompe sus promesas, qué le vamos a hacer. También soy propensa a las efemérides y los festejos de aniversarios insignificantes. Son taras que una tiene.

En estos días mi primer libro, La reina del burdel, cumple un año. Desde aquí gracias a Román Piña, a Sloper y al Cafè Món, a todos los amigos de la vida que me soportaron durante la escritura, la correción (durante la cual, entre otras cosas, asistí a un parto hermoso y adquirí más fuerzas de las que podría describir) y los días previos a la presentación. (Fotos aquí). Gracias a los amigos de Mostros que se hicieron eco de toda esta locura y quisieron leerme, gracias a los muchos nuevos amigos, a las poetas que me animaron a leer en voz alta, a la gente que día a día me da sorpresas enormes, los muchos mensajes cariñosos, la gente que me cuenta que está leyendo el libro y de repente alguien llama para recomendárselo, ese milagro del boca a boca y la sincronicidad. Gracias a los amigos modernos amantes de las redes que se hacen fotos con el libro (y su hermosa portada por Don Rogelio J) y las cuelgan y las mandan por sms y mms y whatsapp y Twitter hasta que una queda desmayada de tanto amor. Hasta que el libro llega a una segunda edición que, por lo que me cuentan, no está muy lejos de agotarse.

Gracias, de corazón, a todos. Una es sólo una pared y si ustedes no estuvieran ahí jugando a la pelota conmigo, yo ya no tendría fuerza para gambetear.

No quiero olvidarme que la primera vez que publiqué en papel fue, otra vez gracias a Román, en La Bolsa de Pipas, hace un par de años. Por eso, otra vez todo confabula para que un nuevo texto mío aparezca en La Bolsa de Pipas de este trimestre. Mi texto se llama Quebrantahuesos. Y como pueden ver, soy por primerísima vez chica de portada, junto a Don Michele Dalmau, alias el Padrino, a quien por una vez no ofrezco mis respetos pero sí muestro mi amistad azotándolo con el libro rojo de Jung. Cosas que pasan en las librerías de Palma después de un gin tonic vespertino (sin pepino).

No se pierdan este nuevo número pipista. Y gracias, como siempre, por vuestra amable atención.

 

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Foto por Román Piña.

 

 

 

Berta y los perros

 

 

 

No me hace bien quedarme sentada en el sofá acordándome de Casimiro y ese viaje que me mezcló tanto los sentimientos, así que me levanto y meto la cabeza debajo de la canilla. Hay recuerdos que sólo se quitan con agua fría. Además siempre me queda bien el pelo mojado.  A los hombres le gusta, les da una sensación como de intimidad, de ducha compartida. Les hace pensar en otras humedades, o en alguna película sudorosa de cárcel de mujeres o reformatorios o algo así.

Al de Santa Teresita le encantaba mi pelo mojado porque le encantaba Edda Bustamante, por ejemplo. Ven, cómo se me va a ocurrir salir con alguien de Santa Teresita. Son esas cosas que pasan en las vacaciones. Vas a la costa y conocés a alguien de Santa Teresita y por algún motivo te quedás pegada. La manera de hablar, las pausas, sus pasión por los coches y las películas de reformatorios, yo qué sé. Todo eso que parece tan tierno y exótico al principio cuando pasan dos meses lo usás en su contra. El de Santa Teresita y yo no tuvimos dos meses. Todo el tiempo me decía que me iba a venir a ver y después no fue capaz de tomarse un micro. Se gastaba toda la plata en repuestos pero no tenía preparado el auto y por eso no venía, pero decime vos si no podía sacar el auto aunque no tuviera el alerón perfecto, aunque se le viera la fibra de vidrio por un costado. No tenía plata para el micro, tampoco, porque se la había gastado toda en el alerón. Un pelotudo.

Otro al que conocí con el pelo mojado fue el de la rotisería fashion. Una de esos delivery modernos, muy iluminados. Es el horror de nuestra época, reformar algo tan tradicional y sencillo como una rotisería. Me produce la misma urticaria que a la Micropunto con sus bares. Mi amiga la Micropunto llora y se lamenta por todos esos bares de Corrientes, porque esa es la onda que le iba a la Micropunto. Llora por los bares de mesas marrones, donde la gente llegaba luciendo libros como cucardas, que de repente se transformaron en peceras dicroicas con barras modernosas, y los mismos mozos de siempre con una mueca nueva y triste.

Y eso es lo que pasa: una va a una rotisería fashion y se encuentra con elementos indeseables, como el mamerto este que me crucé esa vez. Él era flaco y paseaba un perro afgano y eso tendría que haberme dado la primera pista de que era un nardo. ¿Saben por qué? Porque los tipos que valen la pena se pasean con pastores. Pastor alemán, pastor belga. Pastor irlandés, si me apurás. Doberman y pitbulls no, que son unos perros de mierda, neuróticos como sus dueños, y una no quiere ese toque en un hombre. Pero un hombre que pasea pastores está bien. Un perro viril, con porte. ¿Y los que valen la pena? Los que se pasean a sí mismos como si fueran el campeón del barrio. Los que se mueven como por una competición de salto y obediencia, divinos, seguros de sí mismo.¿Otros que valen la pena? Los que no tienen ningún perro, ninguna cuenta en la tienda de alimento balanceado, ningún gasto extra de veterinarios, esos se pueden gastar toda la platita en vos. ¿Y los mejores de todos? Los que pasean a sus novias de la manito como trofeos, vestidas y perfumadas y divinas. Esos mismos. No importa si ellos van con jogging y ellas divinas, ahí el trofeo es una y ellos lo saben, y nos dejan que brillemos. (Si la mina es una misma, mucho mejor claro).

Pero yo me vengo a fijar en este huevón, con el afgano. Perro fifí de pelo largo, seguro que tenía el sofá lleno de pelo blanco, imposible ir con una petite robe noir a un hogar con afgano, pero todo esto lo estoy imaginando, porque el muy mamerto nunca me invitó. Me lo transé contra un árbol en la calle que llevaba a la estación, cada uno con su bolsita con el pollo al spiedo, él con ensalada rusa, yo con papas fritas, yo con la otra mano ocupada con la correa de Borisbecker que quería hacerle un reconocimiento anal al afgano (para Borisbecker cualquier agujero es trinchera), el señorito también con las dos manos ocupadas, claro, con la que no sostenía el pollo sostenía al perro, a la correa del perro quiero decir. Y, un dolor de ovarios, qué quieren que les diga, transar así, sin manos, en medio del baile de Borisbecker y el afgano que me iba a llenar la ropa de pelos. Y como me agarró con la guardia baja se me ocurrió darle mi teléfono y, obvio, después me arrepentí. Entonces hace rato que no voy a la panadería de la vía, que tanto me gusta, por no pasar por la rotisería fashion. Porque no tengo ganas de encontrarme a este salame.

 

Borisbecker abre un ojo en medio de su sueño post-canto-tibetano y me recuerda que no hay orto que me venga bien. Y que tampoco me salen demasiado bien las cosas últimamente.

Desde el sofá, con el pelo mojado y esta corriente que me viene derechito del balcón para provocarme una tortícolis o una sinusitis, pienso que, como siempre, este perro puto tiene razón. Esto no es el ensayo general. Esto es la posta. ¿Me voy a pasar la vida así, pensando qué me favorece más, si el rubio claro claro, el rubio dorado ceniza o el rubio muy claro dorado? ¿Me favorece ante quién? ¿Ante los que no sueltan la bujía para ir a verte o antes los que le dan más bola al perro que a vos? ¿Si me tiño el pelo de rubio platinado le gustaré más a los amantes de los afganos? Tanta depilación, tanto gel de zanahoria, tanto bajarse los breteles en la playa para que no tener marcas en el escote y ¿de qué me sirvió?

Tal vez tenga que dejar de pasarme la vida sentada en el sofá escuchando a mi perro castigarme telepáticamente. Necesito un plan de acción ya. Sólo se me ocurren tres personas que puedan ayudarme.

 

 

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Guía definitiva para lograr el sonido Mostro

Mañana hay concierto de mi banda, Mostros. Será el último concierto hasta dentro de un tiempo. Nos tomamos unas vacaciones para recobrar energía, y todavía no sabemos cuánto tardará la energía en presentarse otra vez, burbujeante y esplendorosa, como esas hadas esféricas de las películas de Disney.
Mentiría si dijera que no estoy un poco así, ligeramente triste y rara, porque todos sabemos la ansiedad que genera el juego bobo al que suelen jugar los novios, ese horror de “pedirse un tiempo”. Una banda muchas veces es como un noviazgo multitudinario (me estoy metiendo en terreno pantanoso aquí pero déjenme elaborar).
Mostros no nos pedimos un tiempo, porque lo que subyace, la amistad total, esa entidad inquebrantable que uno reconoce cuando mira al otro a los ojos, eso no está ni estuvo nunca en juego. Eso es algo que me llena de gozo: que a pesar de los comienzos turbulentos, una mudanza de continente, varios años sin papeles viviendo juntos en un piso (que podría haber sido el de Gran Hermano, porque nació al mismo tiempo que la edición española de GH) y todo todo todo en contra, esta formación de Mostros haya sabido mantenerse unida, heroicamente y estoicamente, como decía el gordo Casero, durante casi doce años.
¿Saben qué nos mantiene unidos, además de la amistad, la música, el amor por las mismas bandas y los mismos postres? La risa. La manera en que día tras día, año tras año, nos reímos de nosotros mismos.
Ojalá hubieran podido estar ayer, como mosca espía, en el último ensayo de Mostros antes del último concierto antes de las vacaciones. Fue muy divertido. Fue un delirio. Nos olvidamos de canciones que tocamos cada día, y salieron perfectos covers que no hacíamos hace meses. Por supuesto, también quisimos reflotar temas olvidados, y agregar arreglos de último momento a canciones a las que nunca se les cambió una corchea desde el día en que se tocaron por primera vez. Es evidente que esas cosas no se pueden, no se deberían hacer. Pero nosotros las hacemos porque somos los Mostros.
También tuvimos una idea fantabulosa sobre cómo mejorar el sonido en el local de ensayo y cambiamos todos los equipos de lugar, y luego nos pasamos un buen rato “buscando el sonido”. Ayer. Porque somos los Mostros.
Y también se nos ocurrió que, dado que todos los que pasaban por el patio comentaban lo muy bien que se oía desde fuera (“como si tuviera un compresor”, comentó alguien, entusiasmado), no perdíamos nada con probar. Y probamos tocar afuera un rato, al fresquito, tres de nosotros estirando los cables al límite, saludando a los vecinos del local, dejando al baterista, of course, sentado en su lugar y mirándonos con esa cara que sólo sabe poner él.
¿Por qué? ¿Porque somos los Mostros? No, porque somos unos boludos bárbaros.
Unos emocionados de la vida, en el fondo. Pero ay qué manera de reírnos.
Todo esto significa que no cambiaría a esta banda por ninguna otra del universo conocido, y que esta banda es así porque la hacen así mis queridos mostris, Alejo, Larry, Juanmi. Cómo los quiero, monguis.
Firmado: vuestra ovárica y muy cursi vocalista.
Nos vemos mañana en el Teatre de Lloseta.

(Esto se supone que iba a ser una introducción para mi texto sobre punk rock, que fue publicado en el número de marzo 2012 de Agitadoras. Pero creo que ya me extendí lo suficiente. Y si quieren, pueden ir aquí y leerlo)

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Foto por Ferrán Prieto.

  1. Nicolobo Ramos en 21 septiembre, 2012 en 15:16 dijo:

Oooooooohhhhh que me emocionas estúpida !! No hay nada mejor en el mundo (después de la pareja y -ay!- los hijos) que tener una banda. de musica.

Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta.

 

Estoy con los ojos vendados en una mesa larga. Me acercan copas de vino y digo cuáles son. Es como jugar a las adivinanzas. Siempre fui la mejor jugando a las adivinanzas. Tanto probar vinos de aquí y de allá en las cenas caras que paga Casimiro, mi amante polaco, ha dado resultado. Los demás invitados alucinan:

—Esta muchacha. Esta muchacha es una auténtica nariz.

Casimiro ríe complacido. Oigo el chaskiboom de su dentadura. Chasquea lengua y dentadura frecuentemente, un tic que odio pero que no puedo mencionar para no ofenderlo.

—Mi Bertita es una joya.

Me besa la mano, y sigue besándome, brazo arriba, como Pepe L’Amour, hasta llegar al hombro, descubierto por el vestido color visón que me compré durante mi último ataque de pánico.

Me quito la venda.

—Ya está, me aburrí.

Sonrío con muchos dientes para que se luzca la limpieza de ultrasonidos que me pagó Casimiro.

—No no no, nada de eso — dice una señora con nariz de papagayo y aros de esmeraldas tan grandes que los lóbulos le cuelgan, estirados. Se ve que todavía falta una pequeña batalla de vinos de la tierra.

Levanto una ceja y miro a la Señora Papagayo. Más esmeraldas asoman entre los pliegues de su cuello arrugado, ocultas apenas por un tremendo chal de seda cruda color champagne.

Me recuesto en la silla durísima. Color champagne, color visón. Siempre cosas caras, llenas de glamour. ¿Por qué nunca decimos color primer pis de la mañana, color vómito de lentejas, color leche de soja rancia?

De hecho, un ligero pero inconfundible olor a pis me llega a través de la mesa. Duda entre la Señora Papagayo y la Señorita Vestido Blancanieves. Siempre hay una nostálgica de Disney en estas fiestas. Ajadas damiselas infantiloides y a la vez incontinentes.

—¿Me querés? —le pregunto a Casimiro.

—Sabes que sí. Eres una reina, y además estuviste fabulosa cuando describiste ese merlot.

—Repito las boludeces que leo en las revistitas del ramo— dijo a través de mi sonrisa ultrasónica, sin mover los labios, como Borisbecker.— Ya sé que me querés. ¿Soy linda? ¿Te gusta mi vestido?

—Eres fabulosa.

—¿Y mi vestido?

—También.

Pienso que nadie puede jactarse verdaderamente de hiperolfato si no es capaz de rastrear a una persona a través de los mares. En este momento, por ejemplo, extraño horrores a mi amiga la Micropunto. Sus cartas huelen a frustración, a otra dieta truncada, a galletitas Lincoln, a jugo Cepita de naranja y uva. Qué hago con estos datos, me pregunto. Adónde me lleva ese rastro. Todavía no puedo volver.

Tengo este hiperolfato desde chiquita. Siempre reconocí las colonias de las tías, quién se lavaba con jabón Heno de Pravia (náuseas totales), quién usaba jabón blanco de lavar la ropa.

Un par de copas más tarde, logré escabullirme con la vieja excusa de empolvarme la nariz y me fui a curiosear por la casa. Llegué al jardín de invierno, una estancia acristalada donde el aire era tan denso como en una selva. Caminé entre helechos de mi tamaño y otras plantas monstruosas que no reconocí, hasta que me di cuenta que no estaba sola. Un señor engominado, muy buen mozo, se paseaba bajo una especie de ficus de tronco retorcido y fumaba un cigarrillo. Había tanta humedad en el ambiente que la punta del cigarrillo parecía pintada. Le pedí uno. Me dijo que era una lástima que fumara, con mi olfato tan desarrollado. Yo contesté que sólo fumaba los fines de semana.

—Salgamos, aquí vamos a ahogarnos.

Abrió una puerta de cristal que daba a la galería y, más allá, el jardín. Afuera también había mucha humedad y las nubes bajas reflejaban el resplandor de la ciudad a lo lejos.

Siguió hablando maravillas de mi cata de vinos. Se ve que él podía conseguirme un puesto de nariz. Tenía muchos contactos. Yo podía elegir, bodega o casa de perfumes. Dije que muchas gracias, pero que ya tenía un trabajo.

—Ya tengo un trabajo.

—¿Y cuál es ese trabajo?

—Un trabajo antiguo y divertido. Adorno.

—¿Perdón?

—Dama de compañía— batí las pestañas y me reí escandalosamente, pero él no me celebró el chiste. Hay humores que son más difíciles de desenredar que jugar a las adivinanzas. Lo tomé del brazo y le hablé al oído (que olía levemente a gomina, caspa y cerumen):

— Cuando Casimiro se aburra de mí, pídale mi teléfono. Ahora no— lo miré a los ojos con expresión de cervatillo herido — el polaco es muy celoso.

—¿Dónde vais ahora?

No le dije que tenía muchas ganas de volver a casa y mostrarle el botín a mi amiga. Que tantos días sin poder compartir mi tesoro hacía que los estuches de maquillaje parecieran usados y deslucidos.

—Nos vamos unos días a unos balnearios en Suiza… después no sé— sonreí ante una idea súbita— Espero que haya raclette. Siempre me encantó la raclette.

—Seguro que encontrará raclette en Suiza — dijo el caballero, afable.

—Dios lo oiga. ¿Sabe qué? Siempre me quedo con hambre con tanto canapé minimalista.

El señor buen mozo se rió y los cristales temblaron un poco, como si le hubiera pedido prestada la risa a Jack Nicholson.

—Berta, es usted un encanto. Haré que le traigan más comida.

— No, no, más miniaturas de estas no.

—¿Qué le apetece?

—¿De verdad me pregunta? Entonces… Entonces, hágame un favor. Vaya a buscar a Casimiro y dígale que nos va a llevar a uno de sus lugares favoritos— hice una pausa para lograr unos ojos de Bambi convincentes.

No me costó mucho. Mirándome los zapatos color provoleta mojados de rocío, pensé en ese agujero que hacía días que no podía llenar, en lo mucho que extrañaba a mis amigas, en Borisbecker aullando en el balcón, en La Mezzeta, en Banchero, en El Cuartito, en Aceituna y su mandíbula temblorosa, y volví a mirar al señor con unos ojos que casi casi lloraban de verdad:

—Por favor, buen hombre, lléveme a comer una pizza.

 

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Imagen: Invernadero en Botanisk Have, Copenhague. Foto por Macky.

 

 

Menú fermentado en Formentor y otros puntos del camino

 

De entrante:

  • zapallitos grillados con ajo y albahaca dulce
  • queso scamorza
  • paté de zanahorias y castaña de caju
  • silencio mental cuando lo necesario es hablar del silencio
  • conversaciones sobre sexo cuando lo necesario es practicarlo
  • la certeza de que ya se ha practicado bastante
  • ensayos generales para una farsa más

 

Seguimos con:

  • señores extranjeros que estudian la historia del siglo pasado y necesitan un aventón a este siglo
  • trabajos de parto relatados por whatsapp
  • un hostal de montaña en China donde dejan las botellas de cerveza sin abrir en la mesa de los clientes
  • el truco chino para abrir botellas
  • señores moderadores enamorados de su propia voz y que sumen al respetable público en un sopor infinito
  • señoras con cabellera infernal y adornos angélicos, con miradas que dicen más que toda la Enciclopedia Británica
  • un rincón en una glorieta perfumada y umbría
  • señoras que creen que la gente deja de escribir sobre Dios porque ahora se preocupan por los derechos de los homosexuales
  • encuentros vespertinos de piano y cuaderno
  • la diferencia entre enamorarse de personajes o enamorarse de personas o acertar con la historia
  • aprender sobre la vida leyendo entre líneas de las mentiras que la gente decide contar
  • el argumento de la altura utilizado a la vez por cincuentones y niñas de ocho años
  • señoritas que deciden aunar fuerzas en aras de la musicalidad
  • conversaciones sobre maternidad demasiado profundas como para mencionar a los hijos
  • gente con manojos de etiquetas listas para repartir
  • el cubículo correcto donde guardar un bolso
  • un lugar de la pampa de cuyo nombre no quiero acordarme
  • Leila Guerriero hablando de Madame Bovary como la novela en contra de sí misma, y leyendo un texto tan brillante como su entrevista a Aurora Venturini en Gatopardo
  • arsénico espumoso y mujeres de corazón negro
  • Marta Sanz y lo que asusta a los hombres es la sangre y el placer que no vacía
  • el placer no nos vacía porque siempre podemos enganchar un vagón más a este tren
  • lo mucho que hacía falta el Señor Lobo entre tantos hombres chupándose las pollas
  • los caminos inescrutables del chemtrail
  • bajar escalones hacia el mar
  • girarse y ver una estela en el cielo, y entender que detrás de esa huella en el azul está Bradbury y el lanzamiento del último cohete del verano

 

De postre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Imagen: Ava Gardner en el yate de Samuel Bronston en Mallorca, por Dennis Stock.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Liberen a Berta

 

  

Tanto actividad onírico-musical me deja absolutamente reventada. En el sofá, aturdida, me acuerdo de otro sofá. Me acuerdo de un almuerzo en un restaurante japonés de Barcelona, en mi primer viaje con Casimiro. Él se había quedado en el hotel. Un denso como tantos otros, viviendo exclusivamente para los clientes y los balances trimestrales, pero con mucho más dinero que los inmediatamente anteriores. Para reafirmar esta convicción, yo me fui de compras como si no hubiera un mañana. Y tal vez no lo había: no estaba segura en qué momento me pinchaban el globo con un pasaje de vuelta a mi departamento con las plantas secas en el balcón y demasiadas bandejas de delivery en la heladera.

De camino al restaurante había visto un grafitti brutal en una pared: Sólo solas somos libres.

Comí mi bol de fideos gruesos y sopa japonesa, y mastiqué un trozo de bambú y esa frase. Se me quedó pegada a una muela. Me empalagó después del postre crujiente de banana. Intenté bajarla con té kukicha. Enfurecida, admití que todo el almuerzo no sirvió para sacarla de mi organismo.  Algo dentro de mí sabía que tenía que aplaudir las veinte letras de esa frase, y otra quería salir corriendo al sofá Chester del hotel, a contárselo a su novio.

Qué disyuntiva, fijensé, la huida o el sofá. En el sofá, que tenía horario europeo, habría ojos entrecerrados, mantas de cashmere, el mando a distancia (o control remoto, como prefieran). En el sofá un rato más tarde estaría yo, como un gato, ronroneando al punto del espasmo, vendiéndome panza arriba, sin el menor atisbo de dignidad, por unas caricias, un bolso, dos vestidos y un neceser lleno de maquillaje nuevo, en primorosos estuches negros y dorados.

Había sido un almuerzo sexy, después de todo. Sexy por que estaba sola, y bien vestida. Sexy porque me había llevado una revista para no parecer que estaba tan sola. Sexy porque era un lugar en penumbra con mesas muy juntas, que invitaba a que se te sentara al lado algún ejecutivo, algún turista ricachón o algún otro espécimen de esos que nos gustan a las chicas solas. Me encantaba comer en ese lugar. Era sexy sobre todo porque consistía en sushi. Mi plato preferido era una sopa con fideos de esos muy gruesos y en forma de prisma alargado. Fideos con forma de paralelepípedo. Qué palabrita tan divertida. La aprendimos hace hoy un millón de años, ¿y sirve para qué? Tan sólo para esta clase de analogías, nada más que para eso. Cuando una llora a gritos porque no le sale la regla de tres compuesta, o porque no sabe cómo encontrar el objeto indirecto, los padres y los maestros siempre dicen estudiá que después te va a venir bien en la vida. Bueno, yo les informo: es mentira. Déjenme que les confirme: la mayoría de las veces esas cosas no sirven para nada. Salvo pequeños momentos cristalinos como este: un mediodía de lluvia en que pese a la humedad que te apelmaza un poco el peinado te sentís sexy y divina a partes iguales, y después de un rato de estar mirando fijamente el bol humeante te acordás la palabra, y podés aplicarla a la forma del fideo que forma el manojo que descansa en la sopa.

Paralelepípedo.

-Seño, se confundió, puso dos veces “le”.

-No, chicos, es así, está bien así.

Es un paralelepípedo, sin dudas, bastante alargado, y me gustaría saber a quién le sirve acordarse de una palabra así. Tal vez los arquitectos o ingenieros o diseñadores industriales encuentren una utilidad real para palabras como esa en sus vidas. A mí ni siquiera me sirvió para sacarme de la cabeza ese grafitti horrible, subversivo y mala onda. Por ende, después de pagar mi cuenta y dejar una buena propina corrí hacia el sofá de la habitación del hotel y me quise morir durante un rato hasta que Casimiro haciendo zapping enganchó Friends.

 

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