La era de Acuario

Yo quería una vida de escritor de buhardilla. Bueno. Les cuento que las buhardillas, a esta edad, hacen mal al nervio ciático. Tengo un espacio de altura normal y miro la buhardilla de enfrente. Me va bien.
Las bitácoras se han hecho para registrar lo que nos va pasando y cada tanto los queridos, queridísimos lectores me pinchan con el dedito y me preguntan por este blog. Quieren más actualizaciones. Y yo a veces siento que no puedo hacerles esto. Créanme, hay meses en los que no necesitan más Chuca en tiempo real. No se los recomiendo. Por eso en Champawat vamos con un ligero retardo, porque esta vecina necesita este ratito de reflexión a toro pasado. Pero allá vamos.
Febrero es el mes de los acuarianos, ese ballet de locos maravillosos a quienes adoro y colecciono con fruición.
También es el de los piscianos, esa otra especie a la que profeso un respeto pétreo, primitivo y fundamental, porque tengo en mi vida a dos piscianos cual dos columnas sobre las que se asienta mi mundo, plano como una moneda, non plus ultra. Pero el tema Piscis es inabarcable y no nos ocupa ahora mismo.
La era de Acuario, entonces. Sepan que febrero me zarandeó cual ola atlántica, me centrifugó, me revolcó, me dejó culo para arriba en la orilla, con la bikini llena de arena gruesa, las rodillas raspadas y el pecho arañado como después de pasar demasiadas horas sobre un barrenador de telgopor (o tergopol, ¿porque deriva de poliuretano etc.? Alguien debería confirmarme este dato. No se puede vivir colgando de google, no se puede, antes no lo hacíamos así. Yo soy vintage. Déjenme en paz que todavía no encontré la parte de arriba del bikini).
El bikini, la bikini. La explosión del atolón, eso fue febrero.
Y a mí me importan las palabras, saben. Me importa ponerlas en orden, que suenen más o menos bien, que digan lo que deben. Me importa que me las digan, de frente o al oído, me alegra recibirlas en mails que parecen cartas, cargados, como el buen té. Me tranquiliza que lleguen anunciadas por un tritono, el flagelo de nuestra época. Vivo con el deseo ingenuo, el anhelo de juntar unas cuantas en páginas que valgan la pena, y febrero también fue eso. Un baile de palabras propias y ajenas, de pausas y silencios y tecleos y borrones en el papel.
Espero que la inundación de febrero vuelva en papel mojado, pero mojado por cosas que más o menos nos convenzan. Como decía la Blixen, aquello que todo lo cura, el agua salada: las lágrimas, el sudor, el agua del mar.
Seguimos aquí, mojando el papel. Escribiendo con todo el lujo al que puedo aspirar y que le agradezco al mes de marzo: una mesa firme, una silla cómoda, la luz de una ventana con balcón (desde donde hacer gestos espléndidos, ¡sí!).
Sin más demora, la lista de febrero, en su versión amable. Porque es lo único que tengo en este momento que vale la pena compartir.

– bibliotecas adoptivas y majestuosas más allá de lo imaginable
– el viento del río al cruzar un puente, y no poder evitar pensar en Alina Reyes.
– un trozo de empanada gallega tan cara como un menú degustación fifí
– cantidades industriales de chocolate y cocacola
– un balcón al sol, con mecedora y manta
– un sofá muy largo
– conectar barrios con líneas de puntos en mi cabeza, constantemente
– tabaco y vermú de grifo
– la luna sobre Little Manhattan
– un gutbucket, o cómo hacer música con una palangana, un palo de escoba y una cuerda de tender la ropa.
– lo que encierra el color magenta
– poesía a gritos
– croquetas de lacón
– la dolorosa batalla entre la música de siempre y la música nueva
– tortilla estofada, el concepto
– bautizar uno a uno a los monstruos que aparecen cuando cae el sol
– mucha madera, como para construir La balsa
– muchos cafés con leche sustanciosos vs el peor cortado de mi vida (ese que no me importó)
– cúpulas y torretas y buhardillas
– salchichas de Baviera vs Bratwurst
– conciertos salvavidas
– un sillón de cuero con vista a plátanos y fuentes
– un puñado de amigos nuevos que sacuden mi misantropía y me devuelven la fe en el arte de la conversación
– un puñado de amigos de siempre que se yerguen en toda su estatura y a quienes hay que vitorear con bombo, platillo, corneta, banderín, gorro, bandera, vincha
– el clima seco y el agua sin cal y su influencia sobre los cuidados cosméticos de las señoras premenopáusicas
– la calma en los bolsillos interiores de la ciudad
– el lugar donde se esconde la voz cuando no se usa
– gloria y loor al encargado de la emisión de cielos constantemente perfectos
– la convicción de que todo el mundo huele al mismo suavizante color azul
– tantas películas en versión original que hay que agendarlas y racionarse
– Virxilio Viéitez, o niñas de luto con el flequillo cortado a mordiscones, criatura de comunión posando entre las berzas, novia enjuta en balcón sin baranda como si estuviera caminando por la plancha
– el cálculo topográfico de la distancia más corta a un abrazo
– volverse dragón, volverse repollo blando, volverse del revés, volver a armarse, volver a verse

Marco Vigo, Virxilio Vieitez,

Foto por Virxilio Viéitez.

Finde

Sirva este link a “Finde”, temazo de Doctor Martín Clavo, como cita o empapelado sonoro, ese término tan manoseado y pedante, al texto de hoy.

 

¿Cuántos días hacen falta para romper un hábito? ¿21 o 28? Si eran 28 me faltan 7. Un finde más.

Estos días me acordé de una de mis bandas favoritas españolas (esto de estar lejos de los Països Catalans me permite utilizar la palabreja con total impunidad). Doctor Martín Clavo, from nuestra Mallorca natal, como dice Alejo. DMC y su meteorito tranquilo. Tranquilo, no como otros. No como nosotros, que venimos tan agitaditos, tan ardidos, tan romputs. Háganse un favor y escuchen todo el disco, que habla del fin del mundo de los Amaya, de meteoritos sin cataclismos, de findes llenos de muertos vivientes. DMC están definitivamente en mi Top Ten de Spain.

Este finde descubrí a otra banda que entró directo a mi toptendespain (ese top ten cuyo primer puesto ocupará para siempre Chingaleros, y cuyo segundo lugar será siempre para Cannibales). Son The Government, son indescriptibles (a menos que les diga que son absolutamente vuelapelucas y que “lo” tienen. Los motherfuckers lo tienen, lo muestran y lo sacuden para que babeemos). Compren el LP, acaba de salir, es de Folc Records.

También tocaban Islas Marshall, que es nada menos que Cristiano Motocross descuajeringándose en la batería y un guitarrista que la rompe. Brutales y emocionantes. Me bailé la vida y mis huesos tristones lo agradecieron sobremanera.

Pero mi osamenta tuvo abrazos este finde, amigas hermosas que vienen de visita y me fortifican más que un suplemento de calcio. Y que ayudan a olvidar que una a veces se queda con cara de boluda mirando cómo se le va el tren y el abrazo.

Otra cosa que pasó el finde fue que, gracias a Grito Rock Madrid, me estrené en la ciudad con “Huesos floridos y otras mutaciones”, mi pequeño show de spoken word que consta de dos partes fijas y una articulación móvil. Las partes fijas son Flor negra y Abejas en orden. Y la articulación móvil a veces sale del Manual de Comportamiento para Gente Formidable y a veces no. Siempre sale todo de mí y mi neurosis, como la flor negra de mi coxis (ojito con la pronunciación, neurosis no rima con coxis; aquí nos haría falta Fernando Peña y su sexta pizza).

Y entonces fui y declamé e hice ademanes con las dos manos, ahora que me animé a soltar la mano del micrófono. No es en absoluto un dato menor. La primera vez que me atreví a dejar el micro en su lugar fue durante Versos de plástico, esa hermosa velada de Estación Spoken Word. Aquella noche, aunque canté durante un momento, pude separar mi personaje-cantante de la otra: dejé el micrófono en su pie.

Soltar la mano del micrófono es tan peligroso y traumático como ir en una bici sin rueditas por primera vez. No pude/quise hacerlo en 13 años de punkrock. Siempre sentí que dejar el micrófono en su pie al cantar era como soltar el mango de la sartén. Así iba, agarrándolo como abrazada a un rencor. Pero bueno, desde esa noche algo pasó. Por ende, de repente tengo dos manos para gesticular. Danger. Dónde me pongo.

Dónde me pongo. Ja.

Aquí les dejo unas imágenes de la matinée de sábado en Catharsis. Gracias a la hospitalidad de los catárticos (y la gente de Campo de la Cebada el viernes), y gracias a Irene La Sen y todos los Poetas del Grito. Piacere.

Y así voy, con esta locura de querer cambiar de hábitos haciendo lo mismo de siempre, como dice Clavo, porque me gusta y sabe bien.macky-catharsis-16feb2013

Quebrantahuesos

Este texto fue publicado en octubre de 2012, en el número 87 de la revista La Bolsa de Pipas.

Yo conozco el secreto del universo. Consiste en que las personas retocen en manada hasta que se cansen de retozar. Y consiste en que luego, de dos en dos, se aparten del grupo para buscar una charca donde remojarse, y se frieguen las espaldas mutuamente, y se golpeen con ramitos de abedul y se salpiquen con agua dulce y, una vez eliminado todo rastro de sudor previo, golpeen cadera contra cadera hasta que se borre del todo la noción de una carne intermedia. Lo que importa es el hueso. Los vasos comunicantes y la sutil nervadura que atraviesa nuestros tejidos sólo están ahí para enviar al cerebro la información de que hemos conseguido volar en un ave infernal hecha con los huesos del otro.
He volado tanto sobre tus huesos, mi amor. Atada a tus huesos voy. Con la cabeza gacha he querido encontrar el tuétano debajo de las capas de músculo y piel. Es una búsqueda para agotar el aislante, el término medio. Es hueso lo que busco.
Aunque no lo creas, de pronto, en esta época del año en que la brisa fresca los ha dejado tan desolados, hay insectos. Parásitos, amor. Se han enterado de que soy especialista en romper caderas. Lo adivinan en la blancura de mi sonrisa, en la salud de mi dentadura, pulida de tanto comer carne y chupar cartílago.
Y merodean, me buscan, se afiebran, sospechan. Suponen, mirando el trozo de piel que descubre este vestido, que lo de abajo está preparado para ellos, listo para la cata. Se olvidan que todo vestido podría, llegado el caso, ser mortaja. Que es sólo un cuestión de tiempo que esto de aquí empiece a oler y a apolillarse, que mis óleos se pongan rancios, que las líneas de mis tatuajes se hinchen y desdibujen en la dermis. Quieren ganarle al tiempo, clavar la bandera antes de que venga la gran inundación, quieren ser los primeros. Ay. Ni siquiera tú fuiste el primero, amor, que me levantó la falda y encontró este drama. Ya han huido otros, asustados.
Llega el otoño y de pronto se dan cuenta de que no han hincado el diente en ninguna pechuga en lo que va del verano. O sí, pero siempre huelen tanto mejor los pollos del gallinero de al lado.
Y yo, que monto águilas y duermo bien por la noche, lo sé. Yo, que como mucho por la mañana para mantener estable la glucosa que me nutre los pliegues de materia gris, lo entiendo. Yo como sólo por la mañana para tener el estomago vacío para ti, amor, que siempre olvidas la llave de la puerta de calle.
Yo siempre llevaré esta camisa con ojales almidonados, y siempre tendrás que forzar para abrocharme. Es una promesa.
No dejaremos entrar a los insectos. Sin embargo una vez te dejé entrar a ti, aunque tuvieras vocación de cascarudo. A pesar de eso, la puerta se abrió para que pasaras y vi que tenías alas después de todo, que me dejarías subir a tus huesos, después de todo.
Hacen apuestas en la calle, amor.
Calculan el tiempo que les llevaría. Usan palabras para definirte a ti, distintas a las que usaría yo. Se preguntan si seré buena. Sospechan que escondo algo. Que hay algo que no encaja. No seré yo quien les diga lo que encaja. No les contaré cómo me doy cuenta de que voy llegando al hueso. No les diremos nunca hasta qué punto nos hemos horadado mutuamente.
No les mostraremos este encaje de coral, esta puntilla petrificada que llevamos por dentro.
No sabrán cuál de los dos ha trabajado más en esta simbiosis, no sabrán quién le debe a quién la vida entera. No sabrán qué te vi, qué viste en mí, cuál de las dos miradas cotizaba más.
No podrán ponerle precio a esto.

leif podhajsky

Image by Leif Podhajsky

 

 

Melodía blandengue

Este texto aparece en el número de febrero 2013 de la revista digital Agitadoras.

A veces temo estar transformándome en Carrie. En alguna Carrie. La protagonista de esa canción blandengue de Europe, a la que le explican que las cosas cambian. O la que escribe boludeces que cotizan porque las escribe en Nueva York y se mete en la cama con el corpiño puesto porque va de nena sexy pero old-school. O la hija pequeña de la familia Ingalls, ingenua, mudita, poco asertiva, y encima destronada cuando aparece Grace. O la otra, la que se cree la reina de la fiesta hasta que le llueve un baldazo de sangre de cerdo.
Cualquiera de las opciones es penosa. No es que me sienta penosa. Bueno, tal vez un poco. Es que no sé qué pensar cuando acabo haciendo videochats conmigo misma: me grabo diciéndome enormidades que caducan a los veinte minutos. Eso es llevar al extremo la necesidad femenina de relatarnos en tiempo real. Porque no sólo hablo sola, sino que me contesto. Me digo cositas, me hablo como se le habla a un cachorro. Me repito lo que me dice la gente estos días. Después descubro que si sonrío con los auriculares puestos es como si ecualizara todo con más medios y me paso unos cuantos segundos jugando a la sonrisa sonora. ¿Ven que no necesito que nadie me regale droga?
Luego me meto en una página web de diseño horrible y busco el significado del nombre Carrie. Me entero de que significa melodía y también canción. Me hace feliz durante quince segundos. Luego leo que es un diminutivo de Carol, derivado de Charles, que significa hombruno. Me preocupo durante treinta y cinco segundos. Mi patetismo es tal que reacciono ante los datos de una página web de nombres para bebés como si de verdad estuviera bautizando a alguien importante en mi vida. En este caso a la persona en la que temo transformarme: una ingenua que se cree la más cool del condado, a la que la consuelan con palabras melosas, que escribe boludeces autorreferenciales para su columna mensual y que acabará por irse a la cama con el corpiño puesto.
Si vieran la prueba de cámara que me hice anoche. No la verán porque mi asesor de imagen no la aprobará jamás: salgo con el maquillaje corrido, la nariz roja y las palabras temblorosas, y con remera vieja de dormir (pero sin corpiño). Ensayo todo lo que tengo para decir y después me miro decirlo. Cuando más me gusto es cuando digo la verdad. Pero estos días la verdad sale muy cara. Se paga con zozobra cuando cae el sol.
Piensen en mí cuando caiga el sol estos días. Hagan una cadena de oración, una cadena humana. Escuchen Another one bites the dust y disfruten con el bajo como lo hacía yo cuando tenía seis años o siete y pedí que me compraran un disco por primera vez. No me hagan ir a la wikipedia a chequear si la hija menor de Charles Hombruno Ingalls se llamaba efectivamente Grace. Déjenme que confíe en mi memoria, déjenme confiar.
Hoy tengo en el cuerpo tanta dopamina, tanta cafeína y tanta azúcar que esta página se autodestruirá en cualquier momento. No me dará tiempo a despedirme ni a buscar una salida elegante.
Me pregunto si las chicas cool de este condado saben despedirse a tiempo con apretones de mano firme, o si prefieren huir de puro miedo a quedar desfiguradas. ¿Quedarse, tal vez? ¿Quedarse a ver cómo se les vuelan las chapas una a una? ¿Qué diría Carrie al respecto? ¿Miraría con ojos escandinavos al pelilargo que le canta esa balada de mierda y lo mandaría a freír abedules? ¿Saldría corriendo en puntitas de pie, con los metatarsos destruidos por su afición a los zapatos caros? ¿Huiría de la granja y de su padre y ya que estamos de todos los hombres con síndrome de Jesusito Salvatore? ¿Usaría su telekinesis para prenderles fuego a los galanes chamuyeros de este mundo?
Dénme telekinesis y un fósforo, háganme el favor.

 

carrie

Editado para agregar: él se llamaba Charles. Ella, Caroline. La hija, Carrie. ¿Qué le ocurría al guionista con los nombres hombrunos? ¿Era sólo pereza o eran las mujeres Ingalls parte de un enramado de costillas? Todas derivan del nombre del patriarca sufridor, como si hubieran ido arrancándole costillas flotantes a Charles para crear a sus mujeres. Piénsensenlón.

Un minuto

 

Un minuto, y después ya no estás. También hay que permitirse sentir el sacudón durante un minuto entero. Después una puede seguir adelante con la alegría e inconsciencia habituales.

Tengo un amigo que me dijo, un par de veces, que dentro nuestro vive alguien que sabe más que uno mismo, y que va muy por delante de las palabras. Yo le creo, después de todo me dice las cosas con amor y tiene ojos lindos. Todos mis amigos hombres tienen ojos lindos, ojos que dicen la verdad.

En algún momento de 2008 me pareció una buena idea dedicarle una canción de Mostros a mi abuelo, que eligió vivir solo, casi como un ermitaño. Primero en un hotel, después en un catre en un galpón. Iba a escribir que eligió morir solo también, pero de eso no estoy tan segura. No estoy tan segura de que se elija. Se sabe y ya está. Un día se entiende, un día se empieza a no hacer pie dentro de esa noción. Eso me lo enseñó otro amigo de ojos lindos, hace mil años, mientras estábamos sentados en unas sillas giratorias con vista a la calle Florida.

Tiene razón mi amigo, mi otro amigo, acerca de que las mujeres aprendemos más tarde lo de morir solos. Los chicos lo entienden muy temprano. Como en esa escena de Annie Hall. Woody-niño no puede hacer la tarea porque el universo está expandiéndose y todos vamos a morir.

A las mujeres que aprendemos todo tarde nos dan ganas de abrazar hasta el infinito a esos hombres-niños que sufren día a día por la noción de morir solos. No podemos evitarlo. Como en The Crying Game, es nuestra naturaleza. No queda claro si somos ranas o escorpiones. Déjenme que pase el minuto entero, y después se los confirmo.

Otro amigo (de ojos etc) diría que ser sabios, entender las cosas no nos evita el dolor, pero sí el sufrimiento. Las mujeres que conozco, haciéndonos un poco las boludas con respecto al temita de la muerte, vivimos entendiendo con el cuerpo, teniendo epifanías en algún lugar a mitad de camino entre la garganta y el perineo, y entonces estiramos los brazos para abrazar, con la esperanza de evitar el sufrimiento de los que tenemos alrededor. Es así, no sabemos hacerlo de otra manera. Abrazamos, exclamamos que Brooklyn no está expandiéndose, nos secamos la lagrimita y seguimos. Bánquensela o déjennos en paz.

Pero vengo a hablar de vivir solos. En esa canción, la que va por delante de las palabras sintió que no había tiempo que perder, que había que planear. (Inaudito para alguien como yo, que nunca planea nada, que simplemente siente que se le inflama el tuétano y generalmente opta por volar montada en los huesos del prójimo). Y ahora entiendo que la sensación no me vino de mi abuelo ermitaño, pese a que en un momento pensé que la canción era para él. Esa sensación viene de mi abuela, la que lo echó a la calle, en una época en las que las mujeres sensatas no hacían ese tipo de happenings.

Digamos que las mujeres de mi familia no sabemos dosificar. No sabemos escatimar, especular ni hablar bajito. Me imagino a mi abuela tirando a la ropa del abuelo a la calle por un balcón (aunque no vivía en una casa con balcón). Me la imagino puteando y llorando como una Ana Magnani descontrolada. Me la imagino como su querida Tita Merello, pensando en lo que se diría de ella. Las mujeres de mi familia somos así, tenemos estos muslos y estas narices y gritamos en todos los idiomas de la escoria de Europa. Enloquecemos cual condesas polacas ahogadas en aguardiente y endogamia, nos rompemos de amor y quedamos despedazadas como los Balcanes, nos mordemos los dedos con rabia para no amazzar a quienes tenemos enfrente, como señoras rencorosas de la ‘Ndrangheta calabresa.  Pero en algún momento, a veces tarde, a veces justo a tiempo, entendemos que no se trata de quienes tenemos enfrente. Se trata de una. Se trata de mirarse con el espejito-blancanieves y decirse la verdad. Y cuando una se dice la verdad de repente tiene más resto, más soplo, más para dar.

Mi abuela hubiera cumplido hoy 101 años. Se murió a los 98, vivió sola muchos años y se pasó la vida dándolo todo, dándose entera. Una superviviente en el buen sentido, una grossa.

Le gustaba cocinar y jugar a la lotería, las cartas, el juego de la oca, el Memotest y el Cerebro Mágico, y llorar y reír a full, como yo. Y pedía amor dando amor, como hago yo, como hacemos todos.

Mi hermano (otro hombre de ojos lindos) me hizo acordar de esa frase de mi abuela que a él le hacía gracia, y a mí ahora me emociona tanto:

“Subí la música que no la siento”

Para ella y para ellos, entonces, va esta canción de cuando yo tenía ganas de gritar.  Suban el volumen si quieren sentirla.

Mostros – One Minute (Bonus Track)

Por cierto, todos ellos, mis hombres de ojos lindos, mi abuela y mi abuelo, caminan conmigo hoy hacia una casa que todavía no sé si tendrá balcón desde donde hacer gestos espléndidos o desde donde soltar mi pelo cual Rapunzel entrada en años. Pero todos caminan conmigo. A las brujas, lindas mujeres sabias de mi vida, casi que no hace falta mencionarlas, porque no me sueltan la manito nunca.

Un minuto, y después ya fue.

 

 

One minute (Mostros)

 

He estado pensando: cuando sea vieja

dejaré a todos en banda

y me iré a vivir a un motel.

Empacaré papel y pluma,

algunos libros,

a mis tres gatos,

sobreviviremos a té y tostadas.

Un minuto, y después ya te has ido

mejor planearlo todo.

Un minuto y nada más

mi futuro es perfecto

Nunca he sido una coleccionista de discos

Puedo vivir sin mis cassetes

Escucharé la música dentro de mi cabeza

Un minuto, y al siguiente ya te has ido

Mejor planearlo todo sola

Un minuto y nada más

Mi futuro es brillante

Me compraré un contrabajo

Eso me obligará a mantenerme de pie

una vieja dama necesita ejercicio

Un minuto, un minuto.

No tendrás mi dirección

así que no vayas buscándome con el coche,

no estoy pidiendo que me recuerden.

Si me ves sentada en un porche

no me vengas con charla intrascendente:

sé demasiado bien cómo hacerme la sorda.

Dejaré de teñirme el pelo,

tendré una larga trenza blanca como Patti

me liberaré de internet.

Plantaré marihuana en el alféizar

y robaré en los supermercados

me prepararé gintonics los viernes por la noche.

Me pasaré las mañanas cantando viejas canciones

y las tardes leyendo libros viejos

y las noches despierta pensando en vos.

 

 

 

Mano a mano (o instrucciones para reencontrarse con la caricia que nunca fue)

 

Este texto apareció en el número 32/abril 2012 de la revista Agitadoras.

Primero. Levantarse de la cama.

El despertador aún no ha sonado, es esa hora incierta de la madrugada en que todavía no aclaró pero ya cantan los pájaros. Esos trinos hijos de puta en la distancia anunciando que queda poco tiempo de sueño. No encendés la luz. No la encendés por costumbre, por no molestar a tu pareja si aún duerme a tu lado, si todavía no la espantaste a otro cuarto por tus ronquidos de morsa, a otra vida lejos tuyo por tu mal aliento o por tu manía de dejar la ropa tirada en el sofá y el perchero atiborrado de bufandas y bolsos floridos. O no la encendés porque conocés bien tu casa, vivís sola, y aunque no haya nadie a quien molestar no tiene sentido crear un cono de luz solo para iluminar tus pasos de siempre, la perezosa y tambaleante caminata que separa tu hueco tibio en la cama del frío húmedo del baño. Entonces caminás a oscuras, los nervios de la epidermis de la planta del pie notan el límite abrupto entre parquet y baldosa. Ya estás en el baño.

Segundo. Bajarse los pantalones.

Esa cintura del pijama que te aprieta tanto y que nunca te acordás de cambiar por un elástico menos agresivo, más inofensivo, que no te deje esa marca reticulada de lolita en la piel tierna del sueño. Y te bajás el pijama entonces, la barriga liberada de la opresión que hasta ahora había pasado desapercibida, y te quedás con el culo al aire. Dormís sin bombacha, tomando al pie de la letra el consejo de la abuela, chiquita, hay que dormir sin bombacha, la polola tiene que tomar aire por la noche.

Tercero. Sentarse.

De pie, de espaldas al inodoro, culo al aire, flexionás rodillas, tobillos, flexionás los huesos de la cadera, la cabeza dirige el movimiento, cabeza adelante para que el resto del cuerpo vaya detrás y abajo.

Cuarto. Sorpresa.

Algo te está esperando. Te sentás sobre una mano fría. ¡Sí! La sensación es la de apoyar todo tu sexo sobre una palma fría que te está esperando en el inodoro. Te ponés de pie de un salto y mirás. Ridículo. Te olvidaste de levantar la tapa. Pero ya se te fueron las ganas. Se te cortó el pis porque toda la sangre del cuerpo te bombea en las sienes, y el estómago se ha encogido y aún sentís claramente esa caricia pasiva esperándote en medio de la oscuridad, esa mano abierta y franca y conocida recibiendo tu sexo relajado, el esfínter suelto.

Quinto. Reconocimiento.

No hay nada suelto en vos en este momento. Ni un músculo, ni un tendón. Te preguntás qué es lo que te pone tan nerviosa más allá del susto. Qué es lo que te desconcierta al punto de no poder respirar normalmente. ¿Acaso nunca se te ocurrió pedirle a un amante que te esperara con la mano abierta sobre la cama? O sobre la silla, como intentaban hacer los compañeros del colegio cuando eras chica: tratar de agarrarte desprevenida cuando ibas a apoyar el culo en la silla. Y es esa sensación olvidada la que regresa, y descubrís que te inquieta porque, desde un lugar sin nombre, el truco volvió, completo, inmejorable. Volvió como se lo debían haber imaginado tus compañeros pre-púberes, en esas horas calenturientas del colegio. Volvió de forma perfecta. Y ahora sabés de quién es la mano, la mano conocida, la mano que vuelve.

Sexto. Encontrarse.

Es, por supuesto, la mano de C., que ya no está en ningún lugar con nombre. C. divertido, inteligente, a quien quisiste tanto, y que se fue tempranísimo, cuando ya habías perdido contacto, una enfermedad insólita que se lo llevó por delante, apenas adolescente. Y en la madrugada somnolienta, en medio de ese sopor alerta que reemplazó a las ganas de hacer pis, te encontrás de pie, dedicándole esta sonrisa de las small hours a C. y su mano fría, que volvió desde algún lugar para esperarte, palma hacia arriba, en el asiento del inodoro.

Séptimo. Despedirse.

Y entonces volvés y te sentás sobre la mano, tu sexo desnudo y despierto, y dejás que te envuelva su caricia plana, aunque solo sea para devolverle a C. un poco de esta vida que no sabés si llegó a conocer. Una vida de retozar entre sábanas tibias, una vida de labios y vello púbico en el hueco de la mano. Y después de un rato así, te ponés de pie, levantás la tapa, hacés un pis lento y desganado, y volvés a la cama ya sin pijama, en honor a todos tus muertos.

 

manos

Imagen: Man Ray: manos pintadas por Picasso. 1935.

No toques nada, nadador

 

John Cheever se reiría de mí. O quizás ni perdería tiempo en ello. Cheever usa la palabra “estúpido” para referirse a aquellos escritores (sin dominio de su oficio) que claman que sus personajes tienen vida propia, y a aquellas invenciones que supuestamente huyen de sus autores y labran sus propios argumentos. Deleznable, diría, también.
Si llega a leer lo que escribí el otro día aquí en Champawat, eso de preguntarse si, de tanto escribir ficción, una acaba siendo un personaje de sí misma, seguro que me echaría a patadas de su cocktail party. Y yo tendría que huir, esta vez como un personaje prestado, nadando de piscina fría en piscina fría hasta alcanzar la carretera.
Yo les cuento todo esto porque todavía no había colgado aquí la entrevista que me hizo mi querido Hugo Clemente, autor del magnífico Cuaderno de Agua,
para su blog.
La anécdota gratuita y olvidable: contesté toda la entrevista de un tirón y me quedé leyéndola estupefacta como si la hubiera escrito otra persona (perdón, John). Decidí que esa no era yo. Y esperé dos meses, sin tocar nada, a que la vida se ajustara al habla de esa que contestó las preguntas. Quizás en ese gesto (el de ser insólitamente paciente, en el de confiar sin revisarse demasiado), quizás allí sí me acerque a lo que a veces hacen los escritores, y las personas, cuando saben. Cuando se saben. Qué poco sé ahora, de todas maneras.
Ligeramente esquizoides, todos nosotros, sí. Por algo paseamos por Champawat como si fuera un parque de diversiones. La tigresa ya se comió a 286 infelices, y el próximo puede ser uno de los nuestros. Uno de esos miles que llevamos dentro. Seguiríamos caminando, seguramente, pero tal vez ligeramente rengos de alguna de esas voces que cada tanto se nos trepan al hombro, como loritos, para gritarnos barbaridades en la oreja.
En ocasiones veo voces. Algunas hablaron con Hugo para No Toques Nada. La entrevista, aquí.

 

swimmer

Canción de amor para hermana y Strummer

 

 


Este texto acaba de ser publicado en el número de enero de 2013 de la revista 
Agitadoras.

Te fuiste de casa el día que murió Joe Strummer. Cómo no vamos a acordarnos de él, cómo podíamos no llorarlo, si parecía que nos estábamos llorando a nosotros mismos. A esa falacia de familia feliz. Ninguna familia puede ser del todo feliz si le falta una hija que se va en medio de la noche sin saludar.

¿Te acordás que tenías un novio que te besaba con toda la boca? Yo los espiaba cuando él venía a visitarte. No es fácil besar así, no es fácil encontrarte con alguien que te haga echar la cabeza hacia atrás y mirar las nubes mientras los besos te descosen el cielo del paladar. No es fácil que funcione. No siempre tiene que ver con besos. En esa época no entendía nada. Creo que vos tampoco, pero se me ocurre que los besos de tu novio nos funcionaban justamente porque ninguna de las dos entendía nada, y porque vos te abrías entera a él, agradecida y sin pensar en el precio de dejarse besar así.

El amor que se tenían tu novio y vos me descosía mi propio paladar, y otras junturas del cráneo. Hacía aparecer ranuras más allá de las obvias.

Tuvieron muchas canciones de amor, tu novio y vos. Ninguna era de The Clash. Pero se murió Joe y pareció que nos habían robado a un hermano. Lloré por vos, tal vez Joe Strummer era más hermano tuyo que mío. Lloré como el día en que mataron a la perra. Fuiste vos la que me dio la noticia. Te abrazaste a mí y lloraste diciéndome que habían matado a la perra. Los actos irreversibles de esta vida no admiten eufemismos ni explicaciones.

Tengo que poner música festiva de fondo para escribir esto. Lo suyo sería escuchar The Clash a morir, pero tengo miedo de lo que pueda hacerme la voz de Joe ahora.

Cuando escuchábamos a The Clash vos me enseñaste a oír un millón de cosas, no sólo la voz de Strummer. Desde luego estaba toda la batería de Topper, los mil pases mágicos, los contrapuntos sorprendentes de Simonon, los arreglos y la voz de Mick Jones, derroche de estilo y clase. Pero era Joe el que se moría mientras vos te ibas de casa.

Por la película nos enteramos que, justo antes de su muerte, envió felicitaciones de Navidad pintadas por él, con barcas e islas, pasajeros en barca llevando fogatas portátiles, acercándose a un fuego central.

Durante muchos años la música fue nuestro fuego. Puede que todavía lo sea. Y pese a la emoción y al indiscutible efecto aglutinante, hoy sé que es una trampa horrible. Vos te fuiste sin dejar una carta, un saludo, mucho menos una postal pintada a mano.

¿Tiene sentido escribirte esto, tantos años después? ¿Por quién lloro, me pregunto?
Tal vez es porque nunca nos despedimos como corresponde, o tal vez se estén mezclando demasiadas cosas. Tal vez el veneno no esté sólo en la dosis, sino en la mezcla, en la combinación.

Era la banda más hermosa del mundo, dijo alguien. La puesta en escena, dijo otro. Porque tenían todos piernas largas que vibraban a la vez, dijo una chica. Puede que la chica haya sido yo.
Hay algo irresistible en tres hombres con mástiles y piernas largas vibrando a la vez.
Hoy vibra todo al unísono. La música como núcleo, tus piernas largas, llorar a un músico al que quisiste como a un novio, como a un hermano.

Una puede querer a muchos hombres, como novios y como hermanos, incluso a la distancia. Tiene que ver con haber sido otra y recordarme así todavía, como una chica que miraba todo por primera vez. Tiene que ver con haber tenido una hermana que me tiraba del pelo de vez en cuando, para que no me distrajera, para que estuviera atenta.

Tiene que ver con la generosidad del novio de la hermana, que comparte un porro y su milagroso efecto realzador del estéreo, y te hace escuchar hi-hats y susurros y respiraciones que antes no habías percibido y que, por ende, comenzaban a existir en ese momento. Tiene que ver con un estado de ánimo, propio de la juventud, que te lleva a tener grandes discusiones por el contenido de una estrofa, por la acentuación de un verso.

Y de repente pasaron diez años sin Joe Strummer, y todo está tan fresco como si me hubieran pintado el corazón con témpera hace un minuto.

Me caeré si alguien no me agarra fuerte. Por eso este texto. Tal vez no seas vos la indicada para sostenerme, después de tanto tiempo. Pero siempre estará Joe en los auriculares, cantándonos al oído. Es el consuelo de los que no sabemos caminar sin música, de los que escuchamos siempre lo mismo. A veces uno es tan frágil que no puede permitirse ciertos desajustes. Y cambiar de canción, cambiar de disco es un acorde en falso que en determinados momentos se paga con la vida.

Al fin y al cabo somos los que necesitamos tener siempre a mano la misma playlist amable, una que nos ayude a seguir pisando firme y que no nos haga zozobrar cuando alguien nos hace acordar de los lazos fraternales, de los perros que han caído por aquello que entendemos como amor, por nuestra versión minúscula e insignificante del amor.

 R-101 JOE STRUMMER KISS ON CAR_Gruen

 

Editado para agregar: encontré esta foto de Joe & Gaby, por Bob Gruen, después de escribir el post. No la conocía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Swing

Siempre creí que tenía swing. Porque tengo ritmo, porque tengo cierta flexibilidad, cierta tendencia al balanceo, se me da bien hamacarme, rockear, rollear.
Pero el swing es otra cosa y tuvimos que llegar al año trece para descubrirlo. Se ve que además hacen falta otros dones que el buen Señor no me ha otorgado. Léase: coordinación, obediencia, sentido de la oportunidad.
Hay gente que ha tipificado el swing. Anoche bailé lindy hop, por primera vez, en una fiesta fantástica. Las chicas estaban hermosas con sus vestidos de falda amplia, y brillaban cuando los chicos, ágiles, cancheros, las hacían volar por los aires. Es lógico: a las chicas siempre nos gusta salir a volar.
Me contaron que se le llama lindy hop por Charles Lindbergh y su salto a través del Atlántico. Inmediatamente pensé en Rod Stewart y ese paso de gigante en la portada de Atlantic Crossing. Inmediatamente pensé también en el mucho esfuerzo que he puesto a través de los años en cruzar mares en uno y otro sentido. Ahora estoy de este lado de un mar menor porque me lo pide todo el cuerpo, pero no alcanza, no basta, el efecto dura demasiado poco.
Hay unos pasos básicos para empezar a bailar lindy, y me mostraron los ocho primeros movimientos recontra básicos a la hora de la merienda. Por la noche estaba lista, con mi vestidito negro, para que me sacaran a bailar. Avisando oportunamente, eso sí, que era novata y, fundamentalmente, una caradura.
Anoche aprendí varias cosas.
Que en todo baile en parejas lleva el hombre.
Que siempre hay un leader y un follower. Cualquier semejanza con Twitter es pura coincidencia.
Que no conviene confundir el rol.
Que hay diferentes clases de hombres:
-Los que se preocupan por que aprendas bien los pasos, más que nada para que puedas salir airosa en una pista de baile llena de gente dando saltos y patadas. Ligeramente paternales.
-Los que se irritan porque no sabes los pasos, aun habiéndoles explicado que eras doncella. Se pasan toda la canción protestando y tratando de llevarte por el buen camino a fuerza de entrecejo y resoplido. Así no.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos, quieren que te la pases bien y te tratan con paciencia y suavidad. Smooth operator.
-Los que quieren pasársela bien bailando con vos y no sólo quieren que te la pases bien bailando, sino que te sientas la puta reina de la pista. Mucha cadera, mucho giro, mucha sonrisa y algún salto ornamental. Complicidad y compenetración.
En algún momento de la noche el Señor Resoplido, no contento con aguarme el baile, vino a decir algo como “Te cruzas todo el tiempo, es como si tuvieras un leader dentro”.
Pausa para espumarajo y respuesta que él pudiera entender:
– Es que, aquí donde me ves, no soy mujer: soy travesti.
– Y lo bueno que estás- me dijo, al pasar, el Señor Complicidad, siempre risueño y atento, mientras hacía volar a otra que sí había entendido de qué iba lo de follower.

fosy  andrea

Foto: Andrea & Fosy by Markel Optah Uriarte

No pasa nada, tenemos un plan

formidable.
(Del lat. formidabĭlis).
1. adj. Muy temible y que infunde asombro y miedo.
2. adj. Excesivamente grande en su línea.
3. adj. coloq. magnífico.

Estamos hablando de gente formidable. Todo empezó, como las mejores historias de este 2012 que se acaba, con un tweet.
Hace unos meses (aún era verano) Oscar Rodríguez, brazo ejecutor de santamaradona.org, también conocido como @vega en Twitter, mandó primero un tweet privado y luego se descolgó con un entrañable mail. En él nos proponía a unos cuantos tuiteadores, “así como con inusitado entusiasmo”, escribir un texto para formar parte de la segunda edición del Manual de Comportamiento para Gente Formidable.
El Manual es algo que, en su primera versión, apareció en 2005 y juntó a una manada de escritores con ganas de dar instrucciones precisas para ser formidables.
En esta nueva edición, se nos ofreció una lista de temas entre los que se podían encontrar, por ejemplo, “Cómo dedicar un gol”, “Cómo convertirse en espíritu maligno y habitar a tu cielito lindo” o “Cómo decir que no cuando uno quiere decir que sí”.
Yo quedé inmediatamente prendada por “Cómo ser desfogado y primitivo” y allá fui, de cabeza. Eso sí, intentando ser polite, di una segunda opción, que era “Cómo esperar una epifanía”, apartado del Manual que finalmente escribió Mónica Sánchez Lázaro. Su intervención abre el Manual y me transformó en fan suya for ever and ever.
Ayudó que Don Oscar nos hablara de amor en ese primer mail. Algunas veces, si te dedicás a escribir y venís con la guardia baja, si alguien te dice que tus textos emocionan con frecuencia, aunque venga en un mail masivo, te lo creés, comprás, te ablandás, en fin. O tal vez sea yo, que vengo con la efemérides subida y un ansia que ni Bowie turbio.
Sin más demora, vayan y descárguense gratuitamente este fabuloso compendio de textos. Encontrarán el PDF aquí, para leerlo en vuestro dispositivo favorito. Desde luego, si les gusta y quieren extender esta epidemia de magnificencia, hagan el favor de compartir, enviar, regalar, desparramar la buena nueva: tenemos un plan, habemus Manual.

Manual de Comportamiento para gente formidable

Participantes:

Cómo esperar una epifanía
Mónica Sánchez Lázaro

Cómo contagiarse de estoicismo
Andrés Gualdrón

Cómo dedicar un gol
Norman García

Cómo sobrevivir una relación a larga distancia
Olavia Kite

Instrucciones para evolucionar hasta hacer la evolución irrelevante
Mauricio Duque Arrubla

Cómo perder la cabeza
JG Cozzolino

Cómo ser desfogado y primitivo
Macky Chuca

Cómo sobrevivir, seis tesis
Javier Moreno

Cómo diseñar una cantaleta para resultados más eficientes
María Camila Vera

Cómo mantener la calma
Ana Malagón

Cómo decir adiós
Maximiliano Vega

Cómo olvidar una memoria
Oscar Rodríguez

 

manusia purba eropa 1

Imagen: Homo Ferus, u hombre salvaje europeo.