Distancia congela tiempo

La palabra «pulverizar» ya no puede utilizarse a la ligera, después de que Alejandra Pizarnik la colocara en su cuaderno para hablar de ojos, párpados, flores. Alguien se atreverá a sugerirnos diccionarios amables que nos regalen sinónimos, pero hace rato que una escribe en los intersticios de la vida real. Una escribe de parado, como quien consume dos porciones de Ugi’s, una de muza, una de fugazza, ensanguchadas, en un rincón preferiblemente cerca de la ventana.
Entonces a veces hay que jugar a esto sin la ayuda de poetas, sin la ayuda de diccionarios.
Estamos hablando de pantallas enteras de un videojuego en el que no nos dan skates, cascos, hachas de pedernal como en el Wonderboy, tan sólo un punzón de hielo. (Si alguien se siente inclinado a pensar en Sharon Stone en este punto, tiene mi bendición. Yo no descruzaré las piernas hasta dentro de unos días; vayan a buscar esa imagen a otra parte).
Un punzón de hielo, entonces, y con él la necesidad de acribillar un mar congelado, un mar de cristal, hasta reducirlo a fragmentos transitables.
La distancia congela el tiempo y nos permite levantar la cabeza y ver estrellas muertas. Es un truco del director de arte de todo esto, un truco que Carl Sagan podría explicarnos. Yo soy sólo una chica con remera rockera y no tuve tiempo de estudiar astrofísica. Por eso prefiero sentarme con la cabeza en la falda de Carl, escucharlo mientras nos cuenta ese cuento, maravillarme.
¿Y hasta cuándo es lícito que una mujer se sienta una chica? ¿Tendrá que ver con la adaptación, el menos común de los sentidos, la cordura, el escalafón?
Ahora debo decirles que uno de los riesgos de escribir on the road es que se te borren párrafos enteros gracias a gestos descuidados. No importa. No hace falta que nos lamentemos, que conjuremos la sensación de los rollos perdidos en la Biblioteca de Alejandría. Aunque, si les soy sincera, a mí me da tanta pena perder un jardín colgante como un anaquel.
Detrás mío, en esta cola que avanza lentamente, un señor madurito y bastante pelotudo juega, con fruición y dos pulgares, a un videojuego con volumen infernal. Debo confesar que, antes de que desenfundara el dispositivo y nos ensordeciera con sus burbujas, sus marcianos o lo que sea a lo que está disparando, lo había mirado con curiosidad. Había algo en su bufanda, en su mandíbula. Ahora le clavaría mi punzón dos centímetros debajo de la línea de su quijada sin dudarlo un instante. Eso me distrae lo suficiente como para reflexionar sobre cuándo es realmente indispensable un picahielo.
Y entonces pienso que si, además de congelar estrellas muertas, la distancia sirviera también para congelar el mar, yo podría patinarlo.
Ahí está. Me voy patinando sobre hielo. Una manera amigable de acuchillar el mar.
En las colas, en los bondis, en los subtes hay dos clases de persona. La que escucha música con su dispositivo en pantalla bloqueada y baila lentamente al ritmo de una música que jamás adivinarás, y la que enarbola la portada del disco con el brillo al máximo para que todos sepamos a qué viene su headbanger o su oscilación. O su cara de nada. (Yo no soy de esas; a mí se me derrama la música en el cuerpo y todos se dan cuenta).
Me pregunto si dejar o no que se perciba lo que escuchás es el equivalente a llevar los discos guardados en bolsita cuadrada o visibles bajo el brazo.
Me pregunto si tiene algún sentido desplazarnos aturdidos y mirando pantallitas. Sólo sé de mis ganas de patinar, de jardines colgantes en espera, de habitaciones silenciosas y cosas que se despiertan y susurran y gritan.

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Imagen: Fotografías de estructuras de hielo por Jessica Rosenkrantz.

 

 

Menú de noviembre

Noviembre, mes silencioso en Champawat, con probabilidades de tormenta en el mundo real y aledaños.
En el menú de este mes tenemos:

– escribir sentada delante del fregadero sólo porque la luz es perfecta
– palmeras bajo un cielo helado, crujiente de estrellas
– desconocidos con flor de lantana
– pelar un montón de maníes para un plato tailandés
– escuchar minto
– niebla sobre los naranjos
– papas fritas a caballo y pan para mojar
hacerle cantar blues a la devota esposa de Rama
– gatos sin nombre
– distancia amplificadora vs distancia lacerante
– un sofá con luz naranja
– vermú y lágrimas
– un jardín de trébol y capuchina
– el grado de verosimilitud que necesita una telenovela
– empezar una maratón y abandonarla
– amigos más atentos y organizados que la Guardia Pretoriana
– morder una coca de patata y que una nevisca de azúcar caiga sobre tus jeans
– complejos programas de centrifugado y sus muchas lucecitas
descubrir un tema de Chuck Berry a través de una versión, a esta altura del campeonato
– deseos de alféizares con nieve
– escribir pequeños textos con mimo y dedicación, como quien rellena una solicitud para obtener el carnet de Bella Durmiente 2.0
– karaokes con plus aditivo de salvación eterna
– un montón de niños sabios: nenas con falda de rayos, nenes que caminan solos, nenas que claman por su autosuficiencia, nenes con guitarras miniatura, nenas a punto de asomar la cabeza al mundo
– aturdirse con auriculares todo el día vs la desgracia de quemar los auriculares en la estufa
– flores y flores de la planta más dulce
– cabañas para escribir que ascienden a la categoría de cielo protector
– no pedir bolsa en el supermercado para ahorrar 2 céntimos, y pasearse por la avenida con una botella de vino en la mano, y un pan.
– viajes astrales low cost
– la certeza de que 40 días es lo que duran el diluvio universal, las tentaciones en el desierto, las estancias con amigos después de resucitar.
– caminar al lado del mar hasta romperse los talones
– abrir la mano para dar, pero también para recibir y para aceptar la pérdida
– y todo para no entender nada

De postre:
– tarta tibia de manzana y romero
– muffins de arándanos
– chupetín Kojak en el cine
– leche con miel para no dormir

 

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Image: Light projection by Tony Martin

Bailemos

Nunca he necesitado pastillas para bailar. Voy por la vida con efecto-lanzadera-musicoespacial incorporado.
Pero pongamos esta canción. El look de la banda es deleznable, y creo que en la vida he escuchado otro tema de ellos. Y sin embargo imagino que, en el 0.39, la pastillita ritual pega un salto al vacío, se queda en suspensión durante un microsegundo que por arte de hechicería parece durar un eón, y luego rebota en tu hueso púbico, que se distiende hasta envolver los astros, anche la nebulosa de Oort, un certero golpe que tiene la intensidad de un palo contra las pantorrillas pero un palo hecho de bocadito Cabsha y duraznos en almíbar, un dolor de caramelo que flota y viaja con la tensión aérea de un la recién salido del diapasón.
Y después sí, todo es anbilívabol.

http://www.youtube.com/watch?v=EyHgVEbQ_nY&sns=em

¿Es así, acaso? ¿Alguien tendría la bondad de confirmarlo? ¿A alguien más le ocurre?
Desde luego, hay muchos otros temas, de variados géneros, que incorporan esa parada gostosinha, pensada para llenarte de felicidad y transformar tu vida en un videoclip. Con o sin ayudín.
Mi playlist de bailar frente al espejo estaría necesitando más especímenes. Sean buenos y cuéntenme con qué canciones sacan los zapatos de dancing, y/o cuál es el minuto-youtube que los transforma en guiñapo blando, en mascota predilecta del DJ.
Bailemos.

 

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Imagen: Please lose the shoes, by Amy Sullivan.

 

Berta SS, primera temporada triunfal

Agitados días, amigos atigrados. La buena nueva es que la cobertura ha vuelto a Champawat. Pero todo indica que los guionistas de Berta SS han aprovechado la desconexión para huir – ellos se juntan, el viento los dispersa.
Antes la imposibilidad de ubicarlos y traerlos de una oreja, esta vecina decide cerrar la temporada con una necesaria lista de episodios. Disfrúténlón.

Y gracias desde ya a la teleaudiencia y los radioescuchas por seguir atentamente cada uno de los 16 episodios de esta primera y triunfal temporada. Berta los quiere y Borisbecker se hace pis de contento y después se revuelca sobre sus propias humedades.

Berta SS – 1×01 Berta SS (Siempre Sexy)
Berta SS – 1×02 Berta SS y la controversia de los Sea Monkeys
Berta SS – 1×03 El Jesús personal de Berta SS
Berta SS – 1×04 Berta SS y el espacio-tiempo
Berta SS – 1×05 El malhumor de Berta y sus amigas
Berta SS – 1×06 Berta llama a la rotisería
Berta SS – 1×07 Aceituna y sambayón
Berta SS – 1×08 El plan B de Berta
Berta SS – 1×09 Algo tiene que pasar
Berta SS – 1×10 Liberen a Berta
Berta SS – 1×11 Hiperolfato, sonrisa ultrasónica y otras virtudes de Berta
Berta SS – 1×12 Berta y los perros
Berta SS – 1×13 Berta llama a la Residencia Bogdanovich
Berta SS – 1×14 Micropunto al habla
Berta SS – 1×15 Berta hace la tercera llamada
Berta SS – 1×16 Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

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Photograph of blood and milk by Frederic Fontenoy

Atormentada II (el regreso)

Este texto acaba de aparecer en el número 37 de la revista Agitadoras. Es tal vez una continuación a o apéndice de “Atormentada”, uno de los cuentos de La reina del burdel.

 

 

 

A veces camino por torrentes sin agua. O me llevan en bici por el lecho de algún río, entre risas. Otras veces me siento más profunda que cualquier océano, aunque esto que digo no tenga profundidad alguna.
Extraño la arena gruesa y me paro frente al mar a que el viento me vuele lo que sea que se me haya posado en los párpados estos días. Esta mirada de loca afiebrada que se me ha puesto.

Sentada como una gallinaza sobre una veleta, cambio la sudestada por el llebeig y vuelvo a la sudestada. Es todo lo mismo, grado más, grado menos.

Miento para sentirme fuerte e importante, y tiro una moneda que primero no quiere que la arroje y cae al suelo, y después me dice, nena, andá para casa.

Me dice que no hay razones, que no hay motivos. Que tal vez la erupción de prominencia solar helicoidal haya tenido algo que ver. Que el terreno estaba arado, que no es el viento, que no, que no es un viento en particular.

De pie en un balcón con vista a la rompiente, mojada sin remedio desde hace demasiadas horas, me alejo cuando las olas se acercan.
¿Cómo se explica esto? ¿Este susto repentino cuando la ola me salpica?
El único mar que admito quedó atrapado en una noche de insomnio, y lo que verdaderamente me moja, más que estar de pie aquí, es el espejo que me han puesto enfrente.

Mirar al mar tiene dos riesgos. A veces te pone en un lugar muy visible, en una línea de tiempo sagrada entre ancestros y posteridad, y entonces brindás silenciosamente por todas las tribus que han mirado el horizonte y su telón de olas.

Otras veces el sonido te vacía y por más que busques una palabra, una definición, sólo queda el agua golpeándote las costillas por dentro, jugando con tu diafragma, ahogándote de dentro hacia afuera.

Y en esta noche nublada el mar se rompe y el viento golpea y los barquitos iluminados son el acento en esta canción peligrosamente cursi que dice que el mundo es la casa de todos.

Tengo compañeros que juegan con el viento. Ellos van a lo suyo y permiten que yo me enfríe frente al mar, frente a este mar habitado por pequeños rostros sonrientes. Conmovida, la gente de buen corazón se asoma por los ventanucos de sus camarotes para saludarme a la distancia.

No me ven pero me adivinan. A veces ni yo misma me veo, y tengo que andar a tientas sobre mi disfraz para que me vuelva a caber el cuerpo.
Los rostros de los camarotes son el equivalente a las estrellas amables de los cuentos para niños. Por un momento iluminan el mar con sonrisas y senderos de noctilucas.

Después de un rato el vendaval arrecia, y los barcos se meten en la niebla y desaparecen. Vuelvo a quedarme con mi disfraz, ya muy mojado.
Entonces el único que todavía me mira, desde un balcón en otro punto de la bahía, es un chico muy alto y muy negro. Puedo intuir, a la distancia, entre la bruma, su gesto de alarma ante una chica que tira una moneda frente al mar una noche de tormenta.

Mejor no, parece decir.

Me apoyo en el balcón y me gustaría contarles que pude mojarme de olas pero yo sólo admito el mar que quedó atrapado etcétera.

Y le hago caso a la cara que dice que no. Doy un paso atrás. Miro la tormenta como lo que siempre fue: una amiga, una visita amable. El chico de la cara alarmada se gira y se va.

Cuando la tormenta ha hecho su trabajo me voy yo también, y camino y camino.

Muchas cuadras más tarde un chico muy alto y muy negro se levanta del banco de una plaza a la que llegó antes que yo. Me pregunta:

—Hola chica, ¿has visto el viento en el mar?

Y yo le digo que sí, sin miedo y con una sonrisa que reservo para las confesiones de las brujas de mis amigas. Pero el chico también es brujo porque me ha visto mirar.

Su siguiente pregunta es si hay posibilidad de algún curro de diseñador.¿Qué se responde ante algo así? ¿Por qué gotea la coyuntura sobre nosotros de esta manera?

Lo miro con sonrisa de tarada que no entiende, y él se señala a sí mismo, con el desparpajo de quien no tiene un codo roto y puede llevar el pulgar al esternón con toda naturalidad y me dice, con los ojos más verdaderos de los últimos tiempos:

—Yo podría dibujar el mar de esta noche.

Dios que me da tantas palabras en vano no me preparó para nada de esto, se los prometo. Le respondo con entusiasmo genuino.

—Bien por ti.

—Gracias, chica.

Yo no le puedo dar trabajo. Sin embargo podría habérmelo traído a casa para que me dibujara con su acento francoafricano todas las tempestades que me hicieron tirar monedas hasta el día de hoy.

Pero entonces tendría overbooking de compañeros de viento en mi vida.

tormenta

 

Foto por Macky.

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuera

Pasé unas ciento sesenta y ocho horas en encierro voluntario en cabaña alejada de la civilización con la intención de escribirme entera.

Durante mi estancia en las profundidades seguí una dieta a base de jugo de naranja natural, jugo de mandarina y uva embotellado, frambuesas, manzanas verdes, ensalada Waldorf, mi special chicken salad sólo para elegidos, pancito para mojar, vino blanco, pseudo ravioles industriales, ravioles caseros de espárragos, queso mallorquín, mongetes con butifarra, fideos ramen, alfajores BonOBon, agua, innumerables tazas de té negro sin azúcar y dos chicles de menta.

También comí aceitunas en total soledad.

Escuché música sin parar. Instrumental durante la escritura, de la otra durante los descansos. Descubrí un total de siete canciones nuevas. Algunas de ellas fueron bailadas con lentitud, otras con furor sincero.

En estos días aprendí cosas que nunca olvidaré. Tienen que ver con viñas e hinojos, con olivos y cipreses, con la luz filtrándose a través de una parra, con la luna llena entrando por un tragaluz. También tienen que ver conmigo.

Me levanté muy temprano la mayoría de las veces. Algunas noches escribí sentada en el suelo junto a la chimenea y el fuego me acunó hasta que se me perdieron los párpados. Otras veces escribí en una pequeña mesa de cara a la pared, rodeada de bosques pintados por las manos de otros. También escribí al sol, en el porche, envuelta en una manta, mientras una gata jugaba con hojas secas a mis pies.

Una mañana me despertaron los disparos de los cazadores. Volví a dormirme. Más tarde un pájaro golpeó en mi ventana y no supe qué decirle. El último día, mientras empacaba, el mismo pájaro volvió a golpear en la ventana para despedirse. He oído que hay aves que sobrevuelan y miran hasta que deciden bajar.

Caminé mucho por el bosque y rodé en la hierba para adquirir cicatrices variadas con mi torpeza habitual. En un rincón bajo los árboles me senté a mirar cómo la naturaleza me ponía en la mano cosas vivas que no puedo nombrar.

Una noche salí a conducir bajo la lluvia. Los aviones cruzaban la carretera e iluminaban la niebla sobre mi cabeza. Vi aviones llegar y partir con el desapego de aquellos que ya han volado en alfombra mágica. Un puñado de brujas me mantenía en sus oraciones en la distancia.

Cuando volví a casa el cable de los auriculares se había enredado para siempre con mis llaves. Fue un momento penoso y tuve que recurrir al timbre.

Me sobró comida. Bajé unos kilos. No calculé los víveres tan bien como Kerouac en Big Sur, pero tampoco tuve que boxear con el delirium tremens.

MIs gatos están felices de tenerme de vuelta. Uno de ellos me abraza ahora, indefinidamente.

El número de páginas nuevas escritas es aún indeterminado. Quedan mesas por escrutar.

Mis besos hoy saben a gasoil.

Dentro

Salud, visitante. Esto es Champawat, tierra de sangrantes. Aquí nadie se pasea por las calles polvorientas. Todos se quedan metidos en sus casas, atendiendo sus heridas, lamentándose por los que ya no volverán. Afuera hay monstruos. Afuera hay bestias. Afuera hay un criatura que husmea el olor de tu entrepierna y luego se lanza con las fauces babeantes, directamente a partirte la cadera. La tigresa antropófaga te quiebra como si fueras un pichón de gacela. Si tenés suerte y te suelta, tendrás tiempo de mirar el agujero que reluce bajo tus costillas, el lodo oscuro que mana de tu cuerpo.

Yo hace rato que me miro sangrar. Después de cierto tiempo se transforma en un ejercicio interesante, una meditación en movimiento, la mente quieta, la sangre fluyendo hacia donde quiera que tenga que ir. Cuando la sangre coagula, vuelven las palabras.

No hay más que hacer. Quedarse quieta y esperar que la sangre se detenga sola. Y luego sí, volver a salir, buscar a la tigresa, pedirle más agujeros donde meter los dedos.

Estos días he estado patrullando la fronda en su busca. Dentro de un momento me sorprenderá, me tenderá una trampa, me la encontraré mirándome con sus ojos del color de la alcaparra. Ansío ese momento porque sé lo que viene después. El lento balanceo en una silla mientras dejo de gotear.

Y entonces, como buena vecina de Champawat, me encerraré a lamerme y curarme, y si me porto bien habrá palabras nuevas esperándome al otro lado.

Mientras tanto, tienen todas las entradas anteriores de esta bitácora para hacerse una idea de qué pasa aquí.

Vuelvo un día de estos. Y si no vuelvo ya saben en qué estómago encontrarme. Si no los encuentra ella primero.

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Berta, Micropunto, taxi driver, Severino

 

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

Me subo al taxi. La Micropunto me espera arrebujada en una de sus chalinas de setenta y cuatro metros. Empiezo a hablar pero ella levanta un dedo admonitorio, levanta otro y luego la mano se le vuelve araña temblorosa que va a apoyarse en su sien sempiternamente dolorida.
A veces la Micropunto me odia. Pero su odio es pasajero y al final siempre me saca las papas del fuego. Yo también lo hago con ella, de vez en cuando. Después de todo, es mi mejor amiga.

Le doy un beso en la mejilla para suavizar el tema. Hace una mueca pero está tan removida que hasta lagrimea de la impresión.

El taxista parece esperar, con toda la razón del mundo, una señal.

—Se lo digo yo o se lo decís vos.

—A ver cómo se lo decís.

—Señor, vamos cerca de la avenida Maipú, cerca de la Quinta de Olivos.

—¿A provincia? – se gira el hombre, incapaz de contener la emoción de llevarnos al mundo más allá de esa muralla china que es la General Paz.

—Sí, señor, a provincia.

—¿Y a qué calle exactamente?—pregunta el desdichado.

La Micropunto suele emitir un sonido de institutriz alemana antes de empezar a hablar, por lo general cuando está contrariada, que es el 98% del tiempo. Una mezcla de suspiro y respingo. El chofer y yo nos sobresaltamos adecuadamente. Para el pobre hombre es su primera vez, y yo no atino a acostumbrarme.

—(respingo) Más o menos a dos cuadras de la quinta, yo le indico.

Ella sabe que esas tres palabras no se le pueden soltar a un taxista así como así. El taxista refunfuña, mira por el retrovisor, sube la radio, hace toda la performance del chofer agredido, en fin.
Me inquieta que Puntito no haya tenido una historia preparada para algo tan básico como las instrucciones para el chofer que nos llevará a la Residencia Bogadnovich. La miro de reojo y veo que no le gusta nada la idea de volver, pero nada de nada.
El resto del viaje transcurre con la radio a full y nosotras en silencio. Alguna que otra vez la Micropunto me mira y mueve la cabeza. Cuando pasamos por Philips me agarra la mano.
Unos minutos más tarde, comienza a estrujarme los dedos. Yo no digo nada. Cuando se me corta la circulación le palmeo el hombro y le recuerdo que no estamos volando, que es sólo un taxi.
Cada tanto hay que repetirle las cosas. Tuvo un mal viaje de pepa en un vuelo a Bali y a veces le flamea un poco la percepción.

Cuando llegamos a la quinta Punto se recompone a medias, le da un par de indicaciones embarulladas al taxista, que está sentado al borde del abismo de la puteada y el lanzamiento de matafuegos.
Finalmente nos bajamos. Caminamos cuatro cuadras, giramos a la derecha, una cuadra más, dos a la izquierda y después ya me perdí gracias a la Micropunto que es muy hábil despistando a los posibles mercenarios.
Llegamos a una calle con sauces y una garita solitaria. Está bastante oscuro.
No sé en qué momento nos volvimos a agarrar de la mano, pero ahí estamos, paradas a pocos metros de la garita y sus cristales polarizados. Suelto la mano de la Micropunto, carraspeo y empiezo a caminar decidida, pero Punto me tira de la manga. Sus ojos dicen que recuerde que no hay que hacer movimientos bruscos.
Me paro frente a la garita, que distorsiona mi reflejo, como el espejo de un parque de diversiones. Abro la boca y antes de poder decir una palabra, se abre la puerta y aparece Severino.

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Imagen: Their loneliness upon returning was vast, by Tracy Jager/ livingferal

Berta hace la tercera llamada

Esto es un nuevo capítulo de la historia de Berta SS (Siempre Sexy). Si Vd. se perdió los capítulos anteriores, puede encontrarlos todos pinchando aquí.

 

 

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El de Santa Teresita no fue el único al que le gustaba mi look mojado-correccional-de-mujeres. En honor a la verdad, el primero que hizo esa asociación fue Peluca.

Es extraño como, en los momentos más inauditos, cuando necesito un Chapulín Colorado que me rescate de mis variadas metidas de gamba, Peluca es el primero que me viene a la mente.

Con el bolso colgado del hombro, miro por el balcón hacia las vías. Sé que algunas de las luces que se mueven ahí abajo podrían ser las motos de Aceituna, o de Sambayón. O el coche de Peluca.

Déjenme que les diga que yo fui feliz, muy feliz, en el asiento trasero del coche de Peluca. Aunque al principio me reí del tapizado rojo, el volante nacarado, el cassette de Los Wawancó. Todo tan figaza. A veces el envoltorio es lo de menos. Yo, Berta, la del ritual secreto de hidratación y la crema facial euforizante japonesa refrigerada, la que tiene que salir corriendo un martes a la noche a un residencia misteriosa poniendo en peligro su vida y la de sus amigas, les digo ahora que a veces el envoltorio es lo de menos.

Borisbecker balbucea y el ruidito se traduce en mi cabeza como que es tarde, que la Micropunto ya debe estar llegando, que no la haga esperar.

Pero yo ya no tengo nada que hacer más que esperar. Y cuando espero, siempre se me ocurre que espero al mismo. Siempre estoy acá, sentada, esperando que Peluca se decida.

Es una manera de decir. No estoy sentada, estoy de pie en el balcón. A veces estoy de pie en el baño de un avión con Casimiro. A veces estoy apoyada en una vidriera espiando a algún panadero fornido mientras acomoda los sánguches de miga. A veces estoy con Borisbecker mientras trata de abotonarse a Namasté, la caniche de la boluda del séptimo A. Pero siempre tengo la sensación de estar sentada esperando a Peluca.

Entonces, como todavía debe faltar un minutito o dos para que suene el bocinazo impaciente del taxi de la Micropunto, y como no tengo quién me rescate, es sencillo acercarse a la mesita ratona. Son sólo dos pasos. Es sencillo agarrar el inalámbrico y marcar el número de aquel que creo que debería rescatarme. El que creo que debería haberme rescatado hace ya tanto tiempo, si alguna vez se hubiera decidido.

Marco. Por favor que no me atienda una mina. Por favor, San Expedito, de verdad: que no me atienda una mina. Miro alrededor mientras suena cuatro, cinco veces, pero ya no uso pañuelito de tela para apretar en el puño.

-¿Holá?

Me atiende una nena. Corto. Lloro. Salgo.

También a la del mandarino

Este texto fue publicado en el número 33 de la revista Agitadoras, en mayo de 2012.
 

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Las manzanas no caían porque no entendíamos nada. Había cuestiones a considerar: peso, volumen, gravedad. La sensación que dejan en la palma de la mano. No sabíamos lo que es estar colgadas de un árbol mientras la gente sopesa tus curvas y tus turgencias con dientes afilados como cuchillos. Los dientes se afilan solos, por el uso constante. De repente era verano, ese verano que habíamos esperado tanto, y las manzanas no se animaban a posarse todavía en las manos de los desconocidos. Una habla de posarse y piensa en cosas livianas, como un gorrión. Nunca fuimos gorriones. Habíamos soñado con este momento. Nadie se imagina lo que era intentar respirar como si nada, mientras buscaban el cuchillo bueno delante tuyo. Según la casa, el cuchillo bueno estaba mezclado con los demás cuchillos, o se guardaba todavía en su estuche original, en un cajón separado. El azahar nos enloquecía la piel y anhelábamos que llegara el verano. Yo sostuve siempre que se le llama azahar a la flor de todos los cítricos, también a la del mandarino. No sé si esto es verdad. Habíamos deseado que llegara ese momento. Los momentos se alargan o acortan de acuerdo a la intensidad con que los pienses. Habíamos soñado con la penumbra larga de la siesta, y nos habíamos tocado enteras. Era dulce siempre, húmedo la mayor parte del tiempo. Sólo unas semanas antes, cuando el azahar nos enloquecía la piel, lo habíamos deseado. Teníamos por costumbre mirar hacia afuera y desear que viniera la vida a buscarnos. Pero conocíamos las manos propias, y no contábamos con las manos nuevas.
Es lo de siempre. Acostumbrarse. Las cosas se vuelven hábito rápidamente, sobre todo a la edad en que una piensa que puede morir de amor cada noche. Nos derretíamos en la penumbra alargada de la siesta, se nos deshacían las manos. Habíamos llegado al punto de no retorno. Las manos nuevas raspaban, y eran grandes, y no hacían lo de siempre. Nosotras conocíamos las nuestras, nada más. Hay gente que mide la vida en cantidad de sorpresas. No teníamos forma de pedirles a las manos nuevas que hicieran lo de siempre. Y las manos nuevas lastimaban. No sabíamos pedir lo que queríamos. Estábamos mudas, no nos habían enseñado a pedir. Vendrían otros veranos, pero no lo sabíamos. Si sólo hubiéramos entendido que era posible pedir. Pide y se te dará, ¿no es cierto? Creo que nunca prestábamos atención en catequesis.
Pensábamos que sería nuestro último verano y nosotras ahí, con las manzanas sin vender. A esa edad, los veranos futuros quedan muy lejos. Había ventanas que se abrían para mirarnos, y luego se cerraban a toda prisa, sin darnos tiempo a calcular el efecto que había tenido esa mirada. A mí siempre me miraron menos que a ella. Era imposible que pasara el verano y quedarnos con las manzanas.
La mirada nos enloquecía la piel, el verano con sus flores locas, con el perfume a sol en los antebrazos. Se abrían y cerraban las ventanas, y no sabíamos si habíamos perdido la oportunidad de subirnos al verano. Me gustaban los botes de remo, los caballos bravos, los árboles a los que podía trepar sin ayuda, las escaleras de mano contra la pared. Abrirse o no a los dientes, a las manos nuevas. Abrirse a las flores locas de las miradas, el sol en los brazos. Quemaba mucho el sol y todavía no era verano. Por más que abrieran todas esas ventanas nadie podía ver lo que teníamos debajo de la piel. Ella se deshacía más que yo. Dudar antes de caer en las manos nuevas. El miedo de los cachorros. Miraban mucho pero nadie veía. Las manzanas acabaron por caer, pero ya no era lo mismo.

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Imagen:Orange Blossom Orchard, byRebecca Artemisa