Insolándose en la Feria

Mallorca is on fire, dice Marina P. De Cabo en su artículo para 40 putes, y no seré yo quien lo niegue.

La Feria del Libro de Palma en el Parc de Ses Estacions fue un duelo al sol.

El duelo comenzó la semana anterior, cuando quise buscar información en internet. Encerrada en un tren averiado en medio de los Monegros, sin electricidad ni aire acondicionado, a puerta cerrada pero conectadísima con el mundo exterior, me di cuenta de que ninguno de los diarios de Palma se había hecho eco de la Feria a dos días de que se inaugurara. Luego en El Mundo dijeron algo, pero el armazón de la nota eran las pérdidas económicas que se calculaban. ¿Es el criterio económico el único cristal con el que debemos mirar la vida a partir de ahora? ¿No nos salvarán los libros?

Loable, digna de mártires paleocristianos, la dedicación de los libreros ante las adversidades.

El martes fui a ver a Felipe Hernández, que firmaba ejemplares de su reeditada La Deuday también a Agustín Fernández Mallo, que presentaba su nuevo poemario, una bomba con disfraz de pildorita: Antibiótico. Lo presentaba Miguel Dalmau, y amenizaba el evento la Banda Municipal de Palma, que algún maníaco-depresivo del ayuntamiento había programado para el mismo horario, a escasos tres metros del (muy pomposamente denominado) Salón de Actos de la Feria.

Luego nos fuimos a festejar en dulce montón. Para ver imágenes de esto, pueden dirigirse al blog de Agustín, que documentó alegremente todo lo que ocurría en la terraza.

El jueves 7 firmaba Gabriel Bertotti (a quien acompañaré en la presentación de su nueva novela Luna Negra, este viernes 15 a las 20h en Literanta)

Luego era el turno de mi recital/lectura/show (aún no encuentro nombre para esto; que alguien me ayude: ¿es spoken word si una usa chuleta/machete?).

El Salón de Actos nos estaba vedado, porque habían pasado dos días y la Banda Municipal seguía allí, como el dinosaurio famoso. Inciso: tenían un gong. ¡Un gong! Me hubiera encantado contarles que en medio de mi Oda al Pepino Mediterráneo salí corriendo a interrumpir la música de peplum que estaban tocando y que golpeé ese gong con cara de Iluminada, una de las protagonistas de Asesinos de los días de fiesta, pero no, no fue así. Dice Bertotti en Luna Negra:
“Es increíble (…) al final resulta que uno nunca puede dejar de ser el boludo que no cree ser.”

Para ustedes que se piensan que lo de duelo al sol era un bluff, las imágenes no me dejan mentir: leí en medio de la main street de la Feria.
Desde aquí un cariñoso saludo a las dos señoras a la derecha de vuestras pantallas, que se marcaron el siguiente diálogo para solaz de nosotros, los que leemos los labios:

-¿Qué es orto?
-Culo, ¿no?

Estuve rodeada de amigos y familia antes y después de la lectura, cosa que agradezco desde aquí con ademanes emocionados, ya que el otro día estaba demasiado nerviosa a posteriori (cosa ‘e mandinga) como para abrazarlos uno por uno y decir gracias. Gracias por venir, ustedes, gente linda.

Hace unos días, en otro ámbito, alguien decía: un solo bafle, y encima mono, como epítome de la desgracia. Eso mismo tuvimos en la Feria: un solo bafle, y encima mono. Pero como dice siempre mi socio Don Rogelio J, “hemos tocado en conciertos peores”.
Tampoco contaban con la astucia del mostro audiovisual con el que comparto mis días, que puede hacer con un cable canon cosas que Harold Bloom no imagina.
Foto tomada por Marina para el artículo antes mencionado.

Aquí pueden ver la primera parte de mi Oda al Pepino Mediterráneo, gentileza de Editorial Sloper y sus amigos camarógrafos. Hay dos partes más, que dan sentido a toda esta verborragia, y que tal vez veamos algún día.
ACTUALIZACIÓN: aquí están las tres partes del Oda al Pepino Mediterráneo!
Parte uno

Parte dos

Parte tres

Las siguientes fotos se las robé a Román Piña.
Con Aina Lorente, Agustín Fernández Mallo y Miguel Dalmau.


Con Román.


Bafle mono, pero atril transparente apto para el Oscar a la Mejor Peluca.

Foto robada de un medio digital que escribió una mini nota llena de horrores (además de escribir mal mi apellido y el nombre de nuestra banda) y que cree que uno puede ir por la vida sin correctores. O asistentes de continuidad. O redactores. Pero es una linda foto.

Te escuchamos

Se rompe el silencio como un cristal y empezamos a contarnos, a cortarnos en pedazos.

Hay que romper el cascarón para que aparezca la historia.

O tal vez sea la historia la que nos obliga a salir del huevo, del armario, o de donde sea que nos hayamos escondido para que no nos duelan los días.

Es la historia que tenemos por contar la que nos mete de un golpe dentro de nuestro cuerpo.

Es la historia no contada la que nos habla al oído, nos asegura que tenemos palabras mágicas para desarmarlo todo, desgarrarlo todo.

Es la historia que tenemos la obligación de contar la que nos recuerda que fuimos parte de eso que llamamos nuestra vida.

La que nos dice que ahora nos pongamos de pie, que demos un paso fuera del pupitre
y lo contemos en voz alta, así nos reímos todos.

 

 

 

 

Imagen: “The perfect white between words”, collage dreamscape by Tracy Jager / livingferal

Bradbury se fue un martes

Hace mucho tiempo, en la casa de una escritora que amé, me dieron un libro para que me entretuviera y dejara hablar a los mayores. Querían que me callara, pero todos me hablaban como si fuera adulta.

—¿Te gusta Bradbury?—me preguntó ella.

El libro que me dio fue Fantasmas para siempre, el volumen que hicieron juntos Aldo Sessa, un gran fotógrafo y artista argentino, y Ray Bradbury. No recuerdo mucho de esa tarde, además de las carcajadas de las mujeres y la taza de Lapsang Souchong que me hicieron probar y que me destrozó las papilas gustativas. Ahora siempre guardo una lata en la despensa. Tres hebras de Lapsang Souchong, como tres hebras de pelo con propiedades mágicas, transforman una taza de cualquier té negro en un salto a otra dimensión.

Sí recuerdo haberme sentido muy molesta por esa pregunta. Yo era una nena repelente, y no podía soportar no tener todas las respuestas (y por lo que dice mi primera entrada en este blog, creo que mi hermana melliza muerta sigue rogando tenerlas todas).

Yo de pronto necesité saber si me gustaba Bradbury, pero ese tarde me distrajo el té ahumadísimo, la rabia de no poder participar de la conversación, las ilustraciones de Sessa.

No pasó mucho tiempo, sincronicidad mediante, antes de que otra adulta me regalara su copia de Crónicas marcianas. Tal vez porque yo sólo hablaba de Marte en esa época, de mi querido Carl Sagan, de un libro, Cosmos, que insistía en mostrar otras orillas que yo ya visitaba en sueños, religiosamente.

Leí Crónicas marcianas un verano en que pretendí tapar el agujero interior con demasiados sándwiches de panceta, tomate y mayonesa.  Leer a Bradbury sólo contribuyó a hacer crecer ese agujero, ese anhelo.

Yo necesitaba un cohete para salir de allí lo más rápido posible, y me subí al verano del cohete muchas veces, durante muchas siestas. Me hubiera gustado tener un traje de marciano para transformarme en otra cosa, en otra persona, una persona a la que alguien quisiera abrazar.

En alguna de esas tardes llegué a esta página.

Me quedé mucho tiempo mirándola como la miro ahora, porque desde hace dos días no dejo de mirarla, para no perder pie.

Sigo enamorada de esa página en la que un escritor lleva volando a un poeta de otro siglo a una avenida embaldosada en Marte. Ahora algo dentro de mí llora a través del tiempo. El cuento se llama Aunque siga brillando la luna, fue publicado por primera vez en 1948 y está ambientado en junio de 2001. El poema es de Byron. Once años después de que el capitán y Spender y Biggs hayan sentido el viento marciano, es otra vez verano, y miro la página en la que el tiempo se transforma en un extraña cinta de Moebius. El aire se agita en torno a las palabras.

El otro día tuve que ir corriendo a la biblioteca para dejar de pensar en que Ray Bradbury se había ido de paseo bajo la luz de otras lunas. Si mi vida fuera un libro de Bradbury, el martes pasado en la sala de lectura de la biblioteca, entre tantos adolescentes estudiando economía para intentar llevar a este mundo al cataclismo final, me hubiera encontrado a alguno leyendo a un poeta de otro siglo.

Me hubiera encontrado a una persona muy joven, con el nombre y la cara de alguien que quise mucho. Y yo hubiera entendido inmediatamente que era Bradbury detrás de su traje de marciano, ese que te permite transformarte en otra persona, una a quien alguien quisiera volver a abrazar.

PD: Crónicas marcianas volvió a mí, hace pocos meses, con otro nombre, un nombre querido escrito en la primera página. Estuvo en la biblioteca de una amiga mucho tiempo y lleva sus marcas, sus palabras. Tengo la fortuna de que mi vieja amiga sea poeta, que devuelva los libros prestados y que este libro se transforme, entonces, en una gran fiesta de reencuentros.

 

La cura para el tránsito de Venus

Será por las noches de invierno en una casa hostil, la luz de la calle golpeando en los cristales de la puerta, en lugar de iluminar, como ustedes bien saben, esa canilla que gotea hacia la nada. Será porque las condiciones no estaban dadas ni siquiera para poder sentarse en la mesada de la cocina. Será porque dolían los silencios telefónicos. No bastaban las horas, no servían las explicaciones. Ya nos habíamos dicho todo y sin embargo había que seguir escuchando. Una voz que cura la ausencia de otra voz. Y la canilla goteaba.

Se puede dibujar un rostro con las manos, estirar los ojos con dos dedos, y esperar una sonrisa que nunca nos dio calor. Una sonrisa que habla de lo muy rotos que tenemos todavía los corazones, a pesar de los años, a pesar de las armaduras sucesivas, a pesar de las palmadas en el hombro y lo muy machos que nos hemos vuelto todos.

Será que seguimos jugando al mismo juego estúpido. De repente ser cínico es sinónimo de ser cool. Hay que ir a los conciertos con el labio superior tieso, con la enciclopedia abierta bajo las narices del prójimo. Hay que seguir pendientes de la mirada del otro. ¿En serio? ¿Ante la música, que tiene la virtud de borrarnos de la faz de la tierra, al punto que sólo queda la sombra del fantasma del escuchador?

Qué nos queda a quienes vamos a los conciertos a enamorarnos de nuevo, a abrir heridas de nuevo. Yo no lo diré si no lo dices tú primero.

Leo en la prensa que está mal visto reconocer las canciones con una exclamación, emocionarse antes los primeros acordes de un tema que hace quince años que no escuchas en directo. No sabía yo que hay que ir por la vida con tanta coraza, tanto antifaz.

Será porque en los conciertos me vuelvo esponja.

Será porque ese sonido de bajo me sigue llevando a la cama, porque me duelen los agujeros que dejaron tantos discos girando en la nada, porque sus canciones fueron gelatina roja y también una lenta viscosidad plateada escurriéndose hacia el pozo de donde vienen los malos sueños. Y yo siempre, siempre seguí esa baba de gasterópodo. Habrá otros que sigan las migas que deja el gurú, ese que nos dice qué es exactamente lo que deberíamos haber sentido ante la música. No me pidan eso.

Para mí, tres horas de The Cure fueron pocas. Gallup brillaba (después de todo, tiene la píldora mágica, el control completo, el mapa que lo guía al mejor sonido de bajo de la galaxia). También me dio la sensación, cada vez que Smith sonreía, de que conocía mi secreto. Pero tal vez deba rendirme ante la evidencia de que soy y seré carne de fan club.

 

Llegar tarde

Este texto forma parte del número 34-junio 2012 de la revista cultural Agitadoras.
 

 

Tell me why
Is it hard to make arrangements with yourself
When you’re old enough to repay but young enough to sell?
Neil Young, Tell me why (After the Goldrush)

 

Ella:

Llegar tarde significa que mis tiempos son muy cortos, que cambio tanto que no podés seguirme.
Si me caigo te caerás conmigo. Así de cortos pueden llegar a ser mis tiempos.
Nunca me encontrabas. Siempre estaba ocupada con espejitos y cuentas de colores, reafirmándome en mi postura de urraca atraída para siempre por el brillo del latón y otros metales pesados.
¿No?
¿No?
¿Nocierto?

 

Ella:
Llegar tarde es ser incapaz de alegrarme por tu noticia. Vas a ser padre, o tal vez ya lo sos, quizás cargues en la espalda más de un niño.
Es también pensar, muy seriamente, aunque tal vez sea incapaz de pronunciarlo:
— Mejor, no te será tan difícil abandonarlos, un hombre puede dejar a sus hijos relativamente atrás en el camino sin sentirse demasiado lastimado, por lo menos hasta años después. Imaginate cuánto más complicado si los hijos fueran míos — y después te sonrío con esta mandíbula de yegua que Dios me ha dado.
Mi cabeza llega tarde, funciona todavía con mecanismos quinceañeros, patéticamente injertados en un cuerpo que hace rato que pasó el punto sin retorno. Mi cabeza todavía se preocupa por tus ataduras versus una supuesta huida romántica como la de las películas del domingo.
A veces llega el sacudón. Mis mejores amigos yacen en cajones de madera y en tardes de neblina y tedio, como esta, veo levantarse sus voces:
—Infeliz — dicen. —Está teniendo hijos con otra y querés seguís buscando el cruce de caminos, la carretera que los llevará lejos.
Momentito, perdonenmé: el cruce de caminos existe, yo estuve ahí una noche, una sola. Y porque estuve ahí sé que al nuevo padre de familia le vendí todo lo que tenía para vender.
Hablemos de maneras de recuperarlo. De refinanciación. Hablemos de dación en pago.

 

Nosotras:
Llegar tarde es asomarse a toda esta parafernalia de compartir, mencionar y publicar, colgando nuestras letras de endebles armazones virtuales como si lo hubiéramos hecho toda la vida. A veces nos parece que somos demasiado mayorcitas como para meternos en el arenero donde gatean muy sueltos los párvulos de mejillas de rosa. Demasiado baqueteadas como para tener que avergonzarnos de saber caminar. Aunque estos pies no nos hayan llevado a ningún lugar extraordinario. Aunque hayamos volado tan bajo que siempre haya parecía que estábamos a punto de estrellarnos.
Este mundo no premia a los que llegan tarde, a los que caminan lento. En cambio nos empuja a ser competitivos, a esperar el comentario salvador como recompensa, maná del cielo.
La gente es mala y comenta, decían en el barrio, cuando éramos chicas. La gente sigue siendo mala y sigue comentando, y sin embargo esperamos ese comentario, esa maldad. Tememos el silencio.
El silencio duele y nos pincha el culo.
Vemos llegar los comentarios muy orondos, con su ruido de espuelas, y ya sabemos dónde se clavan las espuelas en aquellos potrillos que van lentos a la línea de llegada.
Este mundo señala con el dedo a los que no se presentan en la puerta el primer día de clase con la cara limpia. Este mundo nos castiga por no estar al tanto de dónde queda el horizonte, pero nos lo cambian tantas veces a la semana que no logramos mantener el foco. En este mundo, creemos a veces, la ausencia de foco es una bendición. Nos permite saltar entre angustias ajenas, delfines moribundos, tribus a punto de extinguirse, fotos con efecto vintage y saliva mal dirigida.
Hace falta llegar temprano para saber dónde queda toda la saliva que nos merecemos.
En estas tardes tan grises, con el horizonte tan bajo que parece un toldo, ansiamos de repente la lectura. Nosotras, que tuvimos tanto tiempo el cuaderno en un cajón.
El cajón del que hablamos es un cajón real. Se puede ver claramente con todos los ojos, los físicos y los que aparecen cuando apretamos los carpos contras las cuencas; es un cajón de verdad, un cajón barato de madera, no algo que fabriquemos ahora para que funcione como una frase hecha. En ese cajón el cuaderno era rey de reyes.
Sacar el cuaderno del cajón y el texto del cuaderno es venderse en un cruce de caminos al que no se puede llegar tarde.

Ella:
Ya cliqueé. Ya voté. Ya te puse un megusta. Perdoname, no tengo cambio.

 

 

 

Imagen: “Red Car”, por Stacey Rees.
 
 

Plegaria para la mañana después

Bajo la vista. Uñas moradas aporrean las teclas y sólo se me ocurre rogar que sea otra, otra más lista y más brillante la que esté escribiendo esta historia por mí.

Le pido por favor al cosmos que haya enviado a un ultracuerpo lo suficientemente lúcido para ocupar mi lugar.

Le pido que la otra tenga todas las respuestas en tiempo real, que sepa de memoria las fábulas que se cuentan al oído en ambos hemisferios, en las tundras, bajo las auroras boreales, en la pampa bajo el ombú y el lucero, en las áridas llanuras australianas. Que sepa contar historias con muchos estratos, como capas geológicas perfectamente delimitadas, como anillos anchos en un árbol alimentado con cuerpos en descomposición.

Querido Ganesha, queridos Joe y Joey, que la que venga a reemplazarme sea más buena que yo, más simpática. Que use mis cuadernos con soltura, que tenga tendones sanos en las muñecas, y los callos de los dedos ya formados, sobre todo el callo del interior del dedo medio de la mano derecha, tan útil para apoyar la pluma.

Díganle que yo me retiro, porque de ahora en más enmudeceré. Que renuncio al privilegio de decir lo que los demás no quieren oír.

Díganle que no se me permite decir nada más, que han aparecido los pequeños enanos fascistas que habitaban en mi interior y que han dictaminado que toda mi prosa es subversiva. Luego aparecieron los compañeros montoneros y me juzgaron por haber tomado el santo nombre de la subversión en vano. Luego aparecieron los indies y lo transformaron todo en una balada con anteojos de pasta y barba pelirroja.

Y camisas leñadoras, esas que le quedan bien a todo el mundo. Le quedan bien a los punks, a los perdiditos del grunge, a los cantantes folk.

Ante tanto poeta, tanto rapsoda suelto, ¿qué hago yo aquí?

Me retiro entonces, me voy cantando bajito.

Ah cómo. Me dicen que esto era el primer post, la bienvenida, el gran comienzo. Que del otro lado de la puerta hay guirnaldas y farolitos de colores, y canapés, y gente a punto de romper a aplaudir, a punto de romperse la garganta gritando “aquí estamos”. Gritando “quién te dijo que vamos a leerte”. Gritando “quién te creés que sos, tilinga”.

Da igual. Empecemos fracasando. Que se encargue ella, mi hermana melliza muerta, la que escribe mejor que yo. Después de todo, nadie notará la diferencia.

Yo ahora vuelvo, que tengo que ir a ver cómo cuaja la gelatina. Ustedes quédense acá, que ahora pasará alguien a servirles un vasito de algo.

Que se diviertan.

 

Punk-maru

Este texto apareció en marzo de 2012 en la revista Agitadoras.

Punk rock, dice ella, y los interlocutores retroceden unos pasos, como si vieran un pequeño alien moviéndose bajo su esternón, o echan la cabeza hacia atrás, escudándose de una recién detectada halitosis.

Es la reacción más común. Si dice rock a secas, todavía puede llegar a obtener un mínimo de comprensión, generar una imagen de banda de covers, o verbenas. Pero punk rock… Es como si se le ocurriera decir que es poeta, pero peor. El prójimo enarbola una risita forzada, mientras compara mentalmente nóminas, y emite una frase que empieza con “pero” y termina con “no”. “Pero no vives de eso, ¿no?”

El rock ya no supone una amenaza, está demasiado domesticado y vende demasiado poco. Pero el punk rock es otra cosa. Evoca efluvios de calimocho, dedos en la nariz, escupitajos, costras. A veces sí. A veces no.  En estos tiempos tempestuosos, a ella el punk se le aparece como un navío sólido y estable.

Ella lava sus medias de red en el lavabo, y las seca en la estufa para que estén listas al día siguiente. Un amigo les presenta una tortilla adornada con el nombre de su banda, las letras hechas de tomates secos de una huerta ecológica de los suburbios. Ella le preguntó una vez qué era el punk. El amigo se lo contestó en mayúsculas, en una ventana de chat. Punk es ser tú mismo, dijo.

Ahora ella sabe que punk es que una banda no tenga más dueños que las ganas de divertirse juntos. Punk es un resopón de fideuà y allioli a las 6 de la mañana, después de un concierto. Punk es una siesta comunitaria de seis horas en un salón tapizado de colchones después de grabar un videoclip bajo la nieve. La diversión también implica la carga y descarga de amplificadores en la noche de Avilés, la humedad del puerto calándote los huesos, la escarcha pintando el techo de la furgoneta. Y largas horas al volante, cebar mate desde el asiento del copiloto, feroces discusiones tratando de interpretar un mapa.

Ella tuvo un sueño a los ocho años, cantando frente al espejo, un tubo de desodorante en la mano, la raqueta colgada de un cinturón: estrella de rock. ¿Qué? ¿Que no todos queremos ser estrellas de rock and roll? Perdonen ustedes. Ella clamó a los cielos por hacer algo así la primera vez que escuchó el grito de Dizzy Miss Lizzy. A cambio obtuvo una red de amigos para siempre, el carnet de entrada a un club nada exclusivo: los subterráneos. Y desayunos para la carretera comprados con amor en supermercados holandeses. Croquetas de cabrales, chilis vegetarianos y ensaladas de pasta (ok, demasiadas ensaladas de pasta) en squats de aquí y allá.  Ella tuvo un sueño. No se imaginaba que su sueño se iba a cumplir pero más perfecto, más redondeado, gordito y brillante y esférico como uno de esos universos atrapados para siempre dentro de una bóveda de cristal, con una nieve fácil y tibia que cae todo el tiempo. La nieve de un sueño. Dream-maru. Como los barcos japoneses, con su nombre y su sufijo, maru, redondo, indicando completud y autonomía. Punk-maru. Completo, autosuficiente.

El interlocutor puede caer en el error de pensar que autosuficiente es sinónimo de huérfano de discográfica, de peor es nada, pobres punks. Pobres ante la mirada del otro, oh quelle imposibilité. Pobres, qué punks. Qué desarreglados, con esos zapatones. Qué simples, fotocopiando, autoeditándose. Pobrecitos, qué primitivitos. Poverini. El buen Jesús se tomaría una birra en la esquina con nosotros, os aviso. Puritita energía creativa, el ejemplo de Katherine Hepburn, que sabía que si tú no remas tu propia canoa nadie lo hará por ti. Y los que lo hacen por ti son generalmente, en esta fauna de la industria musical, gente que quiere su pedazo y nada más. No los necesitamos. Esa es la revelación. Porque nos sobran otras cosas. Porque nos gusta la parte artesanal de la vida. Pura vida, como dicen en Costa Rica.  Sin embargo os aviso de qué va todo esto. Porque va de tolerancia. Tolerancia a la diversidad, a las mil caras del hazlo tú mismo, aunque va de tolerancia cero al mamoneo. Que de eso sobra ahí afuera. También va de solidaridad, de echar una y muchas manos, de mil emails y llamadas cruzándose en el éter y proponiendo garitos, compartiendo amplificadores, prestando furgonetas para recoger a los grupos en aeropuertos, trajinando cajas con discos y fanzines, barriendo escenarios, colgando altavoces. Caras sonrientes de bienvenida, el barman que te da una cerveza cuando ya no tienes ticket de consumición, que haberlos haylos, como los que te dejan neveras a tu disposición. Punks en la cola de la fotocopiadora, punks en bicicleta repartiendo revistas y cambiando el mundo, punks a pie pegando carteles con celo en las cabinas telefónicas que, si total no funcionan, para algo han de servir.  Gente con ganas de trabajar, de meterse en el estudio y grabar aunque sea dos temas nuevos, de grabar un ensayo con un cuatro pistas, de fundar una banda de esas de diez días, que son las bandas que se forman cuando cuatro personas de diferentes latitudes coinciden en una latitud nueva y común y hala: nace otra banda. Diez temas, un EP, un pedido que sale volando a Chequia y que vuelve en una caja de anacrónicos vinilos y un montón de gente que colabora comprando discos nuevos, de los de sangre caliente. No reediciones de hace veinte años de un cuarentón principal recontra refrito. Gente que descarga y comparte, que se graba emepetreses como antes se grababa cintas, porque lo mejor del disco nuevo es escucharlo con los amigos.
Punk es vivir en lugar de sobrevivir. Es llegar, noche tras noche, a un montón de reductos amables donde los esperan con comida caliente y ganas de escuchar su música. Pequeñas aldeas que resisten al invasor. Al miedo invasor, ese que sopla mentiras y barbaridades al oído. Ella ya no es joven, y empezó tarde, pero la sangre le fluye mejor en el cuerpo cuando está cantando y bailando al ritmo que marcan los tres inadaptados que adoptó como familia hace más de diez años.

Para que su vida funcione, para poder ser ella misma en este viaje, tuvo que encontrar el interruptor que le permitiera cambiar la energía. No puede pasar demasiado tiempo solamente escribiendo, ni sólo cantando y maullando. La quietud de la silla, después de un tiempo, se le espesa y le pide a gritos que la saque a bailar. Por el momento le funcionan estas limas, estas piedras pómez que pulen toda la hormona rockera para que pueda volver a la silla y al cuaderno. Pero el punk, el barco autónomo sin capitán, sigue ahí, llevándola una y otra vez a puertos floridos y estruendosos.

Pasa que, punk o no punk, algunas personas con dos dedos de frente ya no quieren comprar pollos fritos, pajaritos muertos, dinosaurios al horno. El buen Jesús, aquel que echó del templo a los mercaderes, aplaude entre bastidores.

Ella tuvo un sueño. Ahora tiene mucho más. Ella brinda, una y otra vez, por la sangre joven, o por lo menos la sangre caliente, la que todavía circula para hacer cosas nuevas. Porque ve el mundo cambiando a su alrededor. Porque ve a su gente actuando, en lugar de sólo reaccionar ante el miedo invasor, los aliens, los muñecos resorte, la trampa y el cartón. Porque ve a su gente buscando alternativas para hacer un mundo nuevo, un mundo que funcione, un mundo donde la música lo hilvana todo y al mismo tiempo es sólo una excusa para salir a brillar, a decir palabras auténticas, a mostrar la verdadera piel.

 

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