Religare, o dónde me pongo

 

El otro día tuve la oportunidad de asistir a la presentación de El ocaso del pudor, el nuevo libro de Miguel Dalmau, gran escritor y vecino lletraferit de Champawat sin duda alguna.
En el corto pero interesante debate que siguió a la presentación, hubo murmullos exasperados cuando el autor eligió decir que muchas de los movimientos de emancipación femenina nacieron como respuesta a la herida infligida por el patriarcado, léase, que las niñas empezaban a estar ya hartitas de estar bajo la pantufla de papá.

Me hace falta la expresión anglosajona to roll the eyes para ejemplificar lo que pasa cuando alguien habla del patriarcado. Muchos (y muchas) hacen rodar los globos oculares dentro de sus cuencas, por no decir que elevan sus ojos al cielo como suspirando “otra vez, ahí vamos, es que no pueden las niñas dejar aparcado su Complejo de Electra por un rato”. Esas ganas de que aparquemos según qué inquietudes, que naturalicemos de una vez lo que no es ni nunca fue natural (basta ver la cantidad de barbaridades que se cocinan en nombre de esa gran institución zombie que es la familia) es, justamente, sólo uno de los tentáculos de lo que tan ampulosamente llamamos el patriarcado.

Cuando yo era joven, muy joven, cayó en mis manos un libro delicioso, que valió como despertador en un momento en que mi gran preocupación era si iba o no a tener tetas. (preocupación muy válida, parece ser, pues no dejan de tenerla señoras ya creciditas que deciden pasar por el bisturí para tapar algún agujero).

El libro en cuestión es Mulher, objeto de cama y mesa, de Heloneida Studart, un maravilloso collage que sonó como un sopapo en mis tardes de prepúber. Antes de tener la oportunidad de escuchar a los Ramones y The KKK took my baby away, aprendí que una podía ser abducida por esas mismas 3 letras como iniciales de Kinder, Kirche, Kuche, niños, iglesia, cocina. Los tres espacios a los que debía limitarse el universo femenino si no queríamos tener problemas, según algún simpático nazi que consideraba que la “democracia sexual” era un invento judío, y que había que “matar al dragón y (…) revivir lo más sagrado en el mundo: la mujer sierva y esclava”.

 

El libro es una joya, y aunque lleva muchísimas ediciones en portugués, creo que no es fácil conseguirlo en castellano. Sin embargo, lo encontré en scribd y espero que lo disfruten.

Gracias a este libro, entre otros, en cuanto mi destino me empujó a un colegio de monjas luego de haber disfrutado de una educación primaria mixta, laica y libre, yo ya había pasado de niña repelente a púber repelente, “soberbia y contestadora”, como bien dejó sentado la madre superiora en los cinco años en que tuvimos que vernos las caras.

Y ahora, mire usted por dónde, a propósito de El ocaso del pudor, Dalmau me habla de unas Jornadas de Estudis Feministes En Religió, de unas wonder women teólogas, filósofas, sociólogas, poetas, que usan palabras e imágenes para des-colonizar el cuerpo como espacio público, arman camas debate (porque la mesa ya es demasiado mainstream), presentan la  película Fake Orgasm del director catalán Jo Sol, y hablan de la posibilidad de una religión que haga lo que su etimología indica, o sea, que nos devuelva el religare. Una religión que una, que junte, que le haga el pespunte a las almas y los cuerpos después de tantos años de dualidad, de dividir para conquistar, de cortar por lo sano. Una religión vista desde la capacidad de decisión individual y al mismo tiempo de aceptación de la diversidad.

Vamos a ver. Llegados a este punto he de admitir que me pasa algo. Si han estado leyendo este blog, sabrán que hay una voluntad de comenzar fracasando, de aceptar vacíos y pasos en falso. Y acá me pasa algo muy grande con la religión vs toda mi pose ultra rebelde, super loca, re punk.

Algo dentro de mí, cuyo único punto de contacto con la protagonista de mi post anteriores que cree en un pulso, en la presencia de algo más grande que yo misma, cortocircuita de lleno con esa pose, y ambos chocan de frente, y como decían en las antiguas novelitas de Corín Tellado, como dos locomotoras a vapor.

Pero como una sabe que de las electrocuciones a veces una sale con tatuajes nuevos, y que hay que meter la cabeza en los lugares incómodos para despeinarse un poco, va y se asoma, y no sólo se asoma, sino que es invitada a que lea y haga ademanes en uno de los eventos que se organizan en el marco de estas jornadas. Estaré acompañando a Marian Pessah, que presenta su libro “Amor, placer, rabia y revolución”, y a Arantxa Andreu, que nos cantará “Hilando sueños”. Esto será el miercoles 11 en el restaurant Ummo de la calle Sant Magí 66.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Inciso: si con las monjas me hice la rebelde, antes, en la primaria, fui de las llamadas varoneras. Un grupito minúsculo de chicas, aburridas e insatisfechas con el rol por default de “nena buena”, que elegían sistemáticamente jugar con los (y a cosas de) varones. Creo que nunca dejé de ser una varonera. El ejemplo más claro es el del asado. Un asado cualquiera de los miles de asados a los que asistí en mi país.

Cuando llegás a un asado, las mujeres se meten en la cocina para hacer las ensaladas y hablar de cosas de mujeres (que generalmente tienen que ver con corazones rotos, depilaciones o suelos pélvicos más o menos atendidos).
Y junto a la parrilla los hombres hablan de cosas de hombres (o sea vaguedades sin profundidad emocional sobre quién vio más conciertos, quién tiene la mayor colección de discos o quién corre mejor detrás de una pelota).
Sí, estoy generalizando para irritarlo a usted.  Porque también, como saben mis amigas, soy la primera en disfrutar con las conversaciones de minitas, y hago todo lo posible para que nos ríamos de nosotras mismas. Y porque espero que esta generalización ayude a entender lo que viene ahora, y que es como el epítome de lo que me viene pasando en los asados, y que me ocurrió un día a finales del siglo XX.
En uno de estos asados una chica muy hermosa se me presentó diciendo:
-Yo soy la novia de Pitu. ¿Vos de quién sos novia?
¡Plop!
¿Hace falta que le ponga un subtítulo a esto?

Entenderán que a partir de ese día yo fui muchas veces de las que se quedaban junto a la parrilla para hablar con los hombres, sólo para joder, porque no era lo establecido. Sólo porque era ejercer un derecho a ser diferente que no había podido ejercer en las épocas en que las opciones eran jugar con los niños o meterse debajo de la mesa de los mayores para escuchar conversaciones no aptas para todo público.

Y yo siempre quise ser muy apta, y al mismo tiempo nunca supe dónde ponerme.

Entonces digamos que esta varonera, que tuvo que labrarse una conciencia gremial, como diría Mafalda, con mucho esfuerzo, muchas de cal y pocas de arena, ahora está encantada de participar de un encuentro de minitas, pero de minitas pulenta. Allí estaré el próximo miércoles, y allí espero verlos si tienen ganas de pasar un buen rato y de salir de los lugares pre-asignados que nos dio el Gran Acomodador de esta película.

Vecina de Champawat | julio 6, 2012 at 4:13 pm | Etiquetas: el ocaso del pudorfeminismoheloneida 

 

 

Las que se venden a sí mismas

 

 

Este texto fe publicado en la web de RTVE el 22 de noviembre de 2011

A una amiga mía le preguntaron hace poco por qué asociaba femineidad con fragilidad, y le pidieron ejemplos de mujeres frágiles. Llegamos a la conclusión de que no conocemos mujeres así. Sí conozco mujeres que eligen hacerse más o menos las tontas con respecto a las ganas de quemarse vivas en su propio fuego. Conozco señoras y señoritas que intentan no llamar mucho la atención, o llamarla de la manera correcta, siendo sexies y perfumadas.

Tranquilas, hermanas hembras, nunca estaremos a salvo del todo, ni siquiera de nosotras mismas: en este mundo en el que vivimos, “puta” es un insulto para cualquier mujer en contacto con su sexualidad. Puta es una palabra arrojadiza, puntiaguda. Nos la dan cada día en ayunas, una gota de veneno instilado en el oído. Hay otros insultos sólo-para-mujeres, desde luego, bonitas piezas talladas en escupitajo, como “gorda”, “fea”, “loca”, “mala madre”.

Inventarse un burdel donde reinar y enseñorearse es fácil. Inventarse una vida de mujer no tanto. Hay que elegir cómo vivir, o lo que es lo mismo en estos días, acertar con la etiqueta correcta, seguir las reglas de juego de adornarse, mutilarse, inflar la imagen.

Venderse a sí misma es más fácil de lo que se cree. Las mujeres lo hacemos unas cuantas veces a lo largo de la vida, nos vendemos a trozos, como a través de un mostrador. Cada vez que hacemos algo contra nuestra voluntad, cuando postergamos un sueño para que no nos llamen egoístas, cada vez que nos subimos al carromato de las bien miradas para no parecer raras, cada vez que nos negamos al postre por su potencial de ponernos gordas.

Lo difícil es escapar al ejército de los muy limpios, esos que van por la vida con una piedra en la mano. Escapar al control que es, en el fondo, lo que los muy limpios o muy iluminados quieren ejercer sobre cualquier mujer que no siga el escalafón de novia-esposa-madre-cocinera. Siempre listos para denunciar lo que no les parece agradable a la vista. Y sin embargo sí les parecen agradables sus señoras con idénticas cirugías, salidas del criadero central. Se ve que para ellos, hay unas maneras de compraventa que son justas y necesarias, y otras que no. Su moral y sus buenas costumbres están llenas de historias de terror. Yo lo sé, yo puedo contar lo que se cuece en el seno de las buenas familias, pero temo que después mis amigos ya no me saluden, y me llamen puta a mí, y ramera a mi madre.

Un limpio pide que le traigan, en bandeja de plata, la cabeza de aquella que se anime a decir que goza, y que cobra, y que encima está orgullosa de hacerlo. Tenemos delante de los ojos una quema diaria de brujas. Los que encienden el fuego son también dueños de las etiquetas, y las escupen como a través de una cerbatana. La verdad absoluta es el veneno de los que se creen más dignos que los demás. Dios nos libre de los que se consideran ya puros de espíritu y andan repartiendo cucharadas de salvación por nuestro bien.

Me pregunto por qué este ejército de limpios nos viene a decir cómo son las cosas,quién debe abrirse de piernas y con quién, a cambio de qué favores, y con qué estado de ánimo.

Fue divertido imaginarme un burdel donde reinar. Me gustaría ser capaz de imaginar un mundo donde las mujeres puedan realmente ser libres para hacer lo que les dé la gana, incluyendo el derecho a trabajar con su piel y orificios, con su arte de escuchar y acariciar, si eso es lo que desean. Un mundo donde una mujer haga su propio inventario y ponga precio real a todo lo que tiene para dar, sea lo que sea. Y que los muy pulcros no puedan castigarla por ello, explotarla por ello, maltratarla por ello.

 

 

Imagen: World of men, collage por Lou Beach.

Ya veremos, ya vendrá

Si le preguntan, ella dirá que nunca se vistió de blanco en Año Nuevo para ver cómo las bahianas trepaban olas con vestidos hinchados como medusas para devolver sus conjuros al mar. Aunque en Leblon sintió por primera vez el pulso de algo más grande que ella misma y tuvo miedo.

Tampoco quemó nunca afrentas antiguas la noche de San Juan. Aunque sí ha quemado cosas. Tartas y budines, en su mayoría. La parte de abajo. Si al centro no le falta cocción, siempre se le quema la parte de abajo.

Estos días las palabras que oye huelen a humo y las cosas le dejan en la boca un sabor a kerosén.

Hay una larga lista de películas que debería haber visto; dice que a ella la ficción no le interesa. Hasta que un día le presentan a un hombre que habla todo el tiempo con citas de películas y la avergüenza en público, dando por hecho que ella conoce los diálogos de las películas que están en su lista. En su lista de clásicos que nunca vio.

A ella sólo le importa ser maravillosa y se peina con trenzas elaboradas que suscitan la admiración de las esteticistas que se cruza por la calle.

En días grises, pone la radio clásica y cruza los dedos para que suene alguna ópera en alemán, así no se sentirá tentada a comparar aullidos con la soprano, y nadie tendrá que escuchar cómo desafina.

A veces la rapta un violín y se queda inmóvil, con la espumadera en la mano, hasta que las impurezas del caldo vienen a buscarla con un murmullo a hornalla mojada.

Desde la ventana de la cocina ve las montañas que rodean su pueblo, pero aunque la invitan a excursiones ella siempre dice que no. Se le ocurre que habrá cavernas, piedras húmedas y resbaladizas. Se romperá la crisma y se deslizará hacia el corazón de la montaña negra, donde nadie podrá encontrarla jamás.

Pero imagina allí dentro estarán esperándola todas las tapas de plástico de los compartimientos de pilas de los walkman. Tal vez estén también las cartas de su club de correspondencia de la niñez. Y las peinetas translúcidas que guardaba en primoroso estuche de cuero con broche, y que de tan bien guardadas perdió de vista para siempre

Tal vez esté su primer diente de leche. Ella lo tiró por la ventana, porque no apareció nadie que le propusiera meterlo debajo de la almohada y esperar el milagro de la transmutación de tejido en metal.

Le gustaría encontrarse también con el deseo que pidió la primera vez que sopló las velas para su cumpleaños, aunque no recuerda cuántos años tenía ni qué pidió. Pero debe haber sido algo que valiera la pena. Los niños a esa edad piden cosas importantes y duraderas.

Esos días, pensando en la montaña, con el caldo ya listo, apaga el fuego y se sienta junto a la ventana de la cocina. Hace una lista de la compra, y otra de cosas necesarias para una excursión que nunca hará. Luego, con el corazón liviano como un niño, eleva los ojos al cielo y pide un deseo: que la montaña venga a buscarla y la engulla. Y que en el interior, en esa caverna oscura, esté esperándola el hombre que habla de cine todo el tiempo, el mismo que no entiende que ya tiene suficiente con su película cotidiana, que cada uno tiene sus problemas, sus líos, que las cosas importantes de la vida no se arreglan viendo películas, que a ella no le vengan con cuentos.

 

 

Image: Mountain/traveler by Natsuo Ikegami

Rescate emocional

Aquí delante del teclado he visto mis manos envejecer hasta parecer las de otra persona. Una admite tener estas microscópicas pero consistentes manchas de la vejez, así como admite un millón de otras disfunciones diarias, y se sienta delante de la página.

La página no está en blanco; ese es justamente el problema.

Si estuviera en blanco, una podría mentir, inventar, imaginarlo todo.

En la página ya hay algo, puesto por una misma, lo que significa que una ya tomó partido, ya intentó, a pesar de lo que dice Yoda. Y como una tiene grandes planes para su Jedi interior, siempre le hace caso a Yoda.

Pero la página ya no está en blanco. Una intentó poner algo ahí. Y digo intentó porque no salió bien. No es la primera vez. No es el primer paso en falso, ni el primer comienzo fallido; la mano vieja se adelanta confiada y produce notas disonantes. Se adelanta otra vez, y se quema. Se adelanta otra vez y recibe un shock eléctrico.

¿Es mi mano más inteligente que un hámster?

De vez en cuando veo mi reflejo en esta pantalla y eso me alucina un poco, ver la cara que pongo al escribir. Entonces me enojo y me voy.

Luego paso al cuaderno, me envuelvo en el papel para saber más, pero tampoco.

Ayer lo dije en Twitter. Es en vano oponer resistencia. No vale la pena esforzarse y trabajar cuando la palabra verdadera está tan lejos como el horizonte.

Cada tanto habito en esta mentira de escribir sin pausa y no siempre es un buen lugar para vivir. Voy de la cama al living dentro de esta mentira y me hago trampas, me impongo penitencias y castigos pero no funciona así. No siempre funciona así.

Cada tanto hay que admitir el vacío y dejar de jugar el juego de las lapiceras nuevas y los cuadernos mágicos.

Entonces me envuelvo en mi capa verde de los super poderes y salgo a la calle en busca de fiesta y amigos.

En la calle una puede gritar, aturdirse, brindar, reír, comer, sanar, comer un poco más, abrazarse mucho y celebrar las llamadas de los amigos, esas que llovieron parejito toda la semana y que me rescataron(¿todavía se puede usar esta palabra en un contexto que no sea el europeo-anal? Investigaré y se los confirmo. A mí, portadora de deuda externa con el FMI desde el día de mi nacimiento, no me corren tan rápido con lo del rescate. Uh. Cuidado. Viene el cuco.)

El único rescate que admito es el de mi tribu de hermosos inadaptados sacándome del escritorio a patadas, invitándome a tomar un vermú, improvisando desayunos, almuerzos, sobremesas y charlas de sofá.

La loca que cree tener super poderes, la aspirante a Jedi pierde los zapatos y se deja la capa por ahí.

Y después vuelve y trata de explicar lo inexplicable, y con el pelo mojado por una lluvia que no llegará hasta dentro de tres meses, se sienta nuevamente frente a la página.

Rasca y huele, y debajo de la piel lastimada ya se está formando la piel nueva. Las células saben lo que hacen. Aunque no lo parezca, una no puede cambiarse el disfraz antes de tiempo.

Ahora, por más que busque mi reflejo en la pantalla, no me veo. Esa que está ahí se me parece, pero no soy yo. Creo que Yoda estaría de acuerdo en que es el momento justo para dejar los pasos en falso y volver a sacar a bailar a eso que está esperando en la página.

 

 

Image: Peregrinus, by Thomas Shahan

Hay presas y presas

Mi gato acecha presas invisibles.

Es lo que hacen todos los gatos, dicen mis amigos, condescendientes.

Mi gato se pasea por la casa y de repente le queda grande el cuerpo, se atolondra, atropella, se le acelera el pulso. Husmea. Trepa por los vanos de las puertas. Abre mucho los ojos, viendo lo invisible. Ya descansará luego, su pelaje tembloroso en mi mano, agitado de tanto perseguir duendes imaginarios. Porque los duendes no existen.

Después de un rato veo a mi gato rumiar, babear, empezar el complicado y agotador ritual de las arcadas.

Vomita una cosa cartilaginosa, un esqueleto transparente, irisado y blandengue.

Un esqueleto de duende, con una cola mínima y vertebrada.

Miro a mi gato, inquisidora, pero él sólo devuelve mi mirada y dice miau, lo cual explica muy exhaustivamente el desarrollo de los hechos.

 

foto by Macky

En órbita

Yo lo que más quiero es querer algo con toda el alma.
Mi deseo es puro porque se concentra en el deseo. Mi deseo está enterito y muerde su propia cola.
Mi deseo es pared, es frontón y pelota. Mi deseo me precipita contra mí misma.
Me estrella contra el reflejo en la superficie del lago.
Pero no dejo que nada me golpee, para eso están el vacío y la materia oscura interponiéndose entre el objeto que orbita y el objeto que permanece en su sitio.
Yo orbito alrededor de mi deseo.
Mi deseo no va a ningún lado.
Podríamos ser la pareja perfecta; tú no necesitas nada y yo no tengo nada para dar.
Trato de leer mi futuro en las hojas de té que se precipitan hacia el fondo de la taza
pero sólo veo un remolino que no gira hacia ninguno de los dos lados, como si no existieran los polos.
Entonces así, convencida al fin de que la tierra es plana, puedo concentrarme en lo verdaderamente importante: mi deseo sin objeto.
Yo lo que más quiero es querer algo con toda el alma.

 

Imagen: Planetary Systems, digital collage by Jen McCleary

La ventana blanca

Over time, natural oils and dirt from our hands can harm even the strongest stone
Cartel en el British Museum

Madame me obligó a probar el melón esta mañana antes de acompañarme al ascensor. Yo le digo que no hace falta que me acompañe, ella vieja y quebradiza pero de voz aún joven, los huesos huecos y doloridos. Pero ella tiene mala conciencia si no lo hace, entonces me acompaña no sólo hasta el ascensor sino hasta la puerta de calle, su mano como una garra fina clavándose en mi hombro y luego en mi cintura. Incluso me da una palmadita cuando cruzo la puerta, como quien envía a un niño a su primer día de clase, o a su primer viaje en autobús. A veces tengo la sensación de que ella cree que todos mis viajes son un poco el primero, algunos días yo también lo creo. Algunos días. Algunos días son más hondos, más pantanosos, el aire más espeso, el nudo del estómago más consistente.

A pesar de todo me gusta sentarme en el sillón de muelles que rechinan, y escucharla leerme en francés. Yo me muevo casi imperceptiblemente en el sillón, los muelles silban y ella se interrumpe un segundo y luego sigue, doucement. Musset. A ella Musset le encanta, a mí me divierte y me deja perderme un rato en los sonidos de la lengua amada, acentuados por los movimientos de Madame en su mecedora, las hojas que pasan, el ligero golpeteo de su dentadura postiza en cada consonante, las tes, las des. Me divierte cuando se acerca y me deja tocar el libro y siempre queda flotando en el aire un resto de sus olores. La semana pasada el aire olía a talco. Hoy era un olor a brioche muy pesado, que seguramente se habría comido temprano, antes de que yo llegara. También había algo de repollo en su pelo, y esa fragancia foránea, el vinagre de malta, adoptada hace ya tantos años. Hoy fueron también sus dos besos de melón en la despedida. Pero hubo otro olor que me distrajo durante toda la lectura, porque no podía precisarlo. No eran las calas, su ligero olor funerario. (Sin embargo la vieja no lo nota). No eran las crackers junto a la tetera rebosante de Earl Grey, que siempre nos escandaliza cuando se sirve por la mañana. Demasiado perfumado para desayunar, pero a los extranjeros les encanta.

Me había tomado el té y su nota de bergamota casi sin leche y casi sin pensar, tan atorada estaba descifrando ese otro olor que venía por ráfagas. Hacía calor y por eso Madame se atrevió a cortar unas rodajas de melón entre las dos lecturas. Yo lo rechacé educadamente y traté de no moverme. Ella se había dado cuenta de que había algo raro en mí esa mañana, ya que no la ayudé a llevar las tazas a la cocina, pero me dejó tranquila. También me gusta ir a lo de la vieja porque me siento mimada y hasta algo malcriada. Ya después vendrá la calle a sacudirme, con sus transeúntes apresurados, sus paraguas y sus perros. Pienso en perros y me viene el recuerdo de Linne, y entonces cierro los ojos y me reclino en el silloncito quejoso. Madame vuelve de la cocina, secándose las manos en un paño muy almidonado que cruje entre sus dedos, se sienta en su mecedora y retoma la lectura. A primera hora es poesía. Después del té de media mañana leemos un cuento o un artículo de la colección de revistas de Madame. La poesía nos deja entrar más suavemente en este mundo dice Madame. Doucement. No nos arranca tan bestialmente de los sueños. A mí no me importan una mierda los sueños. Son demasiado dolorosos, demasiados irreales como para volver a pensar en ellos durante el día. A mí son los olores los que me llevan y me traen. Y hoy estoy flotando en un aire particularmente hostil, de límites poco claros, aferrada al leño de un olor que se me escapa y que aún no sé si es balsa o cruz. Opto por dejarme flotar, tanteando de vez en cuando con los dedos de los pies el limo del fondo, el suelo salvador que no me dejará ahogarme en esta mañana tan dudosa, y nado poco a poco aferrada a mi deseo de ese olor.

—Creo que no me estás prestando demasiada atención hoy, Laurie. Is everything alright?

Sus erres son todavía demasiado guturales, sus diptongos forzados casi rozando el habla de la calle. Esa calle que me envuelve y me arrastra como una corriente fría.

—Discúlpeme, Madame. Es verdad que estoy distraída. Será el calor.

—Of course.

Siempre hablamos en inglés en las pausas. Vieja de mierda. ¿No ve que así me distrae todavía más?

Continúa leyendo la historia anodina. Su voz amable. Ella tan dulce por fuera. No necesito verla para intuir su gesto de reprobación ante mi ropa. Mi practicidad le debe parecer agresiva. Se supone que las poor little darlings como yo deberíamos vestirnos de una manera que causara más empatía. Yo considero que uno no puede combinar mal los colores si siempre viste de negro.

No puedo seguirla. ¿Qué es lo que viene a buscarme en la forma de este olor tan inesperado? Es algo que sube por mi pecho vestido de negro, y el golpe es tan súbito y a traición que no sé cómo reaccionar.

Tengo la cabeza apretada contra la barra de la litera de arriba, la sien izquierda y parte de la mejilla apretada contra la ventana. Una ventana que no es mía. Una ventana de otro, del que me cuenta al oído de qué va la ilusión del día a día, pequeños destellos que se mueven demasiado rápido en su voz, opacada por su respiración, por mis propios jadeos. El frío del vidrio en las mejillas, un frío como si estuvieras perdida en la mitad de un puente y no te atrevieras a darte la vuelta para regresar, mientras por fuera te abraza y te envuelve el cuerpo de un hombre que te relata esa noche de tormenta, los tilos moviéndose en el aire de la noche, macetas en precario equilibrio en los alféizares. Ella misma en precario equilibrio dentro de su cuerpo, temiendo que su mente cuerda salga volando a lomos de la tormenta que llega desde las manos de un hombre que la hace ver por dentro. Y dentro de su cuerpo no hay vísceras sino los mismos ladrillos que él le describe, entre marrones y negros, comidos por el moho. Y ella es también los marcos blancos de las ventanas, la hiedra verde con una parte muerta y mustia, justo como ella ahora. Porque a veces se nos muere eso que nos hacía aferrarnos al muro de alguien. Todos somos hiedra verde o hiedra seca alguna vez. Y ella entonces es hiedra y tilo florido y tejado de pizarra y es también muchas chimeneas de barro, y unas begonias rosadas plantadas prematuramente junto a la entrada de un sótano, tan prematuras como esta aventura de litera nocturna, como este subtítulo que quiere ponerle a la aventura, este subtítulo que dice love at last. Y no sabe si las begonias resistirán la tormenta que pretende barrer el paisaje tras la ventana, como él que llega con sus manos y la aspira por completo, de adentro hacia afuera, con su voz que la acaricia y la apremia, con sus manos que se la llevan más allá de la ventana blanca, más allá del tarro de caramelos que espera vacío junto a la ventana de enfrente. Y ella misma ahora, vacía de él, se pregunta hasta cuándo podrá vivir de las migajas de esta ventana. Se pregunta si es de verdad este hombre que la conduce, la mano firme en su brazo, su aliento en la mejilla, este gigante que la hace subir por escaleras alfombradas hasta su buhardilla y luego aún más arriba hasta su litera. Y ahí en el colchón estrecho le cuenta cómo se vuelan las begonias, pétalo a pétalo, una tras otra en la tormenta, cómo nadie llenó aún el tarro de caramelos, cómo la tormenta llega en una hélice de viento y nube, de nubes que son negras pero también son sepia y doradas. Y ella tiene una noción brumosa y antigua de ese color sepia, un recuerdo infantil de la luz detrás de los párpados que no sabe si es real o si lo ha soñado, y que se confunde con la sensación en los dedos de una tarde dolorosa en la que sólo caminó una y otra vez alrededor de la manzana, el brazo extendido, la mano plana arrastrándose detrás de ella por la pared a medida que caminaba, una mano que necesitaba entender los nuevos límites del mundo en una larga vuelta manzana de dedos raspados y sabor a lágrimas en la garganta. Los ladrillos marcándose en las yemas para siempre. El aprendizaje decisivo.

Pero ella no puede contarle todo esto y sólo pregunta: ¿Los ladrillos son de color sepia? Su voz suena muy pequeña contra el cristal de la ventana blanca, bajo el peso del cuerpo de él. Y él se ríe porque tal vez sea ése el color exacto, la palabra que estaba buscando para describir un ladrillo a la vez dorado y negro y sí, son de color sepia. Son como fue ella, pálida y dorada y oscura y ella piensa a qué se refiere y sus manos entonces no le dejan dudas porque dibujan el territorio de su cuerpo con todos sus colores, con los colores correspondientes. Y ella se acuerda de otros mapas, de otros territorios, de una extensión de arena guardada por estatuas enormes, guardianes mágicos de piedra. Y piensa en el pobre desierto que ahora alberga sólo pozos de petróleo y cigüeñas extractoras y que en realidad lo que pasa es que se llevaron a los guardianes mágicos del palacio de Sargón, que dejaron a la ciudadela sola y desprotegida, como ella, a merced de un gigante que la escurre entre sus dedos como si fuera de arena dorada, que la empuja con su cuerpo hasta que su cabeza parece querer atravesar la ventana blanca, el cristal frío que golpea contra su sien, su mejilla. Ella otra vez una ciudadela abandonada.

 

Interrumpo a Madame.

—Hay un olor nuevo en casa, Madame. Lo siento pero creo que es esto lo que me distrae. ¿Le importaría decirme si hay algo fuera de lo habitual?

La vieja cierra el libro. Seguro que me mira asombrada.

—Vaya, Laurie. Me has tomado por sorpresa. Imagino que debe ser muy desconcertante para ti. Lo siento terriblemente. Veamos. No he pedido nada de la panadería, ni he vuelto a comprar esas flores tan…

—Anturios.

—Anturios. Exacto. He tomado nota de lo mucho que te desagradaba su penetrante aroma.

Aroma a pis de perro. Ese es el aroma penetrante al que te refieres, you filthy old cow.

—Sí, Madame, gracias por tenerlo en cuenta. Pero hay algo… Lo siento, es que tiene que haber algo nuevo.

—Oh Dios, déjame ver. Poor child, claro, para ti siempre es…

— Sí, Madame, es complicado de explicar. — No puedes imaginarte, vieja, lo complicadísimo de explicar que es esto, cuando te sientes enladrillada por dentro y sólo sabes que no habrá ningún desenladrillador que te desenladrille.

— Válgame Dios, por supuesto que hay algo nuevo. ¡El limpiacristales!

Ah you stupid woman. Ah Laurie, nena. Ríete nena, ríete rápido.

—Jajaja, por Dios, Madame. ¿Ha dicho usted el limpiacristales?

—Sí, my dear, sí. Tan solo un viejo bote de limpiacristales. Me lo dio el portero. Lo encontró junto con otros botes en el armario de las escobas cuando se vació la buhardilla. Llevaba cerrada cierto tiempo. Han venido a limpiarla para venderla.

Ríete, Laurie.

—Of course.

—Nunca deja de asombrarme, querida, tu apabullante sentido del olfato.

—Ya sabe, Madame.

No sabes nada, vieja. El limpiacristales. Dan ganas de pegarse un tiro. Aunque por supuesto no es la primera vez. A veces es sólo eso, ganas de no tener que salir nunca más a la calle hostil, esa calle que tanto me desorienta, en la que pierdo, ríete Laurie, mi apabullante sentido del olfato. A veces es sólo ganas de que todo vuelva a ser ligero y dorado y amable como un tour por el museo. Uno de esos tours para ciegos en el que te dejan tocar las esculturas, no como al resto de los mortales. Las manos sobre los guardianes mágicos de Khorsabad, la mano del guía alto como un gigante, conduciéndote bajo las alas de los toros de piedra, su aliento en tu pelo, transformándote en arena para siempre. Sus promesas en francés mientras te aspira en la tormenta de su cuerpo, tu mejilla contra la ventana blanca, el olor del limpiacristales impregnándose en tu piel como el más definitivo de los perfumes.

Este cuento obtuvo una mención de honor en el Concurso Literario 2010 del Instituto de Cultura Peruana (ICP) de Miami.

 

 

foto by Macky

Cambio y fuera, o lo bien que sonó siempre ese ch ch ch ch

Yo les hablo del miedo al cambio y ustedes siempre piensan en cosas que me dan sopor, como cambiar de empleo, irse de casa, que los sienten al lado de esa compañera olorosa y hostil. Yo me refiero a una pequeña pieza del rompecabezas que se mueve y que nos deja a todos con el culo al aire. Dondequiera que voy, lo que veo es la fragilidad de aquello que llamamos estable, de aquello que parece armónico.

Ayer mismo, en el Liceo. Me faltó esto para ponerme a gritar en medio del solo de violín. Era un solo precioso. La violinista se hacía la reventada y se había puesto tacos aguja, pantalón ajustado, como invitando a que nos animáramos a comparar la música que interpretaba con su gallarda forma de vestir. El grito que estuve a punto de pegar también era precioso. Lo sé porque llegué a oírlo dentro del cráneo, vislumbré su potencia en el sabor de la bilis que me subía por la garganta.

Mis ojos, dotados de un dispositivo de rayos x, ven lo muy maduro que está todo, ven cómo todas las cosas se rinden ante la impermanencia.

 

El sábado en el bar, Espinosa y yo dejamos a nuestros novios en la mesa y fuimos al baño. Hicimos pis. Después, Espinosa parloteó sobre su examen de solfeo mientras se hacía una raya en la tapa del inodoro. La felicité por sus logros y vi la cara que habría puesto si me hubiera pegado a su espalda para acariciarle las tetas por debajo de la blusa. Estiré la mano para hacerlo, pero no lo hice. Nuestra amistad, nuestras salidas de a cuatro, ¿hubieran sido lo mismo después de esa caricia?

El cambio es una válvula que se bambolea, floja. Ni ajusta como debe ni tiene que ver siempre con inhibiciones.

Cada verano pasamos las vacaciones en Nono. Me conmueve, cada verano, manejar por la ruta de Traslasierra. Es tan fácil enloquecer, volantear, despeñarme, arrastrarlos a todos en mi caída.

Enloquecer, dije. Esta agitación que siento no es locura. El precipicio, el abismo del cambio me llama, me atrae con su voz meliflua, me dice cositas al oído.

No quiero que mis amigas dejen en casa a sus niños. Los miro jugar con cuchillos de palo. Y si yo…

—Cómo se nota que le gustan los chicos, mirala, embobada—dice una amiga madre, y otra, y otra. Yo levanto la vista de los brazos tiernos de sus niños, y sonrío. Miro la carnecita, los ojos limpios. Hay un cambio gigante leudando dentro mío, sólo sujeto por las cuerdas de la volición, por los cables de la ejecución y del impulso. No saben qué gastadas están esas cuerdas, cómo fallan estos cables.

Imagen por Connie K Sales.

Literanteando con Lilith

El viernes pasado, mientras Júpiter entraba en Géminis, activando la dualidad, ocurrió un hecho sin precedentes.

Literanta recibió la visita de una nueva encarnación del famoso y nunca bien ponderado dúo Los Gladiolos, en la figura de Gabriel Bertotti, que presentaba su novela Luna Negra, y una servidora, que lo acompañó en la mesa para el jolgorio de los presentes.

Todo esto fue idea de Marina P. De Cabo, o como bien dice Gabriel, “la niña de los ojos marinos”, que creyó conveniente que yo accediera a Luna Negra, a sus conjuros medievales, a sus brujos de necrópolis bananera, a sus amigos enamorados. Es algo que debo agradecerle. Luna Negra es una gran novela, editada por Sol de Ícaro. Y su autor ya ha sido admitido en el Club de Víctimas de Champawat. (Champawat es así; sus lletraferits se toman el victimazgo a la ligera, como cualquier otra actividad de club social).

Gabriel Bertotti es bahiense de Bahía Blanca, una ciudad a la que le tengo mucho cariño por haberme brindado el dicho Más sola que loca mala. (Les ruego tengan a bien abstenerse de venir a refutar mi hipótesis del origen bahiense de este dicho que tanta alegría me ha proporcionado.)

Pero no hablábamos de eso. Hablábamos de Gabriel, que escribe novelas que te transforman en
“Un succionador de intimidad. Aquel que está del otro lado del fuego una noche helada, en la pradera”,
y que también colabora en Món de Llibres desde hace años.

La velada transcurrió mientras nos reíamos de pasados y futuros inexistentes, fluyendo en un eterno presente (muy apropiado, horas antes de que comenzara el Bloomsday); hablamos del desarraigo como un mamut oloroso que te salta al cuello en cuanto abres ciertos libros; hablamos de la ironía como un alto muro, del ritual de apoyarse en los espejos para increpar al reflejo, tarea que en ocasiones resulta más soportable que conversar con las personas. Hablamos de Luna Negra pero también de Arlt, de Bioy, del Martín Fierro, de Philip Marlowe, de los cameos del niño de Banfield, de algo tan anacrónico como grabarse en un cassette para no sentirse tan solo. (Oigo cintas que he grabado con mi voz, según Parálisis Permanente).

Todos estuvimos de acuerdo en que Los Gladiolos deberían juntarse alguna otra vez para destripar obras literarias (ajenas, mejor) o para, al menos, animar bodas, bautizos y comuniones.

Lo más memorable fue, sin duda, que contamos con la presencia de un astrólogo que, mientras los demás nos exprimíamos el cacumen para que el evento pareciera una presentación seria y sesuda, se dedicó a jugar con niños perdidos y dandies, haciendo gargarismos en un largo viaje de ácido. Pero de esto no puedo hablar aquí.

Fotos por Yago.

Mutación

Este fue mi primer cuento publicado, y apareció en el número 78 de la revista literaria La Bolsa de Pipas, en julio de 2010.

 

 

Un traguito para mojarme los labios, decía Madre en las fiestas, y mis hermanos me miraban aterrorizados. Yo siempre me encargaba de todo.

Tengo un mundo de sensaciones. Voy a visitar a mis hermanos, en tres visitas consecutivas, por orden de aparición. Llevo masas frescas para todos, menos para Rubén, que todavía no puede superar lo de los pañuelitos de crema. Para él, entonces, pequeñas facturas vienesas, muy almibaradas. A veces un par de revistas. Cantarock, Toco y Canto. Un as de la viola, el Rúben.

Después de varios traguitos y labios mojados sobre mojados, Madre se empezaba a acordar de Abuelo, de las polkas y del rebenque. Terminaba escondida abajo de la mesa y todo el mundo pensaba que se escondía de Padre. Es una complicación cuando las madres llaman por igual a sus maridos que a sus padres, ¿no creen? Papá. Asexuamiento sin dolor, en un solo paso. El marido para siempre exiliado. Helpless por tres. Después, cuando yo ya la había sacado de debajo de la mesa (mis hermanos aún mirando aterrorizados), había que volver en el 404 ruidoso y silencioso al mismo tiempo, con el flan o el budín de pan todavía en la garganta, pero ahora con un gusto agrio de tanto mezclarse con las lágrimas de mamá, el aullido lento que parecía venir del asiento mismo, ella acurrucada casi en el suelo del auto, los sollozos bañando el aire. Hasta que todos nos sentíamos como si estuviéramos metidos hasta el cuello en una laguna turbia. Mar Chiquita, el limo pegajoso en los pies. Papá manejaba apretando los dientes. Manejó apretando los dientes hasta el día en que se fue. No estaba ahí para verlo, pero me gusta pensar que se fue con la mandíbula relajada, silbando algo que no fuera una polka.

—Estaba casi ahí, en lo alto de las escaleras, con su grito en la lluvia.
—Rubén.
—¿Te despertó para decirte que era sólo un cambio de planes?
—No traduzcas, Rubén.

Rubén quería una chica canela. Todavía no se recuperó de haber escuchado Harvest, ni Cinammon Girl. Piensa y piensa. Barrunta. Cómo serán los besos de una chica canela. De azúcar quemada, seguro. Examina. Todos esos golpes de guitarra del final, que no tienen nada que ver con la canción, según él.

—No tienen otra razón de ser que inquietarme. Y hacer que me pregunte por qué Neil los habrá puesto ahí.

Neil es Neil Young, hablamos de él como si fuera un hermano más. Y tal vez lo sea. No sabe por qué Neil puso los golpes de guitarra ahí. Lo dice como si Neil hubiera puesto los zapatos sobre la mesa para que él los encontrara cuando entrara en casa. Pero Rubén ya no sale.

No podemos estar todos en la misma habitación. Ya no. Por eso las visitas por separado. Mis hermanos mayores lo superaron bastante bien. Rubén no. Es delicado, como cuando la cinta del cassette se queda enganchada. No se te ocurre hacer demasiada fuerza para evitar que se rompa, y entonces acabás por  dejar la cinta ahí y clausurar el pasacassette. O eso o perder la cinta para siempre. Entonces dejamos la cinta ahí, y ya no tenemos más cassette ni pasacassette. Ahora cantamos nuestras propias canciones. Eso es lo que decidió Rubén. Después de todo, ya no iba a ser lo mismo.

—La chica canela desmejorando por la tarde con probabilidades de crisis.

—Ya fue, Rubén. Cantá otro rato, dale, que me tengo que ir.

Neil grabado de la radio sobre un viejo cassette de los Parchís. El otro truco de la cinta scotch, sobre los agujeritos del cassette, para transformar un cassette grabado en un cassette virgen. Sabiendo todo el tiempo, sin embargo, que las canciones siguen ahí, debajo de las otras canciones. Trocitos de metal flotando en un río de plástico. La batalla de los planetas. Mutación.

 

Le pregunto a mi hermano mayor si se acuerda todavía de las canciones de los Parchís. Claro, no fue hace tanto, me contesta. Le pregunto a Tato, mi hermano del medio. Me las canta. Le pregunto cómo se acuerda de las letras. Se encoge de hombros. No me pasaron muchas cosas en estos años, me contesta, con un pañuelito de crema mordido en la mano. Tato se casó, se compró el coche, la casa y el perro. Hijos no. Tanto no.

A Rubén no se me ocurre preguntarle esas cosas. Tiene mucho tiempo libre.

La única vez que le llevé los pañuelitos de crema Rubén empezó a recordar. Él había ido a la panadería a comprar medio kilo de figazas. Esa noche habría sandwiches de lomo para todos. Rubén vio los pañuelitos de crema pero no le alcanzaba, Madre nunca le daba monedas de más. Volvió a casa enfurruñado y la vio, apoyada junto a la pileta de la cocina, la botella de ácido en alto, el gesto inútil de taparse una nariz que ya casi no estaba allí. La piel goteando como crema.

—La chica canela con lloviznas ligeras tendiendo a piel ampollada por la noche.

A veces Rubén imita, interpreta. Mutación. Tormenta volcánica. Pequeña mutilación nocturna.

—¿Cómo vas a tocar ahora, Rubén?

—No me dolió.

Lo miro. Me acuerdo de cuando era chiquito, tan orgulloso de sus ojos pardos. Se le volvieron color canela con el tiempo, de tanto mirar para atrás. De tanto mirar desde lo alto de la escalera. Son los genes, decía un novio mío. En su fanatismo coleccionan brotes como quien memoriza polkas cada vez más veloces. Más violentas. No es eso, pienso yo, pero nunca se lo dije. Ni a mi ex novio ni a Rubén. A los otros no hace falta decirles nada. Basta llevarles masas frescas. Pero a Rubén hay que decirle cosas. Cada tanto hay que recordarle los pequeños gestos. Hay que prometerle que la chica canela está bien. Hay que contarle historias con chicas canela. Las chicas canela salen descalzas al jardín, se tapan los ojos, enceguecidas por el sol. Después estiran las manos hacia el cielo para sentir el calor.

 

 

 

Imagen: “The disappearing boy”, by Kai Samuels-Davis.