Con mi balsa

las flores amarillas que me golpeaban las piernas
mientras iba en bicicleta por Lago Puelo
son mi casa.
la cutícula seca y levantada
de mi dedo corazón
también es mi casa.
la yema de ese dedo
me riega y me garúa
y me lleva sana a casa
cada vez.
algunas mañanas me despierto
miro a mi alrededor
y no reconozco el espacio
ni mis cosas.
algunas mañanas soy náufrago
bicho escamado
afónico de sol
hipermétrope de ver sólo agua y sólo cielo.
tantos años viviendo junto al mar
me deben haber hecho mucho daño.
hay algo en mí que se castiga
por semejante privilegio
regalándome algunas mañanas
un pavor de balsa
hondura trémula bajo el parquet
el viejo miedo a la oscuridad
al que ya vencí en pasillos y en esquinas
pero que vuelve, salado, al paladar
que vuelve, vértigo, al talón
que vuelve a esto telgopor y deriva.

Instagram Summe Glistening Water

Retazos de algo

 

 

Lo que se pretende es que yo tenga más control sobre mi vida, como si estuviésemos hablando de la vida de una persona normal. Una de esas personas que se pasean sin anguilas anidando en su interior. Pero esta superabundancia, esta cornucopia de droga en realidad lo que hace es dejarme a un paso del error de cálculo, de la sobredosis, del gran vaffanculo al mundo. Mientras firma el pagaré por cinco meses de pastillas veo la duda en el entrecejo del médico, la sospecha de que esos meses puedan contraerse en un espasmo. Es tan fácil como un vaso de agua y un bulto en la garganta, la violación de tragar demasiado, demasiado de golpe. Yo me río ante el entrecejo del médico.
-No quiero volver a oír hablar de control. Estamos de acuerdo en que es deseable una planicie, algo de estabilidad y normalidad para que yo pueda tomarme estas vacaciones y usted me pone una visita de control de acá a un mes.
El médico suelta el entrecejo y se encoge de hombros. Siempre tiene que estar frunciendo algo, como si tuviera un pespunte con un hilo del que alguien tirara constantemente.
-Qué espera, acaso. Usted es…
Me levanto de la silla con estrépito (un poco torpeza, un poco sobreactuación) antes de que termine la frase. No sirve de nada: escucho. A pesar de mi ruido escucho su dictamen, la etiqueta que cuelga del dedo gordo de mi pie, todavía vivo.
-Ya sé lo que soy – rujo.
¿Por qué no pueden venir las voces en momentos como este, a tapar lo que no quiero oír? Pero no. Las voces vienen cuando quieren.
Salgo hecho un loco, rojo, sulfuroso, al pasillo, la receta y el tembleque en la mano, agitando con mi paso inseguro a las enfermeras almidonadas que huelen a colonia, y a sudor debajo de la colonia.
Se ve que grito, se ve que estoy gritando.
-Las voces vienen cuando quieren.
Ese es mi grito. ¿Mi grito de guerra? Mi grito cotidiano. No tengo otro. Si tuviera otro, lo usaría.

He tenido, podríamos decir, un viaje plácido. Vine aquí a descansar de las voces y a escuchar la radio. Estoy dopado y veo la vida a través de una sopa espesa. Esta mañana me senté en el catre y me quedé entumecido de calor hasta que se me mojaron las manos. No era sudor, eran lágrimas gordas que me mojaban los carpos contra los pómulos. La sopa, esta sopa de la medicación en la que floto, no me informa de mis estados de ánimo hasta que es demasiado tarde y ya estoy roto, llorando como le lloraría a mi abuela. Creo que durante este rato me abracé a sus rodillas, mi nariz contra su media de nailon, el dobladillo del vestido floreado, y le pedí que no me haga levantar más clavos torcidos de la calle. Mi abuela se ríe de mí y sus encías se agigantan. Abro los ojos, aterrorizado. Mi abuela nunca me haría esto. A lo sumo me daría una cachetada para que reaccionara, pero jamás se reiría de mí y los clavos.
Afuera grita un pájaro, eco perfecto de la risa de esta abuela que no es la mía, de esta antimateria de mi abuela.
-No llores más – gritan el pájaro y mi abuela.
-Las voces vienen cuando quieren – les contesto, gimiendo con voz fundida de baba y lágrimas, porque soy un moco.
Extraño a las voces. Por lo menos eran algo conocido. Este laberinto de sopa y sopor es muy complicado de atravesar. Me levanto.
Me lavo los dientes con una mano que no es mía. Los músculos de mi cara tienen dificultad en mantener el dentífrico dentro de las mejillas, y derramo una espuma lenta sobre el mentón, el pecho. Me limpio con la mano del cepillo y hay más espuma mentolada donde no debería haberla. El agua sabe oscuramente a óxido y no moja como debe. Afuera grita un pájaro.
Me enjuago con el agua que no moja, me seco la cara con una toalla que huele a humedad. Alguien me mira desde las marcas de sudario de la toalla, pero me rindo y dejo de adivinar si es o no mi abuela.
Estoy frente a la puerta y no puedo salir.
Pasan unos minutos.
Afuera gritan. Si por lo menos fueran las voces. Si me cantaran.
Los gritos duelen como golpes. Golpean a la puerta. ¿Será que estoy frente a la puerta porque alguien la golpea?
Mi mano no entiende el picaporte.
Alguien abre. Hay vuelos. Ruido. Manos. Dona Elíade. Otro estampado de flores. Olor a café y pan. Se desayuna en esta casa. Estar así atontado no es de hombre. Peldaños. Una mancha de humedad. Un hombre bravo y alto como usted. Jarros de metal. Quema. El pan bueno y una mano en mi brazo. Una mano en la mano que hace un rato, ahora mismo, no entendía el picaporte.

Estoy sentado en el porche y Dona Elíade habla de mi radio, que suena toda la noche, y al final las chicas del forró hacen menos ruido, y hay una que es su nieta, parece. Una que pasa cada mañana por el porche con pollo asado o más a menudo feijão y tetitas debajo de una camiseta de un color mostaza diarreica, pero su culo redondo no podría emitir nunca caca de ese color, porque es una hermosura de ver, y se ve que Dona Elíade tuvo que pegarme en la mano porque me hurgaba la bragueta, en la calle, en el porche, a la vista de todos.
Meses más tarde, sentado en el porche junto a Bill tendré esa sensación, el tiempo comienza otra vez en la bragueta, aquello que crece sin voluntad, el culo redondo de una nena que pasa y que me arremolina el aire en el abdomen y levanta el telón de la vida sin tiempo y sin palabras.
Hay una manera de mirar el mundo que sólo ocurre cuando uno está sentado en el porche delante de una casa que dicen que es suya, aunque uno no se lo acabe de creer porque la vida es demasiado disparatada como para que algo sea verdaderamente de uno.
¿Qué tengo yo que sea mío? Esta sopa, estas manos de hombre blandengue. Esta bragueta retráctil que se anima cuando pasa la nieta del forró o una nena demasiado vívida. Unas voces que me han abandonado, y cantaban.
Cantaban.
-Está pensativo esta mañana, el señor.
Esta mañana oigo, oigo todas las cosas. Y me doy cuenta de que echo de menos no las voces, sino el canto. Las voces me cantaban.
-¿Y en el canto está el nombre? – pregunta el pájaro que grita. Y mi abuela, los clavos de punta, los muchos pájaros del bosque se alinean frente a mí, atentos a mi respuesta.
-¿En el canto está el nombre? – pregunta también la nieta del culo hermoso, y me pierdo un momento pensando en mi dedo ensalivado entrándole, y mi bragueta vive y respira.
-¿En el canto está el nombre? – me pregunta un viejo de camisa marrón, que también se sienta, como en una tribuna, frente a mí y me mira con ojos atentos que reflejan la vida a demasiada velocidad. Me marean los ojos del viejo y no puedo contestar.
-¿En el canto está el nombre? – me preguntan un Bill que todavía no conozco, y un Timmy que nunca me llegarán a presentar, y la voz en estéreo surround de alguien hondo y gordo como Dios.
Tiene que estar. Tiene que estar ahí el nombre.
-En el canto está el nombre, sí – le digo finalmente a la tribuna de gente rara que me mira. Los pájaros salen volando a gritos y delante está Dona Elíade, su mano en mi mano sobre mi falda, mi regazo inofensivo que ya no es bragueta, y su sonrisa de tres o cuatro dientes amarillos.
-Hay muchas canciones lindas en esa radio suya. Siga escuchando, señor, no nos molesta.
Hay un tejido social que escapa a mi sopa. Se ve que cabía la posibilidad de que mi radio nocturna molestara, y no lo había pensado hasta ese momento. Y la otra posibilidad es que haya una canción, una canción completa y real dentro del canto. Como las canciones de la radio. Digo que sí con la cabeza pero estoy distraído por esta novedad. El corazón me golpea en la garganta. La sensación de la mano de Dona Elíade todavía se queda pegada un rato más. Veo el carro de Mê, las gallinas, una camiseta color diarrea colgada de la cuerda, cuatro bombachas limpias de un blanco casi gris, que seguro que pertenecen al culo redondo de mis sueños de porche, y tengo una erección violenta, y palabras para entenderla, porque la sopa se ha despejado y los colores me golpean la córnea, como si hubieran arrancado una cortina de gasa sucia que no me dejaba ver las cosas. Algo empieza a latir detrás de mi oreja, y es esa luz y un silbido, un arrebujarse de bichos brillantes como el cuero mojado, algo asqueroso que se despierta dentro de mi cráneo y el buen Dios, gordo y hondo, me da fuerzas para volar escaleras arriba y manipular una caja de cartón y tragarme en seco una pastilla salvadora, una pastilla mesías, una pastilla que me devuelva triunfal a mi sopa.

 

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Dibujo por Patti Jordan

 

 

Lo que sabemos las chicas

 

 

Lo confieso: yo leí a Poldy Bird. La leí cuando era una nena, ahora me parece una señora almibarada insoportable. Pero está todo bien, yo a veces también soy una señora almibarada insoportable. A la distancia, recuerdo que me fascinaba un cuento en el que hablaba sobre la casa de su abuela. Sé que mi preferencia por ese cuento venía de haber vivido media vida en casa de mi abuela, y esas descripciones del jardín y la reja y las plantas podía perfectamente comprarlas como propias. Bird hablaba de las primeras rosas, que ya mareaban en octubre, y de los jazmines del verano (aunque para mí el verano empieza con el primer mordisco a un durazno).
En algún momento de ese cuento, Bird le agradece a su abuela todo lo que le enseñó, lo que la hizo ser la mujer que es. Y enumera: usar pañuelo, saludar, decir gracias, freír un huevo, coser un botón.
Las chicas tenemos que saber muchas cosas para convertirnos en mujeres. Una de las primeras canciones que aprendemos, las manitos agarradas bien fuerte para no caernos cuando la ronda toma velocidad crucero, habla de saber coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar. Las chicas tenemos que saber usar nuestras puertas para salir a jugar y, eventualmente, casarnos con el príncipe. O con la viudita del barrio del rey. (Para mí el “Arroz con leche” siempre tuvo una connotación lésbica; ese cambio de POV en medio de la canción es desconcertante cuando tenés edad de jugar a rondas con las nenas. Primero se quiere casar con la señorita de San Nicolás y después resulta que era una viudita que no sabe con quién. Piensenlón.)
Las chicas tenemos que saber muchas cosas y por eso un día abrimos la revista Anteojito, nos abduce la columna de Blanca Cotta, aprendemos que a las frutillas hay que lavarlas antes de cortarles el cabito (porque sino se llenan de agua y pierden sabor) y a partir de ese momento todo se va al mismísimo carajo.
A partir de ahí los descubrimientos, los saberes, se atropellan. La esencia de vainilla nacional es siempre artificial, e intentar bebérsela del pico, cual botellita-Bébeme de Alicia en la madriguera, es la experiencia de amargor más intensa de la infancia. No hay que abrir la puerta del horno en la primera media hora de cocción, o la torta no levantará. Las salchichas se revientan después de mucho rato en la olla. El merthiolate primero pica, pero después cura. Las babosas se matan con sal. Si hay alguaciles va a llover. Se puede planchar un pañuelo extendiéndolo, bien mojado, sobre los azulejos de detrás de la pileta del lavadero, y dejándolo secar ahí mismo; después se despega lentamente, se dobla y ya está.
Más tarde aprendemos a cuánto abrir la boca durante los primeros besos de lengua, a cómo permanecer indiferente frente a un piropo o un silbido en la calle, a cómo respirar hondo para no llorar. Incluso sabemos cuánto deben durar los abrazos con los amigos: los gringos usan el método de murmurar mentalmente “Mississippi” para monitorear la duración políticamente correcta de un abrazo no sexual.
Hay un cuento hermoso de Isidoro Blaisten, Príncipe de los Vikingos, al que le tengo mucho cariño por varias razones. Primero porque es el recuento de los saberes que apabullan a un nene, y la versión masculina del crecer y transformarse en semihumano siempre me interesa y me enternece. Después porque los protagonistas trabajan en Vialidad, trazando la ruta a Pigüé. Y me imagino entonces a toda mi gente querida de Bahía, Pigüé y Saavedra, y que los almacenes antiguos que nombra tal vez sean los que visitaban sus madres y abuelas, y es otro caso de ficciones que tocan aristas de realidad.
En el cuento de Blaisten, el nene, probablemente huérfano, aunque esto no se menciona de manera explícita, vive con su hermana y el marido de ésta. El marido/cuñado es agrimensor, y pasa temporadas en la “campaña”, trabajando y mandando telegramas (siempre el mismo: “Arribé satisfactoriamente”, que ella colecciona en una lata de galletitas Bagley). Ella es ama de casa, chiquitita y perfeccionista, con la neurosis-bomba-de-tiempo de las mujeres que pasan demasiado tiempo solas en casa. El cuñado es un pedante, con un trastorno obsesivo-compulsivo refulgente como el cielo estrellado de la pampa. Hace listas de la compra con vectores, estructura, esquematiza, traza diagramas, baja línea acerca de cómo se hacen las cosas. El nene mira y aprende, un nene lindo que juega a ser vikingo en un baldío y hace juramentos sagrados con plumas de faisán o perdiz.
El gran acontecimiento en la vida de esta familia es que un día viene a cenar el Ingeniero, director del proyecto de Vialidad, junto a otros agrimensores y contratistas. Al Ingeniero lo precede su fama: es una persona brillante, un sabio, que traducido al idioma de esta buena gente no es ni más ni menos que ser un depositario de saberes, un compendio de nociones prácticas. Están todos emocionadísimos y pasan semanas trazando listas de la compra con vectores y haciendo acopio de víveres perecederos y no perecederos.
El Ingeniero llega, en medio de la ansiedad y el clamor general, se lo homenajea con vermut y morrones fritos, se brinda y se bebe. Y, efectivamente, el Ingeniero es un sabio. El nene mira todo, alelado, como en cuclillas ante el Buda. El Ingeniero sabe cómo hacer para que no salgan bichos en el empapelado, cómo se limpia la porcelana, cómo vaciar una lata de kerosén sin derramar una gota. Los comensales beben de sus palabras. El Ingeniero se embala, se encurda con las botellas de vino que trajo como obsequio a la anfitriona y empieza a soltar sus saberes uno tras otro, sin mediar inhalación de oxígeno: cómo limpiar el pegamento con vinagre, cómo destripar una gallina, cómo desempastar una bujía, cómo usar el ácido muriático con fines domésticos. Finalmente entra en un paroxismo de instrucciones, consejos, espumarajos, pero no alcanza la iluminación, no: se desploma sobre la alfombra, se ríe solo, llora, hay que subirlo a la cama, vomita la colcha. Ingenieri failure.
Es un gran cuento.
Y que las chicas sabemos muchas cosas hoy también me parece un cuento.
Amanece, y me pregunto dónde están mis saberes, mis nociones. Como esa nena de ojos azules que de repente se da cuenta de que no sirve para nada saber leer, y saber que a la gente de ojos azules a veces se la descuartiza y a veces se descubre al malhechor a través de los latidos de un corazón escondido debajo de las tablas del suelo.
Amanece, y me gustaría que mis latidos me contaran algo que no sepa, algo nuevo. Que esta taquicardia sirviera para algo.
Pero todavía no sé qué se hace bajo la ducha con un cuerpo que hasta ayer era artefacto de placer, y hoy duele en cada articulación. No sé qué diferencia hay entre ponerse un perfume u otro, ni si sirven de algo las muñecas o las ingles fragantes. No sé qué valor tiene saber que los párpados hinchados de llorar se desinflaman con té de manzanilla helado, ni que el aliento a cóndor mejora masticando tallitos de perejil.
Hoy me doy cuenta de que no sé cuántas calorías hacen falta para mantener un esqueleto en movimiento, ni por qué hay que cortarse bien las uñas. Que ni mi abuela ni la abuela de Poldy Bird me enseñaron cómo se pasa de enmielada a almibarada, ni de insoportable a funcional. Hoy me doy cuenta que no sabía hasta qué punto la piel grita, hasta qué punto aúlla el pecho, y los ingenieros de este mundo al final se encurdan y se babean y nadie te dice qué hacer.
Hoy no sé cómo se da el próximo paso, ni conozco la manera elegante de sentarse a esperar, de darle cuerda al reloj. Hoy no sé dónde conseguir una máquina del tiempo, y no estoy segura, no sé si debería adelantar o atrasar. Hoy no sé dónde está el botón de rewind ni el de fastforward. Hoy no sé qué música poner, porque todas las playlists me quedaron súbitamente viejas. Hoy no me acuerdo de cómo cantar.
Hoy amanece y no sé.

 

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Imagen: Anarchy covers by Rufus Segar.

 

 

Azúcar

 

 

Rellenar con azúcar de un frasco un azucarero. Cucharada a cucharada soy la dueña del azúcar. Blanca, aunque dice blanco en el paquete. Cucharada tras cucharada me tiembla la mano y derramo y cae y caigo. Parecen estrellas los puntos de azúcar sobre la madera oscura. Igual de incontables. Claro que podría ser Rainman, y descifrar de un golpe de vista la ecuación del azúcar, el secreto del universo, la cantidad de instantes dulces que hacen la vida potable. Cucharada tras cucharada me tiembla el contenedor y me derramo. Es plateada la cuchara y después se tira a la basura porque es de plástico. Metal de mentira. Cucharada a cucharada de mentira me tiembla el pulso y me derramo. Tengo anillos de plata ante los que nadie responde. Metal de verdad en dedos que, cucharada a cucharada, tiemblan y me vierten dentro de mí misma. ¿Cuántas horas me quedan de estas? ¿Cuántas horas buenas, cuántas edulcoradas por las cucharadas de verdad que cada tanto me digo al oído? Algunos temblores más tarde el azucarero está lleno de estrellas. Llamen a Dave Bowman. Díganle que sí, que acá también.

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Imagen: Escultura de azúcar por The Sugar Lab.

Una de fantasmas, o el lado sin glamour

 

 

Es, ni más ni menos, otro episodio de perro telepático que abre la boca y empieza a cantar una canción que no reconoce. Es sábado a la noche, año trece del tercer milenio, y una chica canta Separate Lives, una balada patética de Phil Collins, 1984, mientras enjabona una sartén. Hasta hace un minuto no tenía registro mental de la canción. Ni siquiera llora. Las lágrimas, cuando llora a solas, son como estornudos ineficaces, sollozos que pasan demasiado rápido como para tener verdadero poder limpiador. A la chica le gusta llorar en público, después de todo lleva en la sangre el gen inequívoco de dama de las camelias.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de pasto amarillo entre cada punto pintoresco. Si tiene suerte, el próximo camionero la llevará hasta Esperanza. En Esperanza hay una gomería, un surtidor y una fonda donde una señora con cara de Riquelme acuchilla la escarcha del freezer con una técnica seguramente aprendida en el Motel Bates, mientras se caga estentóreamente en la cadena de frío y un montón de helados se ablandan sobre el mostrador. Hoy en Esperanza viven dieciséis personas. Tal vez el mes que viene vivan las mismas, si sobreviven al E.Coli. Tal vez los helados sean sólo para turistas. Tal vez alguno de los dieciséis robe un helado y no llegue a tiempo el Turco con la chata para llevarlo a la salita que queda en el Calafate. Tal vez el Turco llegue a tiempo pero después se haga pomada por el camino: demasiado alcohol en un territorio donde el vino es más barato que la leche.
Esto es como la Patagonia, pero el lado sin glamour. Quinientos kilómetros de piedras que esquivar antes de llegar a ver lo lindo, lo fotografiable. Sólo quiero una foto tuya (le canta Blondie al objeto de su encajetamiento) un souvenir, algo más sólido. Miren las cosas que le mete el fantasma en la cabeza. ¿Por qué pensar ahora en fotos dentro de billeteras? ¿Por qué pensar?
Si por lo menos alguien la llevara a Tolhuin.
Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma que le hace cantar canciones olvidadas. El viaje de tu vida, le dice el fantasma al oído, después de lamerle la mejilla. Llevame a Tolhuin, le pide la chica al fantasma, que todo lo puede. Está demostrado. Miren las cosas que le mete en el cerebro, canciones grabadas en el lado de “lentos” de un cassette amarillo, intoxicaciones alimentarias por helados en mal estado, la primera vez que probó chili con carne aderezado con vinagre de sidra. Cómo no va a poder llevarla de viaje.
La chica quiere que la lleven a Tolhuin, y aterrorizarse otra vez en esa curva de 90 grados y cornisa. Que la lleven a Tolhuin y que le rompan el culo frente a un lago, bajo la tormenta.
El fantasma, pérfido, le recuerda que este es el viaje de su vida. Un saltito ridículo sobre un mar menor, su corazón haciendo seis mil kilómetros a dedo dentro del cuerpo. La arritmia comiéndole las muñecas y la yugular. El fantasma, cruel, la deja ahí, en la pileta de la cocina, con las manos enjabonadas y un tema lento de Phil Collins en el cráneo, mientras la canilla gotea y gotea y gotea.

Podríamos dejarlo acá, pero la chica cree en el poder redentor del hilo telefónico, y lo usa para llamar a otra chica, una que se ríe como ella, con carcajadas de bruja chota. Una que también conversa con su propio fantasma, el que le mete en la cabeza caretas con las que engalanar a galanes deshilachados con caras duras cual piedra de Rosetta, el que le mete en la cabeza katanas liberadoras y cumbias para sudar la fiebre. Y después de debatir largamente acerca de la alegría anal en situaciones de tormenta, y de acordar que el sabor a a azufre tiene que ver tanto con el culo como con la atmósfera, cortan entre besos y tequieros. Y la chica le agradece a Graham Bell por los servicios prestados, y al fantasma por hablarle de lagos y mares y sudestadas, y a sus genes de vasos siempre rebosantes, y después se va a bailar con su pollera amarilla.

En el diome

Macky

Te o de o

 

Somos las excesivas, las intensas.
-¿Qué prefieres, todo o nada?
-Todo.
Respondo sin pestañear. Respondo antes de que puedan terminar de formular la pregunta. La conclusión es siempre la misma:
-Te vas a llevar muchas hostias en esta vida.
Claro que sí. A mí el Tao me queda a contramano. Porque yo quiero todo. Y así colecciono moretones en las pantorrillas (como caballito gitano, decía mi abuela). Acumulo golpes como quien no se decide a tirar los diarios de ayer.
Bailando lento en esta milonga en penumbra, me pega a su vientre para que entienda los pasos. Me dejo. Después de todo, su mano en mi espalda es el alfa y el omega. Bailo y cuando bailo no tengo medida. Así me gustan las cosas. Hasta el final.
Quiero todo. Quiero bailar hasta desmayarme, sin perder de vista que yo elegí el rojo vivo de mis zapatillas. Quiero que me quieran temblando y hasta que pase el temblor. Quiero que me miren a los ojos y que los ojos hablen hasta agotar las palabras. Quiero guardarme cada abrazo de mis amigos y destilarlos y bebérmelos en los días de lluvia.
La mujer que está sentada a mi lado en el metro también lo quiere todo. Me lo dice su cara demacrada de tanto guardarse las pesadillas en las venas. Tiene un suéter estampado en el que chocan muchos colores, y un abrigo de esos hechos con retazos que antes se hubieran considerado imposibles de combinar pero que ahora están de moda. Unos pelos largos y enrulados le brotan del mentón. Lleva un bolso enorme bordado con abalorios turquesas, y un anillo como una araña de bronce, y uno esmaltado como un huevo de Fabergé, y uno de indio navajo y otro con cascabeles. Y un prendedor con la A de anarquía. Y zapatillas negras bordadas de blanco. Sí, ella también lo quiere todo.
La pelirroja hermosa del asiento de enfrente, para no escatimar, tiene pecas no sólo en el escote y en las manos, sino también en los párpados y en los labios. Está claro, ella también lo quiere todo. Yo quiero todas sus pecas. Si me dejara mirarla de cerca estoy segura de que encontraría pecas en sus pestañas, moteadas como las antenas de una polilla con piel de leopardo. Existen polillas así. Pero lo que yo quería decir es que a la pelirroja le contaría las pecas de las pestañas una a una y después le transmitiría el resultado al oído.
Trece años de pertenencia a banda punk rock me han pulido el gusto, y desde entonces visto mis ancas de pantera con estampado de leopardo. Para mí es puro glamour del palo. Para otros es irreductible vulgaridad. Da igual. Estos últimos días me he paseado por esos mundos de Dios con una o más prendas animal print en mi atuendo. Coco Chanel decía que una debía siempre quitarse el último accesorio que se había puesto. Tenía razón. Pero somos las excesivas, las exageradas.
Un amigo me dice, del otro lado de una cerveza, que Bill Stevenson le puso All a su banda porque él también lo quería todo. No puedo corroborar este dato. No encuentro la información. Pero confío en que algún otro amigo sabio venga a confirmármelo. Por lo pronto llevo mi prendedor de All en toda solapa disponible, para que no queden dudas de lo que quiero.
Sé que quererlo todo a veces te deja con el culo al aire. Sé que desear tanto es para vaqueros con muchas millas en las espuelas (como en la película de Van Sant, a las vaqueras también nos pega el blues). Sé que nadie vendrá a llenar a cucharadas este hueco que se abre cuando me quedo quieta. Pero no puedo evitar estirarme para ver si alcanzo lo del estante de arriba de todo. A veces, como ejercicio, juego a enmudecer y dejo que el mundo me ataque como el agua ataca a las esponjas, que parecen secas por fuera y están hinchadas de agua en el interior. Pero son sólo pequeños descansos en medio de la milonga, momentos de reposo antes de cambiar de forma y abrirme a las manos en la espalda, las manos que me hacen bailar.
Dejo entonces que el mundo me moje, y bailo hasta caer rendida, para devolverle al mundo un poco de humedad, un poco de todo lo que le robo cada día.
Miro todo. Capto todo con mis antenas de polilla aleopardada. Envío señales a quien corresponda, pidiéndole todo. Cada tanto el compañero de baile se anima y conecta mi culo al cosmos, y me río como loca, porque me asomo al todo y todo esta ahí, al alcance de la mano, redondito y brillante. No quieran saber.

 polilla

Leona

lioness
Este texto apareció en la revista Agitadoras de abril de 2013.

It is for me the eventual truth
Of that look of the lioness to her man across the Nile

“Lioness”, Songs:Ohia  

Nunca se había sentido leona. Siempre eran de otros los rugidos vistosos antes de la película. De cualquier película doméstica o incluso pública, de esas pantallas plateadas a la fresca, donde todos podían ver el vapor saliendo de las fauces y huían por su vida. Ahí había rugidos y nunca eran suyos.

Nunca fue leona porque las coronas se las ponían otras. Y ella nunca fue de las que se sentían especiales, aunque escuchó tanto esa frase: “¿Qué tenés, coronita?” Ella no tenía coronita ni corona, y una leona debe tener al menos una corona imaginaria, ya que la naturaleza no le ha otorgado la melena regia del macho.

Nunca se había sentido leona aunque sí tenía una buena mandíbula, eso sí. Muchas veces se le escuchó decir: “con esta mandíbula de tiburón blanco que el buen Señor me ha dado no pretenderán que coma plancton.” Nadie sabía muy bien a qué se refería con esa bravuconada. Ni siquiera ella. Lo decía por decir, como habrá dicho tantas cosas en su vida. Ahora sabe que lo de la mandíbula tenía que ver con la promesa de una leonez, una leonitud. Lo sabe porque un día apretó, y algo crujió entre sus dientes.

Nunca se había sentido leona porque leonas siempre fueron las otra s, las hermosas y ordenadas, las que se subían confiadas al escalafón para preñarse y parir y después mostrar al cachorro, primero ensangrentado de la propia sangre, después limpio a lengüetazos y después seguro entre los brazos fuertes, defendido de vientos, mareas y tiburones blancos por ellas, las que de pronto adquirían ojos de leona. Esas eran las buenas. Las importantes. Las que tenían ganada para siempre la cucarda que ella nunca tendría. Después de todo, qué hay más definitivo que mostrar la cicatriz del hijo, la risa del hijo, la estatura siempre creciente del hijo, el amor inconmensurable que ella nunca sentirá. La marca máxima de leonitud. Ahí las tienen. Las leonas son sus amigas. Ella ama a las leonas. Ella ama saberlas así de completas. Cierra los ojos e intenta ver detrás de los párpados la leve luz rosada de esa completud.

Sabe, de todos modos, que una vez que el cachorro abandona el vientre las leonas acarician el vacío para siempre. Que eso también es definitivo. Y que eso se traduce en gestos heroicos que ella puede entender con la cabeza pero no con el cuerpo.

Pero un día apretó los dientes y algo crujió. Las encías le sangraron también, poco habituadas a ese tipo de visitas. Era algo que había cazado después de correr mucho, con la lengua afuera y los huesos doloridos, polvorientos. Jugó con la presa entre las patas delanteras, como hacen las gatas. Todavía no se animaba con según qué sensación felina y empezó por la película doméstica. Cuando el juego se volvió más bravo, cuando la presa empezó a oponer resistencia supo que se había confiado. Tuvo que esforzarse mucho para seguir jugando sin romper, sin matar.

Al final abrió los dedos hasta que aparecieron las garras, y después soltó las fauces, hundió la cabeza y apretó.

Lo que tenía entre las patas delanteras era perfecto como una perla e igual de valioso. Lo había matado ella solita y sólo por eso merecía ser coronada. Había sido algo bueno, algo que parecía gigante e inmutable, y ella lo había pintado de sangre y saliva. Amasar una pérdida entre las patas de pronto le pareció la hazaña definitiva. Ahora acariciaba el vacío ella también. Acaso en ese gesto podría aspirar a entender.

Se quedó largo rato husmeando el aire, fétido de río y de sangre mezclada, la boca abierta, los ojos fijos en la primera estrella en el cielo, las patas sujetando aquello que primero dejó de moverse y mucho después se enfrió hasta que ya no tuvo buen sabor.

Image: Portrait of a lioness, by Kim Stevens

Historias del otro lado de la valla

 

 

The men don’t know
but the little girls understand.

Back door man, The Doors

 

El marido había levantado la voz una vez nada más.
-Usted sólo sirve para contar historias.
Era verdad, ella sólo sabía contar historias. Y de pronto a ella eso se le antojó un pecado más grande que la vida entera de María Magdalena.
Ese día, mientras cruzaba la calle, se dio cuenta de que el confesionario ya no podía ser sitio para sus historias. Pero ella no tenía la culpa de que los pájaros le hablaran.
Fueron los pájaros los que le hablaron del caballo. Ella les hizo caso y esperó. Después de un tiempo la espera neutra se transformó en una espera de él.
Un día salió a pasear fuera de la valla, y otro día fue feliz porque supo que vendría. Pocos días antes de que vieran al caballo merodear, ella encontró calma porque había entendido todo y no le hacía falta saber cuándo acabaría la espera.
El marido comía en silencio.
En la tienda del pueblo las mujeres se hacían cruces al verla porque una niña había dicho que la escuchaba pensar.
-Tiene la cabeza llena de historias, dijo.
Todas le creyeron. Por eso las cruces.
El tendero puso ruda macho detrás de la puerta.
Otra niña dijo en la escuela que la había escuchado hablando sola detrás de la valla, y la maestra le lavó la boca con jabón.
-No hablamos de la gente esa- le gritó a la niña.
La niña recibió una paliza esa tarde. Una de esas palizas ejemplares para fijar conocimientos.
Ella empezó a caminar cada día del otro lado de la valla, cosa que, por supuesto, estaba prohibida.
Todos vieron al caballo merodear. Los pájaros hacía rato que ya no hablaban.
La ruda del tendero se secó.
Las niñas estaban taciturnas en la escuela y las mujeres empezaron a pensar en mal de ojo y también en fiebre amarilla, y se quemaron muchos jergones de lana vieja y se cambiaron por heno fresco para ahuyentar cualquier posibilidad. Pensaron que así silenciarían las historias. Al menos esa historia en particular.
En el fondo, las demás mujeres se sentían estafadas por no escuchar ellas también los mensajes. Aunque los pájaros hacía rato que ya no decían nada.
El marido pareció volverse de escarcha cuando vinieron a decirle que la habían visto fuera de la valla. Y el caballo merodeando.
Ella ya se había acostumbrado a que la tienda era un lugar para todas las otras mujeres del pueblo pero no para ella. Las demás elegían metros de tela floreada y manteca y clavos y cinturones.
Ella ya no tenía nada para comprar, ni mucho menos nada que vender.
Antes de irse, ella se paseó por los porches traseros de las casas, porque consideró importante que las niñas supieran. Y las niñas querían saber. La pregunta era obvia, sencilla.
Le preguntaron si estaba bien perderlo todo para seguir el rastro de un caballo.
Esa noche el pueblo tembló con los gritos de las niñas, a quienes se castigó con minuciosidad en cada salón, delante del fuego.
A la mañana siguiente, en la escuela, algunas niñas todavía tuvieron fuerzas para contar lo que habían escuchado, y se les lavó la boca con jabón.

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Imagen: Papercut by Elsa Mora